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– Sí -dijo Erlendur-. Un miserable asesinato islandés.

– A no ser que se haya caído sobre la mesa y se haya dado un golpe en la cabeza con el cenicero -añadio Sigurdur Óli.

Elinborg le acompañaba. Erlendur había estado tratando de limitar el ir y venir de policías, técnicos y sanitarios mientras daba vueltas por la vivienda, cabizbajo y con el sombrero puesto.

– ¿Y ha escrito una nota incomprensible a la vez que caía? -preguntó Erlendur.

– Es posible que la tuviera en la mano.

– ¿Entiendes algo de lo que dice la nota?

– Puede que esto signifique Dios -dijo Sigurdur Óli-. O tal vez el asesino, no lo sé. El énfasis sobre la última palabra es algo curioso. ÉL, con mayúsculas.

– A mí me parece que no se escribió con prisas. La última palabra está en mayúsculas y las demás en minúsculas. El visitante se tomó su tiempo para escribirlo. Y sin embargo se fue sin cerrar la puerta. ¿Eso qué quiere decir? Ataca al hombre y sale corriendo, pero escribe una tontería incomprensible en un papel y se esmera en destacar la última palabra.

– Tiene que referirse a él -dijo Sigurdur Óli-. Al muerto, quiero decir. No se puede referir a nadie más.

– No sé -repuso Erlendur-. ¿Qué propósito tiene dejar un mensaje así encima del cadáver? ¿Quién hace estas cosas? ¿Qué quiere decir? ¿Nos quiere comunicar algo? ¿Está el asesino hablándose a sí mismo? ¿Está hablando con el muerto?

– Un animal trastornado -dijo Elinborg, e intentó hacerse con la nota.

Erlendur se lo impidio.

– Quizá fue atacado por más de uno -opinó Sigurdur Óli.

– Acuérdate de los guantes, Elinborg querida -dijo Erlendur como si estuviera hablando con una niña-. No toques las pruebas. El mensaje se escribió sobre esa mesa de ahí -añadio, y señaló el escritorio-. La hoja fue arrancada de un cuaderno de espiral, propiedad de la víctima.

– Tal vez fueron más de uno -repitió Sigurdur Óli, pensando que había tenido una posibilidad brillante.

– Sí -dijo Erlendur-, tal vez.

– Muy poco escrupuloso -argumentó Sigurdur Óli-. Primero matas a un anciano y luego te sientas a escribir. ¿No se necesita tener nervios de acero para hacer algo así? ¿No se tiene que ser un demonio despreciable para hacer algo así?

– O no tener conciencia -replicó Elinborg.

– O tener complejo mesiánico -añadio Erlendur.

Se agachó para mirar el mensaje y volvió a leerlo.

«Un enorme complejo mesiánico», pensó.

Capítulo 2

Erlendur llegó a su piso hacia las diez de la noche y metió un plato preparado en el microondas. Se quedó delante del aparato mirando cómo el plato daba vueltas en su interior y se le ocurrió pensar que había visto cosas aún más aburridas en la televisión. Fuera, el viento otoñal parecía gemir, cargado de lluvia y oscuridad.

Pensó en la gente que dejaba mensajes y luego desaparecía. ¿Qué escribiría él en un trozo de papel? ¿A quién podría dejar un mensaje? Se le ocurrió que a su hija Eva Lind. Estaba metida en el mundo de las drogas y seguro que querría saber si había algo de dinero. Era cada vez más agresiva en cuanto al dinero. Su hijo Sindri Snaer había terminado recientemente el tercer tratamiento contra su adicción al alcohol. El mensaje para él sería sencillo: «Nunca más Hiroshima».

Erlendur esbozó una vaga sonrisa cuando el microondas emitió tres pitidos.

En realidad nunca había pensado en desaparecer y dejar una nota para alguien.

Él y Sigurdur Óli habían hablado con el vecino que encontró el cadáver. Su esposa estaba presente y hablaba de sacar a sus hijos de la casa y mandarlos con la abuela. El vecino, que se llamaba Olafur, les contó que toda la familia, él, su esposa y los dos hijos, salían de casa todos los días a las ocho de la mañana para ir a sus respectivos trabajos y al colegio y que no volvían hasta las cuatro de la tarde por lo menos; él mismo se encargaba de recoger a los niños en el colegio. No habían notado nada fuera de lo normal cuando salieron por la mañana. La puerta del sótano estaba cerrada. Habían dormido bien toda la noche y no habían oído nada. Tenían poco trato con el vecino. Apenas lo conocían aunque llevaban varios años viviendo en el piso de arriba.

