Выбрать главу

Nos estábamos muriendo.

TERCERA PARTE

1

PRIMERA VÍCTIMA

París se había convertido en una ciudad hostil y peligrosa. Francia recordaba a las mellizas Legrand y, aun siendo como eran, viejas y decadentes, todavía eran reconocidas por los viandantes. Y, si bien aquella fama de casquivanas siempre les había otorgado un cierto glamour y el halo de misterio que nace del rumor, tampoco podían exhibirse como un par de ancianas ninfómanas, desesperadas por conseguir un hombre en los suburbios parisinos. De modo que, en la certeza de que bajo tales circunstancias lo más sabio era el anonimato, decidieron abandonar París.

¡A qué humillaciones no me vi sometida cada vez que debíamos emprender un viaje! Con el solo propósito de no hacer pública mi monstruosa persona, mis hermanas habían comprado una jaula de viaje para perros. ¡Cuántas horas de encierro he debido padecer en aquella celda que apenas si podía albergar mi sufriente -permítaseme la licencia- humanidad! ¡Qué distancias no he soportado en el portaequipajes de un carruaje o, peor aún, en la infecta bodega de un barco, viajando en la ingrata compañía de las bestias!

Recorrimos casi todas las grandes ciudades de Europa. Mis hermanas albergaban la ilusión de conocer sendos galanes que pudieran pro-curarnos aquello que necesitábamos y aspiraban a una vida de sosegado anonimato y reposada felicidad. En fin, aquello a lo que aspira toda mujer soltera. En la elegante Budapest, nuestro primer destino, pasearon por la tarde sus franceses abolengos a lo largo de la ribera del Danubio, sobre la señorial margen de Buda, y acabaron por la noche, cargando desesperadas su humillación y recogiendo condones en las puertas de los burdeles de las sórdidas orillas de Pest. En Londres tuvieron peor fortuna; en Roma fueron víctimas de las más crueles humillaciones; Madrid, una calamidad. En San Petersburgo estuvieron cerca de morir congeladas. Entonces se dijeron, con sensato y cruel criterio, que el mejor destino al que podían aspirar no eran las grandes ciudades sino la tranquilidad del campo: si los solitarios pastores desquitaban sus instintos, forzados por la obligada abstinencia, en sus pestilentes ovejas, cómo no iban a recibirlas, al menos, con alguna benevolencia. Mis hermanas admitían su decrepitud, pero por muy corroídas que estuvieran, se dijeron, no podían perder en la comparación con unas malolientes cabras. Pero corno la precaución siempre es buena consejera, por las dudas, aprendieron a balar.

2

Así, decidimos instalarnos en una bella y modesta casa en los Alpes suizos.

Me inclino a pensar que la primera víctima fue, en rigor, producto de una trágica conjunción entre necesidad de supervivencia y lujuria.

El casero de nuestra modesta residencia era un hombre joven y, por cierto, muy apuesto: un campesino fornido hijo de galeses, cuyos rústicos modales le conferían un atractivo casi salvaje. Derek Talbot, tal su nombre, tenía su pequeña vivienda a poca distancia de nuestra casa. Desde la ventana, mis hermanas solían contemplarlo ocultas tras las flores del alféizar. A causa, quizá, de su agreste inocencia y de la relación casi arcaica que conservaba con la tierra, solía quitarse la camisola para cortar el césped, cosa que despertaba nuestra -digámoslo así- inquietud, pues tenía un torso que se hubiera dicho esculpido por las manos de Fidias y unos brazos fuertes que denunciaban una solidez física de animal. Cada vez que arremetía con las tijeras, sus músculos se dilataban de un modo obsceno y no podíamos evitar representarnos su miembro, que imaginábamos tan agraciado y solícito para la erección como lo eran sus brazos para el trabajo. Pero a la natural excitación se sumaba la desesperada necesidad de conseguir, por cualquier medio y de quien fuese, el vital fluido. Yo, por mi parte, por mucho que intentaba distraerme en la lectura, no podía disuadirme de la anhelada imagen de ver surgir el blanco elixir de la vida con la fuerza de un torrente de volcánica lava porque se me aparecía con la insistencia inopinada de los malos pensamientos. Y entonces la boca se me hacía agua de sólo imaginarme bebiendo de aquella tibia fuente hasta la saciedad. Además, la obligada abstinencia me había ocasionado, al igual que a mis hermanas, una terrible debilidad que pronto habría de convertirse en agonía, a menos que me fuera proporcionado el dulce elixir.

Pese a la urgencia y la fatiga, mis hermanas tenían que proceder con suma cautela. La primera estrategia que urdieron fue, cuanto menos, ingeniosa. De sus épocas de estrellato guardaban una vieja acuarela publicitaria que solían mirar llenas de nostalgia. En ella aparecían, jóvenes y deslumbrantes, completamente desnudas y besándose mientras se acariciaban mutuamente los pezones. La idea consistía en dejar, como al descuido, un sobre con la acuarela en su interior a la vista de Derek Talbot. Había dos alternativas. La primera y la más ambiciosa era que la lasciva ilustración despertara en él el deseo por las protagonistas de la escena que, si bien correspondía a épocas lejanas de dorada gloria, a pesar del paso del tiempo, no dejaban de ser las mismas. Y así, quizá, reconociendo en mis hermanas algún vestigio de su pasado esplendor, se rindiese en las actuales personas de Babette y Colette a los pretéritos encantos de la acuarela. La segunda era que, habida cuenta de la obligada abstinencia a que lo sometía el aislamiento, Derek Talbot se viera inducido a prodigarse una íntima satisfacción a sí mismo y entonces, inmediatamente después y de acuerdo a un sincronizado ardid, nos apoderaríamos de la preciada materia del éxtasis.

