Выбрать главу

Fue entonces cuando me descolgué de la rejilla de la ventilación y con mis últimas fuerzas me sumé al trío. Babette se aseguró de que la venda estuviera bien sujeta y ocultara por completo los ojos del maestro. En el momento exacto, Colette me ofreció lo que sujetaba entre las manos y entonces bebí hasta la última gota de aquel delicioso elixir de la vida que manaba caliente y abundante. Y conforme bebía, podía sentir cómo mágicamente mi cuerpo volvía a llenarse de vida, de aquella misma vida que llevaba en su torrentoso caudal el germen de la existencia misma.

Para cuando monsieur Pelián se hubo quitado la venda de los ojos, yo estaba, otra vez, en mi anhelada biblioteca. Atónito, el maestro pudo ver que aquellas dos pobres almas que hasta hacía unos momentos desfallecían, presentaban ahora un aspecto rebosante, las mejillas sonrosadas y llenas de vitalidad.

Cuando mi padre entró en el cuarto y vio a sus hijas completamente restablecidas, abrazó a su amigo, besó sus manos ya punto estuvo de hincarse a besarle los pies.

– Ahora estoy seguro de no equivocarme: eres William -dijo enigmático monsieur Pelián, quien, agotado y confundido, no estaba dispuesto a reiniciar el juego.

6

Durante aquellos lejanos años, Pelián nos procuró el dulce elixir de la existencia ignorando que era el benefactor de nuestras vidas. Así Babette y Colette crecieron en igual proporción a su belleza y pronto fueron dos hermosísimas mujeres.

En la hora de su ocaso viril, mis hermanas supieron también sacar buen provecho del viejo y ya carente de atractivo monsieur Pelián. El maestro de piano tenía muchas y muy buenas amistades en los círculos más selectos del teatro. Bajo su padrinazgo, y viendo que las mellizas tenían mejores dotes histriónicas que musicales, mis hermanas pudieron ingresar sin mayores obstáculos a la compañía Théátre sur le théátre, cuya acogedora sede estaba en los altos de un pequeño teatro sobre la rue Casimir-Delavigne.

Mi padre no veía con buenos ojos la incursión de sus hijas en aquellos ámbitos que sospechaba poco sanctos. Sin embargo, a instancias de su viejo amigo Pelián, acabó por aceptarlo aunque, al principio, a regañadientes. La compañía estaba dirigida por monsieur Laplume, hombre cuyo profesional criterio se veía empañado por su incoercible afición a las mujeres. Y, en efecto, el director no tardó en caer rendido ante las idénticas bellezas de Babette y Colette. Varios años más joven que monsieur Pelián, mis hermanas encontraron de inmediato al sustituto perfecto del ya decrépito maestro de piano.

Si bien las mellizas hallaron en la nueva amistad un amante fogoso y atractivo con quien se sentían a gusto, no era menos cierto el carácter utilitario de la relación: no solamente tenían asegurada con frecuente regularidad la dosis vital, sino que muy pronto habían ascendido los casi siempre arduos peldaños de la dramaturgia hasta ocupar los lugares de las primeras actrices. Y ciertamente, el tiempo que habían demorado en transitar el camino desde el llano hasta la cúspide había sido breve aunque mayor que sus respectivos talentos. Mis hermanas no tardaron en ganarse la indignada antipatía del resto de las integrantes de la compañía y, en proporción inversa, la fascinada admiración del sector masculino. Como quiera que fuere, siendo extremadamente jóvenes, las mellizas Legrand ya se habían convertido en actrices famosas. Seducir hombres no representaba para ellas ninguna dificultad; por el contrario, eran numerosísimos los galanes que las cortejaban y, por cierto, hasta formaban largas filas en las puertas de los camarines o se agolpaban bajo las marquesinas a la salida de los teatros. Y, como ya habréis de imaginar, habría de llegar también, lo inevitable.

Sucedió, como era de esperarse ante la súbita fama, que empezaron a llegarles numerosas propuestas de matrimonio. Monsieur Laplume llegó a expulsar a puntapiés a los pretendientes que, cargando ramos de flores y regalos, formaban fila frente a la puerta del camarín de mis hermanas. Pero por mucho que se esforzó, el irascible director no pudo evitar que, finalmente y casi al mismo tiempo, sendos galanes robaran sus corazones. Las Legrand se habían enamorado de dos jóvenes hermanos.

