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– Se lo diré, señor Holmes. Eso le reconfortará, estoy seguro. Que tengan un buen día. -Salió por la puerta, pero volvió a entrar un momento después-. ¡Gracias, señor Holmes, de mi parte y de la de Landen!

Mi amigo y yo escuchamos cómo sus pisadas bajaban por la escalera. Holmes apartó las cortinas y observó salir a nuestro visitante a Baker Street. Los gritos de los vendedores y el sonido de cascos de caballos entraron en la habitación junto con los penetrantes olores de Londres.

– Un joven extremadamente preocupado, Watson.

– Así es, Holmes.

Se frotó las manos con un regocijo y una animación que habrían resultado imposibles quince minutos antes.

– Debemos hacer las maletas, Watson, si queremos coger el tren de la tarde a Alverston. -Su rostro enjuto adquirió una expresión de gravedad-. Y le sugiero que lleve consigo su revólver de servicio.

Ya había pensado en hacerlo. Cuando a un miembro de la nobleza le disparan siete veces al volver de la posada a su casa, cualquier acto resulta posible, por horrendo que sea.

La posada La Sota del Rey estaba a poca distancia de la estación de tren de Alverston, justo en las afueras del pueblo. Era un edificio construido en la época de los Tudor, rematado por grandes chimeneas de piedra, una a cada extremo de su empinado tejado de pizarra.

Wilson Edgewick no estaba entre la media docena de parroquianos que se sentaban a las pequeñas mesas de madera. Un hombre grueso y de rostro rubicundo, con una delgada mata de cabello color jengibre peinada hacia atrás en su amplia cabeza, servía las bebidas, mientras una mujer rubia de aspecto frágil las llevaba a las mesas cojeando de una pierna.

Yo me encargué de conseguir unas habitaciones adecuadas mientras Holmes examinaba el lugar. En una mesa cercana se sentaba un joven con aire desconsolado, como si hubiera tomado demasiadas copas, En otra mesa había dos veteranos, uno con una bulbosa nariz roja y el otro de rostro afilado y gris, enzarzados en una partida de damas. Tres hombres de edad mediana, de los que trabajan la tierra, ocupaban una tercera mesa e interrumpieron su conversación al vemos.

– Vaya, o mucho me equivoco o usted debe ser el señor Holmes, el famoso detective -dijo el propietario de rubicundo rostro, cuyo nombre era Beech, con cierto tono de respeto mientras estudiaba el libro de registro que yo acababa de firmar. Vapores de alcohol flotaban en su aliento.

– He disfrutado de cierto éxito -admitió Holmes.

– Es usted igual a los dibujos del Daily Telegraph.

– Yo los encuentro muy poco halagadores.

Uno de los nublados ojos de Beech le lagrimeaba y se lo enjugó con el dorso de la mano mientras hablaba.

– No se necesita un detective para saber por qué está usted aquí.

– Muy cierto -repuso Holmes-. Un asunto trágico.

– ¡Eso desde luego! -Su rostro enrojeció más aún, y en su frente empezó a latir descontroladamente una vena. Un brillo de complicidad asomó a sus ojos. Sorbió por la nariz y volvió a secarse el ojo-. Lo oímos todo desde aquí, señor Holmes. Todos en la posada fuimos testigos del crimen.

– ¿Cómo es eso? -preguntó Holmes muy interesado.

– Estábamos todos aquí anoche, igual que ahora, señor, cuando oímos a esa máquina infernal escupiendo muerte.

– ¿El fusil Gatling?

– Eso es lo que era. -Se inclinó hacia adelante, secándose las fuertes y anchas manos en el manchado delantal-. Fue como una especie de «rat-a-tat-tat-tat» -dijo, escupiendo al describir el repetitivo sonido de los disparos-. Ya habíamos oído disparar a esa máquina y reconocimos enseguida el ruido. En esa dirección. -Agitó una mano hacia el norte-. Al día siguiente, Ingraham Codder tomó el camino del norte para visitar a sir Clive en su mansión, y se encontró el espléndido carruaje de dos caballos que suele utilizar el señor para bajar al pueblo, pero sólo con un caballo sujeto a él. El otro caballo se había soltado de algún modo y estaba a su lado. Sir Clive estaba desplomado en el carruaje, muerto. Lleno de agujeros de bala, señor Holmes. Siete tenía.

