Mi esposa murió. Mis hijas, a las que bauticé como Babette y Colette, han crecido saludables y hermosas. Aquella pequeña monstruosidad deambula por los sótanos de la casa y rara vez se deja ver. Suelo oírla andar por los subsuelos -la biblioteca y la bodega- y solamente sé de su existencia por sus asquerosos rastros. La he visto disputarse su comida con las ratas. Aunque nunca más he vuelto a verla, sé que permanece viva porque mis hijas aún respiran. Muchas veces, mientras intentaba dormir, he sospechado su ominosa presencia acechándome desde la oscuridad y aún temo una despiadada venganza. Sé que me odia.
Una nodriza se hizo cargo de alimentara las niñas y, desde hace un año, un aya se ocupa de educarlas. Las mellizas han crecido llenas de salud y son de una belleza tan idéntica que aún hoy me cuesta distinguir a una de la otra.
La carta se interrumpió abruptamente en la mitad del papel. Polidori miró el reverso de la hoja comprobando que ya lo había leído. En la siguiente página Annette Legrand retomaba la palabra.
2
Como la sola idea de la confesión lo llenó de pudor, mi padre decidió compartir el peso del secreto sólo con mis hermanas y la carta que comenzara a escribir a su amigo quedó inconclusa. La tomé del cesto de papeles. Ahora habréis de comprender por qué razón mis hermanas se han preocupado en mantenerme con vida.
Dr. Polidori, como podréis imaginar, los hechos que confiesa mi padre están cautamente tamizados por la vergüenza y, pese al tono de dramático mea culpa, apenas revelan una parcialidad de la historia. Y no lo condeno. Pero, desde luego, pese a su lastimero alegato cargado de martirio, jamás habré de perdonarle el confesado hecho de que haya querido asesinarme. En verdad os digo que no guardo un profundo aprecio por la vida. Si aún no he muerto, desde luego que no lo debo al amor de mi padre ni al fraternal cariño de mis hermanas. Conservo una férrea memoria de mis días de infancia. A nadie acuso de haberme condenado a una inexistencia civil de hecho. A ninguna otra cosa que a mi propia voluntad de retiro atribuyo mi absoluto anonimato. Desde muy pequeña sentí un irrevocable afán de soledad y siempre tuve una necesidad -casi fisiológica- de permanecer en sitios oscuros y silenciosos. De mis rivales, las criaturas de las profundidades, he aprendido casi todo. De las ratas, la voraz apetencia por los libros; de las cucarachas, el penetrante poder de observación; de las arañas, la paciencia; de los murciélagos, el sentido de la oportunidad; de las lauchas, a recorrer distancias inconmensurables por las entrañas de las tinieblas. Conozco París mejor que el más orgulloso de los parisinos. Sé de los pasadizos y corredores que atraviesan la ciudad de extremo a extremo, a uno y otro lado del Sena y, si mi interés hubiera sido el dinero, podría haber robado cien y mil veces los tesoros napoleónicos.
Desde muy pequeña sentí la viva necesidad de permanecer cerca de mis hermanas. Quizás, a causa de nuestra condición de siamesas, de nuestra germinal e íntima comunión carnal y, tal vez, con el afán de velar por su salud -después de todo, también mi vida dependía de la de ellas- jamás pude llevar una existencia completamente independiente, como si, efectivamente, continuáramos siendo un mismo ser dividido en tres partes. De modo que, cuando éramos todavía muy pequeñas, mientras la institutriz, con infinita paciencia, se desgañitaba enseñándoles el alfabeto a mis hermanas -que por cierto nunca tuvieron demasiadas luces, porro decir que eran lisa y llanamente dos idiotas-, yo permanecía del otro lado de la reja de la ventilación, escudriñando desde la penumbra. Así aprendí a leer y a escribir. También, desde muy pequeña, decidí que mí lugar en la casa eran los subsuelos: la biblioteca y, más abajo todavía, la bodega. Mi padre había heredado la fabulosa biblioteca de mi tío, André Paul Legran d, cuya pasión por los libros superaba holgadamente el espacio destinado a la biblioteca: la segunda planta de la casa. Sin embargo mi padre decidió que aquellos innumerables ejemplares eran un verdadero estorbo que no hacían más que quitar espacio e hizo trasladar todos los volúmenes, sin orden ni criterio, a los sótanos de la casa.
Era una biblioteca verdaderamente bella. Una luz mortecina que bajaba desde las claraboyas en tenues y solemnes conos le confería un aspecto que se diría extrañamente sagrado, una suerte de basílica pagana, una lujuriosa y dionisíaca catedral que, ruinosa y abandonada, se me ofrecía -sólo para mí- como el más tentador de los pecados. El dulce perfume del papel humedecido, el cuero de los lomos, las hojas arrancadas a dentelladas por las ratas, los gusanillos y la invasión del hongo sobre la letra otorgaban a los libros una apariencia de animal muerto, del cual se nutrían innumerables y antagónicas bestezuelas (Dr. Polidori, quien escriba con ánimo de trascender se interna por mal camino). Y en medio de ese sordo combate, también yo, animal carroñero, quería mi parte. Fue una larga y denodada lucha contra las ratas, que parecían obstinadas en devorarse exactamente aquella lectura que yo me reservaba con más fruición. Tenía que ser veloz, leer tan rápido como me fuera posible, antes de que mis rivales acabaran con mi lectura. Era una lucha desigual, pues tenía que batirme sola contra no menos de cien roedores. Bastaba con que un libro despertara mi interés, para que ése y no otro fuera inmediatamente atacado. Y precisamente los libros que más placer le habían dado a mi espíritu, esos que quería conservar con más ansias, eran las presas predilectas de mis voraces enemigas. No había escondite que no encontraran, ni barrera que no pudieran superar. Fue entonces cuando descubrí que si las ratas eran más sabias que yo, no tenía otro camino que aprender de su ancestral sabiduría. Si los libros estaban condenados a ser pábulo de las bestias, yo iba a ser la más predadora de las fieras. Leía durante días enteros. Cada página que concluía la arrancaba de inmediato y me la engullía de un bocado. Pronto aprendía distinguir el sabor y las diferencias nutritivas de cada autor, de cada texto, de cada una de las escuelas y corrientes. Y en mi infatigable lucha contra las ratas, cuanto más me parecía a ellas, tanto más, por primera vez, me sentía infinitamente humana. Así como el hombre, en su evolución, pasó de la comida cruda a la cocida, de igual manera hice mi propio progreso: de devorar, pasé a comer. Y, habida cuenta de la vecindad con la bodega, que además estaba tan bien nutrida como la biblioteca, descubrí que para cada autor había un vino y no otro.