Выбрать главу

Dr. Polidory

Lo que habéis hecho esta tarde fue una verdadera estupidez. De milagro habéis salido ileso. Y no puedo evitar sentirme responsable. Quizás en mi carta anterior debí haberos hablado de ciertos asuntos que os darían buenos motivos para permanecer con vida. Ya os he dicho que hay "algo" que tenéis que me es de vital importancia. Y, voy a hablaros sin rodeos, lo que quiero proponeros es un negocio, pues hay otra cosa que yo poseo que, lo sé, es aquello que vos más anheláis. Pero la condición del éxito es, en primer lugar, que ambos permanezcamos con vida y, en segundo lugar, el más absoluto secreto. Lo que habéis hablado con el prefecto Didier pudo, también, haberos costado la vida. Mi querido Dr. Polidori, esto no es un juego. Ya no tengo dudas sobre mi responsabilidad en la muerte de esos dos pobres inocentes. Por momentos temo no poder seguir cargando con el peso del remordimiento. Pero vayamos a lo nuestro.

Es tiempo de que os revele qué es "aquello" que preciso para poder seguir viviendo. Al igual que el agua y el aire, necesito de la simiente que produce la vida y la perpetúa a través del tiempo, aquella semilla vital que pervive a los muertos en virtud de su descendencia y lleva en sí el torrente animal de los instintos, pero también la intangible levedad del alma, los caracteres de nuestros antecesores y el potencial temperamento de los que nos sucederán, aquello que está escrito en la materia del primero de los hombres y que habrá de estarlo también en el último y por los siglos de los siglos, la herencia que nos condena hasta el fin de nuestros días a serlo que fatalmente somos, el irrevocable legado que nos da la vida con la misma insondable predeterminación con que nos la quita. Aquello, en fin, que transporta en su dulce caudal el germen de todo cuanto somos. Aquel fluido germinal que solamente vosotros, los hombres, poseéis. Habréis descubierto ya, mi querido doctor, a qué elemento me refiero. Pues sí, necesito del claro elixir de la vida lo mismo que cualquier mortal necesita del alimento. Con igual intensidad con la que cualquiera de vosotros necesita del agua para no perecer, así preciso yo beber del vital fluido. Ignoro por qué monstruosa razón la única sustancia que puede mantenerme con vida es, justamente, el más puro germen de la vida. Dr. Polidori, habréis de imaginar a qué terrible destino estoy condenada. Ya os he dicho que soy el ser más espantoso que haya existido jamás en la faz de la tierra. De más estaría deciros que no me adorna la gracia de la seducción y que, por el contrario, el solo hecho de someterme a la mirada de un hombre -cosa que afortunadamente jamás ocurrió- provocaría en él la más profunda repugnancia. Os preguntaréis de qué manera me he podido procurar la vital sustancia hasta ahora. Sois un hombre inteligente; de seguro ya lo habréis imaginado. También os he dicho que mi extrema fealdad es inversamente proporcional a la belleza de mis hermanas. Huelga deciros que, desde luego, Babette y Colette me han proporcionado, a expensas de su idéntica hermosura, aquello que mi monstruosidad me impedía procurarme por mis propios medios. Pero me adelanto a deciros que, si durante toda la vida se han tomado este -según se mire- "ingrato" trabajo, no lo han hecho movidas por el amor fraterno ni por el placer que, eventualmente, tal tarea pudiera provocarles. En rigor, sí del deseo de mis hermanas dependiera, ya hubiese muerto hace mucho tiempo. Me reservo para más adelante el revelaros el motivo de la “humanitaria" vocación de Babette y Colette. Es casi pública la fama de mis hermanas. Tal vez, vos mismo habéis escuchado las murmuraciones que sobre ellas corren: rameruelas, cantoneras, zorronas, corta faldas, pencurias, casquivanas, esquifadas y hasta, lisa y llanamente, putas, son algunos de los calificativos que les han endilgado. Quizás hayáis leído con vuestros propios ojos alguno de estos epítetos escrito en la puerta de algún retrete público de París. Y poco hay de cierto. No podría decir que exista en ellas una natural inclinación a la promiscuidad. Sin embargo, es probable que, a causa de la tarea casi cotidiana que las obligaba a salir a conseguir el elixir de la vida, hayan terminado por tomarle gusto o hacerse a la afición. Pero ésos son efectos y no causas.

Ahora que ya os he revelado qué es aquello que vos poseéis, se impone que os hable de la historia de mi familia.

Desciendo de una antigua familia protestante. Quisieron los raros avatares del azar que mis lejanos ancestros emigraran de Francia a Inglaterra y, más tarde, de Inglaterra hacia América. Mi padre, William Legrand, hombre de un frágil equilibrio espiritual, dilapidó tantas veces como rehizo la fortuna que había heredado. Nació en Nueva Orleáns y allí creció sin más preocupaciones que las que puede tener un joven de acomodada posición.

Al morir mi abuelo, mi padre, presa de una de las pestes más devastadoras que sufriera América -me refiero a la letal fiebre del oro-, dilapidó hasta la última moneda que había heredado detrás de sus quiméricas ilusiones. Sin otra compañía que la de su fiel criado -que, por otra parte, era lo único que lo mantenía con los pies en la tierra-, se instaló en la solitaria isla de Sullivan cercana a Charleston, en Carolina del Sur. Dios sabe cómo, al cabo de dos años, volvió a Nueva Orleáns convertido en uno de los hombres más ricos de América. Pero su fortuna duró tanto como el tiempo que separa el relámpago del trueno: entusiasmado por su buena estrella, invirtió la totalidad de su capital en una descabellada expedición al inhóspito Yukon, donde, por añadidura, cerca estuvo de perder la vida.

Pero como si su destino hubiese estado signado por la misma suerte de Lázaro, milagrosamente habría de levantarse, otra vez, de la más paupérrima miseria. Cuando todo parecía indicar que aquél era el fin definitivo de la ancestral fortuna de los Legrand, una mañana llamaron a su puerta. Un lacónico caballero de aspecto medieval y cara de pájaro que se presentó como notario cumplió en notificarle que, no habiendo descendientes directos ni testamento, él, William Legrand, sobrino nieto de un desconocido André Paul Legrand recientemente fallecido en Francia, era el único heredero de todos los bienes del ignoto difunto, a saber: una discreta mansión en el corazón de París con todas sus piezas de arte, joyas y mobiliario, y una suma de dinero suficiente para que pudieran vivir holgadamente, por lo menos, las tres generaciones siguientes.

Habida cuenta de que ya nada lo ataba a la ciudad de Nueva Orleáns -no tenía familia y su entrañable criado, Júpiter, que ni en las peores circunstancias lo habría abandonado, estaba muerto-, mi padre decidió que su nuevo destino habrían de serlas tierras de sus ancestros. La decisión no tardó más que el tiempo que le llevó estampar su firma en el documento que acababa de leerle el notario. Al mes siguiente mi padre llegaba a París. Durante la primavera de 17…, conoció a quien sería mi madre, Marguerite, con la que se casó en la primavera siguiente. No es mucho lo que puedo decir sobre mi madre pues no la conocí. Poco tiempo después -a un año exactamente de su casamiento-, la vida de mi padre habría de convertirse en una pesadilla.

Pero dejaré que el relato corra por su cuenta: os transcribo aquí una carta que mi padre le escribiera a cierto médico en la cual, con desesperada amargura, le relata el comienzo de mi monstruosa biografía.

SEGUNDA PARTE

1

CARTA DE WILLIAM LEGRAND AL DR. FRANKENSTEIN