París, 15 de marzo de 1747 Mi muy estimado Dr. Frankenstein:
Estas líneas son hijas de la desesperación. Mucho me complacería, habida cuenta del largo tiempo que no mantenemos contacto, hablaros de cuestiones más gratas. Sin embargo, debo confesaros que, si decidí llamarme a silencio durante estos últimos tres años, ha sido, justamente, a causa del desgraciado curso que, inesperadamente, ha tomado mi vida. Os suplico que me ayudéis, pues ya no me quedan fuerzas para seguir cargando con esta cruz. Necesito de vuestro sabio consejo y, sobre todo, de vuestra noble discreción. Esta carta es a la vez una confesión, un intento de expiar culpas y un ruego. Tal vez vuestra sabiduría de médico encuentre una salida al siniestro laberinto en que, durante estos últimos tres años, se ha transformado mi existencia. Lo que habré de relataros es lo más espantoso que podría sucederle a un hombre. No me juzguéis como a un pobre loco; aún, al menos por ahora, no lo estoy. Hago votos para que Dios me anime a enviaros esta carta una vez concluida, aunque mucho me temo que el pudor me impida hacerlo. En la última, os daba la buena nueva de que Marguerite estaba encinta. Recuerdo con qué felicidad os relataba el acontecimiento, pues era un anhelo largamente acariciado por mi mujer y por mí. Todo marchaba a las mil maravillas y no había motivos para suponer otra cosa que el más auspicioso de los desenlaces. Sé que estáis enterado de que mi mujer murió durante el parto a causa de ciertas inesperadas complicaciones y también sé que estáis al tanto de que, mientras su vida se apagaba, con heroico renunciamiento y en el límite de sus fuerzas, pudo dar a luz a dos hermosas mellizas. Pero ésa es sólo una parte de la historia. Existen otros acontecimientos que nadie conoce aún y que jamás me he atrevido a revelar pues son tan terribles e inexplicables que, presa del espanto, no he sabido cómo proceder ni a quién acudir.
Trataré de contároslo con tanto detalle como me lo permita el pudor.
Durante la helada madrugada del 24 de febrero de 1744, minutos antes de que un relámpago cadmio anunciara la proximidad de la tormenta más espantosa de la que este siglo tenga memoria, Marguerite -que acababa de entrar en el séptimo mes de embarazo- se despertó sobresaltada. Recuerdo que, aquella noche -ignoro por qué-, la había pasado yo en vela presa de una indefinible angustia que era -hoy lo sé- la señal de los más negros augurios. Tenía la inexplicable certeza de que algo funesto habría de ocurrir. Como si de pronto los acontecimientos comenzaran a adecuarse a mis oscuros temores, mi esposa se incorporó y, apoyada sobre los codos, creyó morir de dolor. Se llevó la palma de la mano al vientre, tal como hacen las mujeres embarazadas cuando presienten la inminencia del peligro. En ese preciso momento sobrevinieron dos hechos a un mismo tiempo, como si uno fuera la causa ya la vez el efecto del otro. Cuando mi esposa posó su mano por encima del camisón, me comunicó su inquietante impresión de que el volumen de su vientre era incomparablemente mayor que al acostarse, hacía apenas unas horas; en ese mismo instante, la casa entera cimbró a causa de un trueno. Intenté tranquilizarme en la convicción de que todo aquello no era más que una falsa percepción, producto de la angustiosa duermevela. De inmediato encendí las velas del candelabro que estaba sobre la mesa de noche y, espantado, pude comprobar que, efectivamente, el vientre sietemesino, que hasta hacía unas horas apenas si sobrepasaba el perfil del exiguo busto de mi mujer, era ahora un abdomen colosal cuyo volumen le impedía juntar una mano con la otra por delante de él.
Jamás sospeché que el abrupto final del sueño de mi esposa iba a ser el comienzo de la más negra de las pesadillas que habrá de atormentarme hasta el último de mis días.
Del otro lado de la ventana, el cielo se cernía sobre el mundo como un ultimátum; la ciudad era una sombra lejana y endeble que parecía implorar piedad, cercada arriba por la tormenta y abajo por el río; París nunca había visto el Sena tan furioso. Las aguas empezaban a golpear con iracundia las escalinatas que bajan a la ribera hasta alcanzar, con su cresta de monstruo, las balaustradas de los puentes.
Sin embargo, si hubiera imaginado lo más terrible que podía sucederle a una embarazada, hasta la fantasía más tenebrosa habría sido benévola comparada con lo que sucedió aquella noche en la que se desató la tormenta más espantosa de la que este siglo tenga memoria.
Caía una lluvia furiosa. Fui hasta la ventana, desempañé el vidrio con la palma de la mano y pude comprobar que la cortina de agua y piedras de hielo hacía imposible ver más allá del alféizar, sobre cuya superficie unas macetas con malvones se deshacían como si fueran atacadas a golpe de hacha. Enfrente, la catedral parecía ser el epicentro del diluvio, como si la furia de Dios se manifestara a través de las tenebrosas bocas de las gárgolas que vomitaban unas pesadas columnas de agua.