De pronto me había convertido yo en el más odioso de los obstáculos. No solamente porque no se mostraban en absoluto dispuestas a compartir conmigo el líquido producto del amor de sus enamorados, sino que, además, el anhelado matrimonio se convertía, en los hechos, en una ilusión de imposible cumplimiento. Por fuerza, y muy a nuestro pesar, estábamos obligadas a permanecer unidas. ¿Cómo pensar en formar hogares separados? Mis hermanas consideraron seriamente la posibilidad de confesar a sus respectivos pretendientes todo acerca de mi monstruosa existencia. Pero, ¿cómo estar seguras de que no huirían espantados frente ala horrible revelación de que, en realidad, ellas mismas eran parte de una monstruosa trinidad? Y aun superando este último escollo, ¿cómo saber qué clase de descendencia serían capaces de darles a sus futuros maridos? ¿Y si, acaso, perpetuaran en la Tierra una nueva raza de monstruos iguales a nosotras? El odio hacia mi persona se hizo tan intenso que, no lo dudo, de no significar su propio fin, me hubiesen matado sin más ni más. Y no las culpo.

Dr. Polidori, no tengo palabras para explicar el tormento y el sentimiento de culpa que esto me produjo. Y, lo digo sin espíritu de mártir, si mi muerte no tuviese consecuencias, yo misma me habría quitado la vida. Pero no es mi intención dramatizar.

Mis hermanas tomaron la más cruel de las decisiones. No tenían otra alternativa que renunciar definitivamente al amor. Pero, por la misma razón, no podían renunciar al sexo. Así rompieron intempestivamente sus compromisos sin dar explicaciones, condenándose a un eterno calvario. Es mi obligación, entonces, decir en favor de mis hermanas frente a las murmuraciones que deshonran su fama pública, que su vida injustamente tildada de “ligera” es, en realidad, la cara visible del más puro y difícil acto de renunciamiento: la resignación al amor. En este acto de paradójico ascetismo se explican la fugacidad, ligereza y falta de compromiso en sus relaciones sentimentales. De modo que si mis hermanas se veían obligadas a trabar amistad con hombres de baja calaña y carentes de cualquier adorno espiritual u otro atractivo que no fuera el meramente camal, lo hacían con el único propósito de huir del amor.

Dr. Polidori, si me permito revelaros algunas intimidades de la vida de mis hermanas, lo hago con el solo propósito de lavar su mancillada reputación. Dicho esto y salvado su buen nombre y honor, me abstendré de ventilar otros episodios. Solamente me detendré en aquellos que hacen a lo que a nuestros asuntos -los vuestros y los míos, Dr. Polidori- concierne.

7

Sin embargo, mi querido doctor, los años no han pasado en vano. Os ahorraré el largo relato de nuestras biografías. La antigua lozanía de mis hermanas se vio derrotada por el paso del tiempo. Aquellos bustos magníficos y erguidos fueron perdiendo volumen y consistencia, hasta convertirse en sendos pares de magros colgajos. Los cuartos traseros, tradicionales emblemas que bien podrían haber sido los motivos del bastión heráldico de las Legrand, se transformaron en unos adiposos despojos. Y no había afeites ni lociones que pudieran disimular las profundas arrugas que, cada día, se obstinaban en multiplicarse. Ya los baños de leche tibia no alcanzaban para borrarlas manchas seniles que salpicaban, progresivamente, la antigua piel, tersa y como de porcelana, de la que otrora se enorgullecían: era ahora un lienzo con la textura de un paquidermo. De a poco, las decenas de rozagantes mozos empezaron a desertar. Los más antiguos y fieles amantes fueron perdiendo el vigor viril hasta extinguirse por completo o, en el peor de los casos, morirse de viejos. En resumidas cuentas, mis hermanas estaban ya decrépitas y ni ofreciendo dinero podían servirse de un hombre, pues no conseguían, siquiera, elevar los ímpetus varoniles. Por otra parte, tenían que cuidarlas formas, porque, como os imaginaréis, una cosa son los siempre dudosos y refutables rumores y muy otra la exhibición pública e indiscriminada. Dr. Polidori, habíamos llegado a la agonía, pues durante semanas no conseguían traer a la casa ni una gota de la vital simiente. Y, lo relato llena de pudor ajeno, mis hermanas han llegado a disfrazarse de pordioseras y echarse a los burdeles de las calles vecinas y revolver entre los desperdicios de los prostíbulos más miserables en busca de condones que contuvieran, aunque más no fuera, una gota del dulce y blanco germen de la vida. Desde luego, no era suficiente: era como calmarla sed de un beduino perdido en el desierto con una lágrima nacida de su propia desesperanza.