En el curso de mis primeras comidas, he almorzado una antigua edición del Quijote en español; aquella misma noche, entusiasmada con el Manco de Lepanto, cené las Novelas ejemplares y, al día siguiente -tal fue mi fascinación por el hallazgo- me devoré, a guisa de desayuno, una bonita edición del Hidalgo Caballero en francés que, por cierto, tuve que disputarme con las ratas en una pelea cuerpo a cuerpo. Proseguí con un delicioso ejemplar de la primera edición de los Padecimientos del joven Werther y una orgiástica cena de Las mil y una noches. Habiendo ya devorado los Ensayos de Montaigne, buen provecho me hicieron Phillipe de Commines, la marquesa de Sévigné y el duque de Saint Simon. Conservo aún las tres últimas páginas del Decamerón y las últimas de Gargantúa y Pantagrueclass="underline" tanto gusto me dan queme resisto a terminarlas. Engullí Los besos de Juan Segundo Everardi junto con Ariosto, Ovidio, Virgilio, Catulo, Lucrecio y Horacio. Llegué, incluso, a degustar el indigesto aunque no menos delicioso Discurso del método seguido del Tratado de las pasiones del alma. Como habéis de inferir no tengo la virtud de la relectura. Sin embargo, soy dueña de lo que me atrevo a definir como memoria del organismo: además del ingrato don de recordarlo todo -podría recitaros La odisea de principio a fin-, lo que no sin cierta vulgaridad suele llamarse el saber se ha instalado, no en mi espíritu como una suma de conocimientos sino en mi cuerpo como un cúmulo de instintos en el sentido más animal del término. La literatura es mi modo natural de supervivencia. Dr. Polidori, os recomiendo seriamente que hagáis la prueba: comed lo que leáis.
John Polidori estaba maravillado. Muchas veces se había reprochado su cortedad de memoria. Cuántas hubiese querido recitar tal o cual verso en aquellas circunstancias que se presentaban como las propicias. Pero era la suya una memoria conceptual y no literal; podía recordar la idea precisa pero le era imposible adecuarla a la métrica y a la rima con que tal poema había sido concebido. Las veces que había intentado cautivar a un eventual auditorio se había extraviado, con ridícula actitud declamatoria, en presuntos versos que jamás terminaban de rimar y cuya métrica convertía los endecasílabos en larguísimas construcciones de hasta veinticuatro sílabas. Como había traído consigo La excursión, de William Wordsworth, la consideró una buena oportunidad para iniciarse. Leyó ávidamente la primera página, la arrancó de cuajo, la estrujó entre los dedos y se la llevó a la boca. No resultaba fácil masticar la reseca factura del papeclass="underline" era duro y las aristas le lastimaban la boca. En un primer intento, no pudo siquiera pasarlo por la garganta. Se consideraba a sí mismo como una suerte de rumiante; aquel miserable papel jamás acababa de ablandarse. Finalmente, después de varios intentos abortados por las náuseas, consiguió tragarlo. Ahora, mientras la hoja bajaba por el esófago, se sentía como una boa luego de devorarse un cordero íntegro. Insistió con la segunda página. A partir de la quinta, aquello le resultaba tan fácil como beber caldo. Ya en plena gula, allá por la página noventa y tres, Byron abrió la puerta del cuarto de su secretario inesperadamente y sin anunciarse. Ambos se quedaron petrifica dos mirándose el uno al otro. Polidori tenía la boca repleta de papeles que aún asomaban desde los labios anegados en una saliva negra de tinta y sostenía sobre su falda lo que quedaba del libro: las portadas y unas raquíticas hojas. Terminó de masticar y tragó ruidosamente intentando disimular lo indisimulable. Antes de girar sobre sus talones y salir por donde había entrado, Byron susurró:
– Bon appétit.
Por toda respuesta Polidori soltó un eructo involuntario, seco, áspero y demasiado escueto para constituir una opinión literaria.
3
Durante el curso de mis subterráneas excursiones he dado por azar con uno de los más increíbles hallazgos que, no lo dudo, ha tenido para mí el valor de una verdadera revelación. En los pasadizos adyacentes al estrecho túnel que, por debajo del Sena, une Notre Dame con Saint-Germain-des-Prés, con frecuencia creía percibir el cercano -y para mí irresistible- perfume del papel y la tinta que, a juzgar por su intensidad, se adivinaba en cantidades orgiásticas. No era, sin embargo, el olor de la tinta de imprenta sino el inquietante y para mí inconfundible aroma que tienen los manuscritos. No me fue difícil hallar el pasaje que, finalmente, me condujo a la fuente de tan tentador perfume. Se trataba, según pude inteligir, de los sótanos pertenecientes a la Librería Editorial Galland.
Frente a mis ojos tenía el tesoro más deslumbrante que me haya sido dado ver: cientos de miles de manuscritos que se apilaban desde el piso hasta el techo. Tardé en comprender su valor. No se trataba, como de seguro habréis de suponer, de los originales que habían visto en forma de libro la luz de la gloria y la posteridad, sino, muy por el contrario, de aquellos que cargaban la condena más atroz con que se puede castigar una obra: sobre la porrada todos llevaban un sello rojo que rezaba, lapidario, "IMPUBLICABLE". Si pudiera describiros las maravillas que me fueron reveladas en aquellas páginas condenadas a muerte antes de nacer… Os aseguro que la historia de las letras de Occidente habría sido otra y más gloriosa si tan sólo algunas de estas páginas, en lugar de otras ilustres, reconocidas y consagradas, hubiesen visto la luz de la publicación.
Interesada en saber quién era el ignoto juez de las letras, aquel que decidía por nosotros, lectores, y por la posteridad de los escritos y sus autores, he podido conocer a uno de los más oscuros y descabellados personajes que habitaron la entraña de la tierra.
El hombre responsable del fallo sobre los manuscritos presentados ocupaba un sórdido despacho del subsuelo de la librería. A sus espaldas se alzaba una máquina de dimensiones gigantescas que ocupaba casi por completo la superficie de la planta. El anónimo juez había hecho, quizá, la más escrupulosa clasificación de las grandes novelas universales. Había contado, palabra por palabra, descomponiendo y numerando cada elemento sintáctico y gramatical, desde los lejanos relatos orientales como el Genji Monogatori de Murasaki No Shikibu, el Kalila y Dimma, pasando por el Satiricón de Petronio, La historia del cavallero de Dios que había por nombre Cifar, hasta el Quijote y las Novelas ejemplares y, desde luego, Boccaccio,
Quevedo, Lope de Vega, Defoe y Swift, Lasage, Lafayette y Diderot. De acuerdo con tales modelos, había descompuesto todos los elementos cuantificables de cada novela -cantidad de páginas y de palabras, peso, artículos, sustantivos, adjetivos, adverbios, preposiciones, etc., etc., etc.- y había calculado los promedios correspondientes. Había considerado, además, los componentes no cuantificables, que dio en llamar de modo genérico, los "contenidos espirituales" que habitaban las páginas de los libros. Decidió que también era posible objetivar tales elementos sometiendo los ejemplares a diferentes tratamientos. Así, por ejemplo, los expuso al empuje de enormes prensas, a temperaturas elevadas, al vapor, a movimientos bruscos, etc., y por este camino descubrió que aquellos libros que más habían perdurado en la memoria de los tiempos eran los que, casualmente, no habían modificado su peso después de tales procesos. Tomando esta peculiaridad como ley general, ideó la que dio en llamarla máquina lectora.