Con los ojos llenos de asombro, miraba a mi mujer, cuyo rostro, desde mi perspectiva junto a la ventana, quedaba oculto detrás del gigantesco promontorio del vientre.
Los primeros cinco minutos de la tormenta ya habían hecho estragos. Mi mujer gritaba de dolor. Desesperado envolvía Marguerite en las cobijas y no sin dificultades la alcé en mis brazos.
Pude darme cuenta de que el cobertizo estaba inundado recién cuando sentí el agua que trepaba hasta mis rodillas. Recostada sobre una vieja mesa en desuso, mi esposa parecía morir.
Los caballos relinchaban y corcoveaban echando un vapor blanco y espeso por la boca. No había forma de sujetarlos al coche. Marguerite se retorcía de dolor y ya no quedaba demasiado tiempo. Corrí hasta la puerta y grité suplicando auxilio. Sin embargo nadie, absolutamente nadie, acudió en mi ayuda. Era como si todos los habitantes de París acabaran de ser exterminados por imperio de una súbita peste. El alarido de mi mujer me devolvió de inmediato al cobertizo. Cuando entré, la vi recostada contra la pared, jadeante y envuelta en un tul de sudor helado, intentando detener con sus manos una cascada de sangre que brotaba desde el centro de sus piernas. En otras circunstancias, y si no se hubiera tratado de la mujer que amaba, habría sucumbido al pasmo que me produjo el cuadro. Sin embargo, dueño de una súbita valentía, me arremangué dispuesto a traer a este mundo el fruto que albergaba el vientre de mi esposa.
Con su último aliento, mi mujer, exhausta y pálida a causa de la imparable pérdida de sangre, se esforzaba todo cuanto se lo permitía el exánime vigor de su cuerpo. Impulsado por el más elemental instinto, introduje mi mano y, de inmediato, pude palpar la forma inconfundible de una diminuta cabeza. Me encomendé al Todopoderoso y tiré de ella con delicada firmeza hasta verla asomar entre aquella vertiente de sangre. Cuando todo hacía suponer que con un poco más de fuerza tendría aquel cuerpecito entre mis manos, noté que algo estaba obturando la salida. Giré mi mano con suavidad y entonces pude sentir con absoluta nitidez que, junto a la pequeña cabecita que sujetaba, había otra de idénticas dimensiones. Marguerite exhaló un prolongado suspiro y, para mi completa desesperación, vi que no volvía a respirar. Presa del más amargo desconsuelo, grité con todas las fuerzas de mis pulmones esperando que alguien viniera en nuestro auxilio. Dios sabe cómo, con mis propias manos, traje al mundo a las dos pequeñas.
Las niñas tenían unidas las espaldas por una horrorosa pústula, una suerte de eslabón de carne inciertamente antropomorfo. Para mi completo terror, vi que aquel nexo se agitaba con movimientos propios, se contraía y se dilataba como si estuviese respirando. Cuando levan té a las niñas en mis brazos, se separaron como por accidente, sin que tuviera yo que hacer el menor esfuerzo. Aquella cosa cayó al piso -que estaba cubierto de agua- y se deslizó, flotando, hasta un rincón del cuarto. No pude evitarla viva impresión de que esa entidad estaba animada. Intenté disuadirme con la idea de que su aparente movimiento no respondía a otra cosa que al leve vaivén del agua sobre la cual flotaba. Sin embargo, cuando me detuve a observarlo más de cerca, no tuve dudas de que aquel extraño ser estaba haciendo esfuerzos por mantenerse a flote. Era, entonces pude percibirlo, una suerte de pequeño animal, como un renacuajo, cubierto por una piel grisácea semejante a la de los murciélagos. Hubiera jurado además que esa cosa horrorosa me estaba mirando. Dr. Frankenstein, imaginad el cuadro: mi esposa muerta sobre la mesa, mis hijas en mis brazos, ese fenómeno mirándome con unos ojos llenos de hostilidad y yo solo, completamente solo y sin saber qué hacer. De pronto tuve la inmediata certeza de que la causa de toda mi súbita desgracia no podía ser sino ese ente siniestro que se debatía en el agua. Entonces -aferrando a mis hijas entre los brazos- caminé hasta donde estaba aquel engendro y, aprisionándolo entre la planta de mi pie y el piso, me aseguré de que se ahogara bajo el agua. En ese preciso instante noté que mis hijas empezaban a ponerse moradas y que no respiraban. No tardé en comprender que una cosa era causa de la otra pues, no bien hube levantado el píe liberando del ahogo a esa cosa, mis hijas volvieron a respirar. Aquel pequeño monstruo me miraba ahora con unos ojos llenos de odio. Para mi completo espanto, vi cómo giraba sobre su diminuto eje y, con la velocidad de una rata, se perdía tras las maderas del zócalo.