– Eso tengo entendido. ¿Hay alguien más aquí que oyera ese «rat-a-tat-tat»?

– Holmes consiguió imitar el ruido de los disparos sin escupir.

– Nosotros tres -dijo uno de los granjeros de la mesa-. Fue tal y como lo ha descrito el señor Beech.

– ¿Y a qué hora fue eso? -preguntó Holmes.

– A las once y media en punto -dijo Beech-. Unos diez minutos después de que el pobre sir Clive se marchara de aquí.

Los parroquianos manifestaron su acuerdo en esto.

El joven que se sentaba solo levantó la cabeza para mirarnos, y me quedé sorprendido al comprobar que no estaba tan afectado por la bebida como su actitud me había hecho suponer. Sus ojos grises se vetan despejados en su enérgico rostro; era de mandíbula firme, con una nariz y unos pómulos enérgicos.

– Ya tienen entre rejas al asesino de sir Clive -dijo-. Al menos, eso dicen.

– Es Robby Smythe -interrumpió Beech-. Está obsesionado con los carros sin caballos. ¿Puede usted imaginar algo semejante?

– ¿Ah, sí? -dijo Holmes.

– Sí, señor. Tengo dos de ellos que estoy perfeccionando y pronto se podrán fabricar y vender en grandes cantidades, señor Holmes. Dentro de diez años, todo el mundo en Inglaterra conducirá uno.

– ¿Todo el mundo? ¡Qué va! -no pude evitar decir.

– Usted no, Watson. Apostaría a que usted no -comentó Holmes riéndose.

– Aquí, el joven Robby tiene especial interés en que se haga justicia -dijo Beech-. Está prometido a Phoebe, la hija menor de sir Clive.

– ¿Lo está todavía?-dijo Holmes-. Entonces, sin duda conocerá a los hermanos Edgewick.

Smythe asintió.

– Conozco a ambos, señor.

– ¿Y usted diría que Landen Edgewick es capaz de un acto así?

Smythe pareció buscar la respuesta en su interior.

– A decir verdad, supongo que en determinadas circunstancias todos somos capaces de matar a un hombre al que odiamos. Pero nadie tenía motivos para odiar a sir Clive. Era un hombre amable y bondadoso, pese a su severidad.

– El caso es que sólo los hermanos Edgewick tenían acceso al fusil Gatling, y además sabían manejarlo -dijo Beech-. Yo estoy con la ley en que el asesino es Landen Edgewick.

– Eso parece -admitió Holmes-. Pero, ¿por qué Landen Edgewick? ¿Dónde estaba su hermano Wilson?

Beech sonrió y volvió a secarse el ojo lloroso.

– En su habitación, al final de esas escaleras, señor Holmes. No pudo tener nada que ver con el asesinato de sir Clive. No tuvo ni el tiempo ni la oportunidad. Yo salí de detrás del mostrador y vi cómo salía de su cuarto justo después de oírse los disparos. Bajó a continuación y se tomó una cerveza de malta. Le dijimos que habíamos oído el fusil, pero se rió y dijo que eso era imposible, que estaba guardado en la casa de carruajes que su hermano y él habían alquilado cerca de la mansión de sir Clive. -Soltó una risotada y se llevó a las caderas sus rubicundos puños-. ¡Guardado, y un cuerno, señor Holmes!

– Muy bien, señor Beech-dijo Holmes-. Me recuerda a mi amigo, el inspector Lestrade de Scotland Yard.

Beech se dirigió con aire bastante complacido a la doncella para que nos condujera a sus mejores habitaciones.

Wilson Edgewick llegó poco después, pareciendo encantado de vemos. Si ello era posible, estaba más preocupado aún por el aprieto de su hermano. Había ido a ver a la prometida de Landen, Millicent Oldsbolt, la hija del hombre supuestamente asesinado por su hermano, y resultaba obvio que la reunión le había trastornado. En esas circunstancias no resultaba muy adecuado celebrar una boda.

Wilson nos explicó que Landen había llegado de Londres dos días antes que él y que fue quien contrató el alojamiento en la posada. Los hermanos habían declinado una invitación para quedarse en la mansión Oldsbolt ya que debían realizar unos últimos preparativos y unos ajustes técnicos de cara a la demostración del fusil Gatling ante sir Clive.