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Naturalmente, si lo hacía, no podía dejar traslucir que estaba al tanto de sus relaciones con el doctor, y debía hablar en nombre de la ciencia, de los enfermos martirizados, apelando a su caridad cristiana, etcétera. Por nada del mundo, el doctor Weiss debía enterarse de mi diligencia, porque eso impediría la realización de mi plan. Unos meses más tarde, desde Rennes le escribí a Amsterdarn contándole mi intervención (me faltó coraje para hacerlo durante nuestra travesía del Atlántico) pero, para mi sorpresa, él me respondió que estaba al tanto de todo, que una misiva reciente de Mercedes, llegada a sus manos nada menos que a través de los servicios secretos ingleses, contenía las explicaciones que yo le daba en mi carta, y algunas otras como se verá más adelante.

Después de efectuar las averiguaciones necesarias, le hice llegar a la esposa del militar un mensaje discreto. Durante dos días, como la respuesta se hacía esperar, temí que la soldadesca irrumpiera en nuestra pensión para arrastrarnos ante el pelotón de fusilamiento, pero a la mañana del tercero una sirvienta negra me trajo una invitación para un chocolate en una quinta de las afueras. Un esclavo negro vino a buscarme esa misma tarde a las cinco en punto, para guiarme hasta el lugar de la cita.

En un jardín, los dueños de casa, patriotas intachables como lo descubrí al llegar, me confirmaron lo que ya había adivinado durante los primeros minutos de conversación, a saber que eran parientes de uno de nuestros enfermos, extraviado y, en el minuto mismo en que conversábamos, quizás ya muerto en la llanura. Cuando llegó la esposa del militar, después de las presentaciones se demoraron un poco con nosotros para intercambiar algunas frases de cortesía, pero al cabo de unos minutos se retiraron con mucho tacto. Mientras le exponía la situación, como la señora Mercedes me escuchaba con los párpados entornados, no me abstuve de estudiarla, para comprobar hasta qué punto en su persona estaban reunidos muchos de los atributos femeninos que constituían las preferencias del doctor Weiss: formas generosas, calma y dominio de sí, pelo negro brillante, y sobre todo esa piel oscura y tensa que tantas veces le había hecho perder la cabeza, ese embrujo repetido que, apenas aparecía, con la insoportable y al mismo tiempo deliciosa peculiaridad de pertenecer a algún otro, era para mi maestro fuente de exaltación y al mismo tiempo de peligrosas complicaciones. Una y otra vez esos atributos, reunidos en una forma suave y caliente, por alguna insondable y arcaica afinidad, imantaban su energía y, con la regularidad férrea de las constelaciones, lo hacían girar en espiral hacia su centro. Cuando terminé de referirle los hechos sus párpados se alzaron y sus ojos, enormes y oscuros, se clavaron en los míos, mostrando de un modo tan elocuente los estremecimientos íntimos de una pasión intensa y orgullosa que, no sé si por delicadeza o por prudencia, tuve que desviar la mirada. La señora Mercedes me afirmó con vehemencia que la vida del doctor Weiss era para ella más preciosa que la suya propia, y me dijo que haría lo necesario para protegerla.

Por primera y única vez, en más de tres décadas que duró nuestra amistad, me vi en la triste obligación de mentirle a mi querido maestro, hallándome en la situación deplorable del médico que, para no revelarle la gravedad de su mal, debe ocultarle la verdad a un viejo y querido amigo. Por otro lado, el encuentro con la señora Mercedes, a pesar del aire decidido con que se comprometió a tomar las riendas del asunto, no logró tranquilizarme, ya que no volví a saber más nada de ella. El doctor, esperando la ocasión de ofender en público a nuestro enemigo para obligarlo a batirse a duelo, iba a ejercitar su puntería al campo todas las mañanas, y de tarde tomaba clases de esgrima, para perfeccionar sus dotes, inexistentes por otra parte, en esa actividad. Si la destrucción de la Casa y la dispersión de los enfermos, más la ejecución del joven chileno y nuestra inminente liquidación física en un futuro nada lejano no la hubiesen vuelto tan seria y trágica, hubiese podido reírme de una situación que presentaba más de un aspecto ridículo. Únicamente las horas de estudio lograban calmarnos un poco; encerrados en nuestras respectivas habitaciones, la luz de una vela, acompañándonos a veces con su claridad vacilante hasta el alba, formaba un aura exigua de cosas visibles que, por las horas que duraba nuestra lectura callada, parecía frenar la inmensa penumbra exterior en la que reptaban tantas emociones confusas y tantas amenazas desdichadamente ciertas.