3

Aquella misma tarde, mientras el casero terminaba las tareas de jardinería, Babette entró en la casa y dejó la lámina sobre la mesa de noche. La casa tenía un tejado a dos aguas y desde la claraboya podía verse, justamente, la cama de Derek Talbot. Había entrado la noche cuando mi hermana Babette trepó subrepticiamente por la escalerilla hasta la pequeña claraboya. Colette, según lo planeado, se asomó ala ventana de nuestra casa, desde donde podía ver la lejana silueta de Babette cortada contra el cielo como una vieja gata en celo.

El joven casero se había quitado ya la ropa cuando, al sentarse en el borde de la cama, encendió el candil y entonces descubrió en la mesa de luz el sobre desde cuyo interior asomaba parte de la acuarela. Al otro lado de la claraboya, Babette pudo ver cómo el casero examinaba sorprendido el anverso y el reverso del sobre y, lleno de curiosidad, trataba de inteligirla parte de la figura visible del papel. Sabía que aquello no era para él, pero tampoco podía sustraerse a la curiosidad. Tiró un poco más de la hoja y, entonces, creyó reconocer el rostro que acababa de quedar al descubierto. Tardó en comprender que aquella cara inciertamente familiar correspondía a la de una de las mellizas, cosa que confirmó inmediatamente cuando, habiendo tirado un poco más del papel, descubrió el otro rostro idéntico y simétrico al primero. Mi hermana Babette vio cómo Derek Talbot ponía los ojos como dos monedas de oro al retirar por completo la acuarela. Babette contemplaba la escena con una mezcla de ansiedad y excitación que se hicieron manifiestas cuando el casero se tendió sobre la cama dejando ver su miembro que empezaba a apuntar hacia el norte, mientras miraba la acuarela. Su mano se empezó a deslizar tímidamente y, como impulsada por una voluntad independiente o, más bien, contraria a la suya, alcanzó sus ciegos testigos. Babette sonrió con una expresión hecha de lascivia y apetencia, al tiempo que se humedecía los labios con la lengua como un animal de presa que se aprestara a saltar sobre su víctima después de un largo ayuno. Derek Talbot posó la pintura sobre la almohada y con la otra mano, ahora libre, comenzó a frotarse suavemente el glande que había quedado completamente descubierto. Mi hermana, en puntas de pie sobre la pequeña cornisa, se levantó las faldas y humedeció sus dedos mayores con una saliva espesa: con uno se prodigaba unas levísimas caricias en torno del pezón -que se había puesto duro y prominente- y con el otro comenzó a circunvalar el perímetro de los labios mudos. Se acariciaba con la misma cadencia con que el joven casero iba y venía con su mano alrededor del grueso mastuerzo. Mi hermana contenía o bien apuraba el ritmo de acuerdo al tempo que adivinaba en la expresión de Derek Talbot. No quería alcanzar el éxtasis ni antes ni después que el casero. En el mismo momento en que él se disponía para un orgasmo que se auguraba prodigioso en deleites y más que profuso en abundancia del anhelado fluido, acontecieron dos hechos a un tiempo. Por una parte, contra su voluntad, los ojos del casero se posaron en el Cristo que vigilaba sobre la cabecera de su cama y, como si de pronto se hubiese visto sorprendido en toda su vileza, sintió que el índice de Dios lo amenazaba, Todopoderoso y Condenatorio, con mandarlo al más profundo de los infiernos. Aterrado, el casero se detuvo, arrojó la lámina por los aires y cubriéndose el sexo -que en un suspiro había vuelto al más diminuto de los reposos- empezó a santiguarse e implorar perdón. Mi hermana, con una mueca de congelado desconcierto, se quedó, rígida como estaba, medio en cuclillas, con un dedo metido en sus cavernosos antros y el otro a mitad de camino entre la boca y el pezón. Parecía señalarse como si se dijera: `Heme aquí, la más imbécil". Si una escultura tuviese que representar la decadencia, allí estaba mi hermana, Babette Legrand, a la intemperie nocturna, cual estatua viviente y patética, con su trasero decrépito al viento. Por otra parte, como si fuese poco, Derek Talbot, furioso consigo mismo, golpeó con toda la fuerza de sus puños la mesa de noche, con una decisión tal que el pesado candelero fue despedido con la violencia de una munición, hasta dar contra el marco de la pequeña claraboya. El ventanuco giró sobre su eje transversal abriéndose brutalmente de suerte tal que golpeó en la mandíbula de Babette quien, exánime, cayó sobre el vidrio que obró de plano inclinado haciendo que la humanidad de mi hermana se deslizara hacia el interior de la casa. Tiesa, despeinada yen la misma posición en la que estaba, se despeñó en una caída tumultuosa. El casero, aterrado, pudo ver cómo aquella maldición de Dios se acercaba desde el cielo como un cometa devastador y obsceno -pues el dedo aún permanecía metido allí- y apenas pudo protegerse cuando Babette se estrelló contra él.