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Cerré la inútil puerta blindada, saludé a Pasquale, saludé a Maria Teresa, saludé a Consuelo y fui a refugiarme a mi despacho. Encendí el ordenador y, a los pocos segundos, apareció en la pantalla la página de la agenda con las citas para esa tarde. Tenía tres. La primera, con un agrimensor del Ayuntamiento con cierta propensión a pretender recibir propinas a cambio de no obstaculizar los trabajos de los que estaba a cargo. Técnicamente, ese asunto se llama concusión y es un delito tirando a desagradable. El agrimensor había sido investigado por motivos financieros y ahora era presa del pánico porque estaba convencido, no sin motivos, de que podían arrestarlo en cualquier momento. La segunda cita era con la mujer de un viejo cliente, un ladrón profesional, que había sido detenido por enésima vez. Por fin, a última hora, tenía que venir mi amigo Sabino Fornelli con sus clientes para hablar de ese caso del que no podía decirme nada por teléfono.

Recibí al agrimensor y luego a la mujer del ladrón, acompañado de Consuelo. Cuando la presento, los clientes hacen siempre un gesto interrogativo.

– Es mi colega Favia, se ocupará conmigo de su caso.

¿Colega?

La pregunta surge siempre, de forma más o menos evidente, en la mirada del cliente de turno. Yo, entonces, preciso: «La abogada Consuelo Favia. Trabaja conmigo desde hace unos meses. Llevaremos juntos su caso».

El estupor está bastante justificado y, por lo general, no tiene nada que ver con el racismo. Simplemente, en Bari, y en Italia en general, uno no espera todavía encontrarse con una joven de tez oscura y rasgos andinos que sea abogada.

El agrimensor llevaba un reloj que jamás hubiera podido permitirse con su sueldo, vestía un traje negro antracita con una camiseta de play boy totalmente pasado de moda, y estaba al borde de una crisis de nervios. Decía que no había hecho nada malo, que como mucho había aceptado alguna propinilla y algún que otro regalito. Sin que él pidiera nada, se preocupó mucho en precisar. Pero ¿quién rechaza algún que otro regalito, qué diablos? ¿Corría el riesgo de ser arrestado? No correría el riesgo de ser arrestado, ¿verdad?

Ha llegado el momento de decir que detesto a los delincuentes como el agrimensor en cuestión. Los defiendo porque así es como me gano la vida pero, francamente, si por mi gusto fuera, los arrojaría a todos a un lóbrego calabozo y me desharía de la llave para siempre. Así pues, después de dejarle hablar durante unos veinte minutos, tuve que reprimir el impulso de agravar sus preocupaciones en vez de calmarlas. Le dije que para expresar una opinión más clara teníamos que examinar la orden de investigación y las relativas incautaciones y que, eventualmente, las impugnaríamos ante el Tribunal de Apelaciones. Luego valoraríamos la conveniencia de hablar con el fiscal. Le sugerí que evitase mantener conversaciones comprometedoras por teléfono o en los lugares donde habían investigado los inspectores y en los que podían haber instalado todo tipo de micros. A modo de conclusión, Consuelo le dijo fríamente que volveríamos a citarle para dentro de unos días y que, de momento, se pasase por secretaría para la cuestión de los pagos.

La adoro cuando me libera de la desagradable obligación de hablar de dinero con los clientes.

La mujer del ladrón, la señora Carlone, estaba mucho menos nerviosa. Hablar con el abogado de los problemas de su marido con la ley no era una experiencia nueva para ella, aunque este caso fuera mucho más grave que los anteriores. La policía judicial había llevado a cabo una larga investigación acerca de una preocupante serie de robos, había intervenido líneas telefónicas, seguido a sospechosos, tomado huellas digitales en los pisos que habían sido limpiados y, por último, había arrestado al señor Carlone y a cinco amigos de éste, bajo la acusación de robo, con los agravantes de reincidencia y asociación delictiva. Los antecedentes penales de Carlone eran enciclopédicos (aunque algo monótonos, dado que en toda su vida lo único que había hecho, exclusivamente, era robar) y cuando su mujer preguntó por lo único que le interesaba de verdad -cuándo saldría- le contestamos que la cosa no iba a ser ni rápida ni fácil. Por el momento, impugnaríamos ante el Tribunal de Apelaciones la orden de prisión preventiva pero, le dije a madame Carlone, era mejor no hacerse muchas ilusiones, incluso en el caso de que sólo se probase la mitad de los delitos que se le imputaban.

Cuando la señora se fue le dije a Consuelo que estudiase los papeles que nos habían traído el agrimensor y la mujer del ladrón y que preparase los borradores de los recursos.

– ¿Puedo decir una cosa, Guido?

Consuelo hace siempre esta introducción cuando sabe, o supone, que su discurso va a ser polémico. No es una forma de pedir permiso, es una fórmula estilística, la manera que tiene de prevenirme acerca de que está a punto de decir algo que puede que no me guste.

– Puedes.

– No me gustan los clientes como…

– Como nuestro agrimensor, lo sé. Tampoco es que a mí me gusten mucho.

– Y entonces ¿por qué los aceptamos?

– Porque somos abogados penalistas. Mejor dicho: yo soy abogado penalista, tú puede que acabes antes de haber empezado como sigas planteándote estos problemas.

– ¿Estamos obligados a aceptar a todos los clientes que acudan a nosotros?

– No, no estamos obligados. De hecho, no defendemos a pederastas, a mafiosos ni a violadores. Pero si empezamos a eliminar también de la lista a los ejemplares empleados públicos que aceptan sobres o chantajean a los ciudadanos, terminaríamos especializados en recursos contra las multas de aparcamiento.

Quería ser imperceptiblemente sarcástico, pero reparé en la nota de leve exasperación que quebraba un poco mi tono de voz. Me molestaba el hecho de estar de acuerdo con ella y de tener que interpretar el papel que menos me gustaba en aquella conversación.

– De todas formas, si no quieres ocuparte de eso, del recurso de ese payaso con rolex, quiero decir, yo me encargo de ello.

Ella negó con la cabeza, cogió todos los papeles y me sacó la lengua. Antes de que yo pudiese reaccionar se dio la vuelta y salió. La escena me produjo una inesperada emoción. Como una sensación familiar, de intimidad doméstica, de serenidad mezclada con retazos de nostalgia. Las personas que trabajaban conmigo en el bufete eran los sustitutos de la familia que no tenía. Durante unos segundos, tuve hasta ganas de llorar, luego me restregué los ojos, aunque no habían llegado a humedecerse, y me dije que era mejor que me volviera imbécil paso a paso, no de golpe. De momento, era mejor seguir con el trabajo.

A las ocho y media, mientras Maria Teresa, Pasquale y Consuelo se iban, llegó Sabino Fornelli con sus clientes y su caso misterioso.

5

Los clientes de Fornelli eran un hombre y una mujer. Matrimonio, unos diez años mayores que yo, pensé al mirarlos. Pocos días después, al leer sus datos en el dosier, descubrí que teníamos casi la misma edad.

De los dos, el que me impresionó más fue el marido. Tenía la mirada vacua, los hombros vencidos, la ropa le caía como si le estuviera demasiado grande. Cuando estreché su mano me encontré con una criatura invertebrada e infeliz.

La señora tenía un aspecto más normal, iba vestida con relativo cuidado, pero en su mirada también se advertía algo enfermo, las consecuencias de una lesión del alma. Su entrada en mi despacho fue como la de una ráfaga de viento húmedo y frío.

Hicimos las presentaciones con un ligero malestar, que no desapareció durante todo el tiempo que duró la visita.