Por fin el desenlace se produjo: nos invitaron a una fiesta a la que asistiría "todo Buenos Aires", es decir los miembros del gobierno revolucionario y otras autoridades, militares, eclesiásticas, etcétera; los ricos que, como dije antes, eran más o menos los mismos que las ya citadas autoridades, y los diplomáticos extranjeros, sobre todo franceses, ingleses y norteamericanos. A causa de las muchas fracciones que luchaban abierta o solapadamente para obtener el poder, también nosotros fuimos invitados a pesar de nuestra reciente desgracia. Algunos miembros del gobierno, comerciantes ricos, y varios intelectuales esclarecidos, estaban de nuestro lado por razones científicas y políticas, e incluso en ciertos casos por razones privadas, porque el doctor había atendido y curado, en la Casa de Salud, años antes, a algunos miembros de sus familias. (Por desgracia, en el momento de la destrucción de la Casa, ninguno de nuestros pensionistas provenía de familias de Buenos Aires; en dos o tres casos solamente, se trataba de parientes lejanos.)

Aun si como creo haberlo dicho el doctor Weiss era por naturaleza cuidadoso en el vestir, ese día sus cuidados se multiplicaron: se estuvo acicalando durante horas, como si se considerara el invitado de honor de esa reunión, o como si estuviese por asistir a su propio casamiento, a su propia apoteosis o incluso, pensaba yo con espanto, a su propio entierro. Durante todo ese tiempo, traté en vano de disuadirlo de ir a la fiesta, hasta que la reprobación bondadosa de sus miradas me indujeron a aceptar en silencio lo que se avecinaba.

Era a decir verdad una gran fiesta. Como hacía mucho calor, la casa estaba abierta de par en par, y había muchas mesas dispersas en el interior y en el jardín, donde habían instalado un gran toldo por si se levantaba tormenta. También en el jardín brillaban algunas luces, pero las habitaciones refulgían a causa de la iluminación excepcional que se derramaba hacia los patios a través de las puertas y de las ventanas abiertas. Una orquesta entonaba, o desentonaba más bien, una danza de moda, y muchas parejas bailaban en grupo sobre el pasto del jardín y en los salones iluminados. Como en Buenos Aires las casas de alto son escasísimas, todo está más o menos a ras del suelo, en el mismo nivel que la inmensa llanura en cuyo borde oriental, a la orilla del río ancho y cimarrón, la ciudad se encuentra agolpada. Entrando en la fiesta, atravesando el patio, tuve la impresión curiosa de que la casa con sus habitantes y sus invitados, más la ciudad en penumbras que la rodeaba, eran como un bocado diminuto entre las mandíbulas de una boca sin fin, el río y la llanura inmensos, húmedos y negros, el firmamento inacabable, un bocado asentado en una cavidad oscura y ávida, listo para ser devorado. Esa idea extraña me distrajo durante unos segundos de la situación crítica en la que nos encontrábamos, pero observando al doctor Weiss me di cuenta de que ninguna consideración, por romántica que fuese, podría desviarlo del objetivo que se había propuesto, y del que resultaba difícil decidir si se trataba de la venganza o del suicidio.