El médico forense aún no había establecido la hora aproximada de la muerte, pero Erlendur calculaba que sería hacia el mediodía. La hora punta, como se solía llamar. «¿Quién tiene tiempo a esa hora actualmente?», pensó Erlendur. Habían enviado un comunicado a la prensa diciendo que se había encontrado el cadáver de un hombre de unos setenta años en una vivienda del barrio de Las Marismas y que parecía haber sido asesinado. Si alguien había visto algún movimiento o personas extrañas en los alrededores de la casa en las últimas veinticuatro horas, se agradecería que lo comunicara a la policía de Reikiavik.

Erlendur tenía cincuenta años, estaba divorciado de su mujer desde hacía mucho tiempo y era padre de dos hijos. Siempre había ocultado el hecho de que detestaba los nombres de sus hijos. Su ex mujer, con quien no había hablado en veinte años, pensaba entonces que eran nombres «muy monos». El divorcio fue difícil y Erlendur perdió el contacto con sus hijos cuando eran muy jóvenes. Al hacerse mayores volvieron a buscar su compañía y él los recibió encantado, a pesar de la tristeza que le daba ver en qué estado se hallaban. Sobre todo sufría por Eva Lind. Sindri Snaer estaba algo mejor, aunque no mucho.

Sacó la comida del microondas y se sentó a la mesa de la cocina. El piso tenía dos habitaciones y en todos los rincones había montones de libros. En las paredes colgaban viejas fotografías de sus familiares de los fiordos del este, de donde Erlendur era oriundo. No tenía ninguna fotografía de él ni de sus hijos. Junto a una pared, delante de un sillón destartalado, había un antiguo televisor, marca Nordmende. Erlendur mantenía el piso aceptablemente limpio con un mínimo esfuerzo.

No sabía con exactitud lo que estaba comiendo. En el colorido paquete ponía algo acerca de delicias orientales, pero el alimento que había dentro de una especie de rollo de harina sabía a sopa de pan agria. Erlendur lo apartó a un lado. Estaba pensando si quedaría algo del pan y el paté que había comprado hacía algunos días cuando sonó el timbre. Eva Lind había decidido dejarse caer por allí. A Erlendur le irritaba su manera de hablar.

– ¿Cómo estás, tío? -le preguntó de pasada, mientras iba directamente al salón a tirarse en el sofá.

– ¡Ay! No utilices este lenguaje conmigo -dijo Erlendur cerrando la puerta.

– Pensé que querías que cuidara mi lenguaje -replicó Eva Lind, que estaba acostumbrada a oír los sermones de su padre sobre su forma de hablar.

– Entonces hazlo.

Era difícil descubrir qué papel representaba esta vez. Eva Lind era la mejor actriz que había conocido, lo que tal vez no era un gran elogio, ya que Erlendur nunca iba ni al teatro ni al cine y raras veces miraba la televisión a no ser que emitieran reportajes. Las obras teatrales de Eva Lind solían ser dramas familiares de uno a tres actos y trataban normalmente sobre cómo sacarle dinero a Erlendur. Sin embargo, no se prodigaba; la verdad era que tenía otras maneras de conseguir dinero y su padre prefería no conocer demasiados detalles. Venía a verle cuando no le quedaba «ni un puto céntimo», como solía decir.

Algunas veces era su niña pequeña, le abrazaba y runruneaba como un gatito. Otras, era una mujer desesperada que se paseaba por el piso gritando y acusándole de haberlos abandonado a ella y a su hermano cuando eran pequeños. En esas ocasiones podía ser obscena, maliciosa y cruel. A veces también estaba casi bien, si es que se podía decir de alguien que «estaba bien»; entonces Erlendur creía que podía conversar con ella como con cualquier persona sensata.

Vestía tejanos gastados y una cazadora de piel negra. Llevaba el pelo negro muy corto y dos pequeños piercings en una ceja, de una de sus orejas colgaba una cruz de plata. Antes lucía una dentadura blanca y bonita, ahora la tenía algo deteriorada; le faltaban dos dientes en la encía superior. Se le notaba cuando sonreía con generosidad. Tenía la cara delgada, aspecto cansino y oscuras ojeras. Erlendur apreciaba cierto parecido con su madre, la abuela de Eva Lind. Maldecía la mala suerte de su hija y se culpaba a sí mismo por lo que le había ocurrido.