Nunca sucede nada importante -el nacimiento, la muerte, la vida de todos los días son incoloros y poco interesantes- pero cuando de verdad sobreviene algo fuera de lo común, parece todavía menos real que una alucinación, y transcurre con la delgadez y la lejanía de un sueño impreciso. Como no vio a nuestro enemigo en el jardín, a pesar de que su vivida mirada celeste escrutaba el rostro de cada uno de los presentes, el doctor se encaminó hacia la casa, con mi inquieta y modesta persona pisándole los talones. El militar no estaba en la antesala, pero cuando traspusimos la puerta del salón principal, lo descubrimos en la parte opuesta a la puerta de entrada, conversando en un grupito del que también formaba parte la señora Mercedes, bajo un gran espejo de marco dorado adosado a la pared. Nos detuvimos tan de golpe que dos o tres invitados que estaban cerca de la puerta nos miraron con curiosidad: los ojos celestes del doctor se clavaron en los del militar que, alertado por un instinto del que los hombres están privados pero que sin duda poseen los animales feroces, cuando entramos en el salón levantó la cabeza y nos reconoció de inmediato. A pesar de lo grave del momento, un detalle me maravilló: a su lado, la señora Mercedes siguió conversando como si tal cosa, sonriendo con volubilidad mundana, sin siquiera levantar la cabeza, aunque hasta el día de hoy estoy convencido de que de todas las personas presentes en la fiesta, ella fue la primera en percibir nuestra presencia. En la cara del militar, la sorpresa dio paso a una especie de alegría salvaje que se deleitaba de antemano por la maldad que, sin haberlo deseado expresamente, le íbamos a dar la oportunidad de cometer. Creo que en un segundo comprendió la situación y que, viéndonos caminar con paso resuelto en su dirección, se preparó para recibirnos como estaba convencido de que lo merecíamos. A medida que avanzábamos hacia él, yo iba adquiriendo la férrea convicción de que en el otro extremo del salón, en el que las parejas que bailaban se hacían a un lado con asombro e inquietud para dejarnos pasar, llegaban a su fin nuestras vidas azarosas cuando, de repente y, lo repito, con la inverosimilitud risible de los sueños, lo inesperado se produjo: Dickson, el cónsul inglés, interceptándonos y obligándonos a detenernos, murmuró que tenía algo importante y urgente que decirnos, de parte de la señora Mercedes, y como el doctor Weiss se negaba a escucharlo, Dickson se aferró a su chaqueta y le dijo en voz baja, pero con vehemencia inusitada, que el mensaje que traía contribuiría a una mejor realización del plan del doctor, y que si intentábamos llevarlo a cabo como estaba previsto estábamos condenados al fracaso porque se nos había tendido una emboscada. Yo sentía correr el sudor por mi cara, por mi cuello y por mi espalda, y viendo las gruesas gotas que brotaban en la frente de Dickson y que corrían por los pliegues de su cara rojiza prematuramente ajada, podía imaginar, comparándolo con la causa de mis propios sudores, cuál era su estado de ánimo en ese momento. Después de vacilar un momento, el doctor aceptó y se dejó llevar por Dickson y por mí al exterior de la casa. Antes de salir eché una mirada fugaz en dirección del militar y vi la decepción pintada en su cara, pero cuando observé con discreción a la señora Mercedes, antes de volver la cabeza, y la vi por última vez en mi vida, pude comprobar que ni un solo instante había interrumpido la conversación sonriente con sus interlocutores que, estoy seguro, no se habían dado cuenta de nada.

Cuando salimos al jardín no soplaba ninguna brisa en la noche bochornosa, pero una sensación de frescura, probablemente imaginaria, me invadió. Dickson nos pidió que lo acompañáramos hacia el puerto, donde el esclavo de la señora Mercedes nos esperaba con un mensaje de su ama. A tientas en la ciudad oscura, entre nubes de mosquitos que zumbaban a nuestro alrededor, hostigándonos, atravesamos las calles desiertas. En una ventana iluminada, detrás de una reja, un hombre, desnudo hasta la cintura, comía un pedazo de sandía en forma de medialuna. Alzando la vista nos reconoció, y, con sorna tranquila y familiar, preguntó: ¿Va de putas, doctor?, ante lo cual, con su venerable bonhomía, mi querido maestro se paró y, echándose a reír, lo que pareció fastidiar a Dickson, le lanzó esta respuesta inolvidable: No necesariamente. El hombre sacudió la cabeza mientras le daba un mordisco a la sandía, como si hubiésemos dejado de interesarle, y cuando reanudamos la marcha, a pesar de lo grave de la situación, la risita ahogada del doctor seguía resonando en la oscuridad, irresistiblemente contagiosa, de modo que cuando llegamos al puerto, nuestras galeras se sacudían contra la claridad ligera de la noche que parecía difundir el gran espacio abierto del río, del que el olor inconfundible, el chapoteo rítmico de la orilla y una real frescura de la atmósfera delataban la proximidad. Dickson, que no había perdido su seriedad a pesar de nuestro buen humor por cierto injustificado, nos ordenó que nos detuviéramos y que hiciésemos silencio, y cuando le obedecimos, empezó a silbar para advertir a alguien de nuestra presencia. De pronto, a unos treinta metros de nosotros, una luz empezó a mandar señales, de manera que nos encaminamos en su dirección. Cuando llegamos, seis o siete hombres comenzaron a discutir susurrando en inglés con Dickson; estábamos todos apretujados alrededor del farol, estudiándonos con desconfianza y curiosidad unos a otros hasta que el cónsul, señalándonos al doctor y a mí, se alejó unos pasos y se borró en la noche. De golpe, la oscuridad total me invadió, pero tardé apenas una fracción de segundo en darme cuenta de que me habían echado un paño en la cabeza -una bolsa quizás- y que entre dos o tres hombres me estaban maniatando. Las protestas ahogadas y los jadeos del doctor me revelaron, en esa oscuridad total en la que estaba sumido, que a él le estaba ocurriendo exactamente lo mismo. Traté de forcejear pero fue inútil. Dos poderosos brazos escoceses -detalle del que me enteré más tarde-, me alzaron en vilo, y fue en ese preciso momento que mis pies dejaron de pisar para siempre, o en todo caso hasta el día de hoy, el suelo de mi patria.