Mi hermana Colette, que esperaba la señal desde nuestro balcón, no pudo comprenderla efímera escena que se había presentado a sus ojos, aunque, a juzgar por el lejano estrépito, sospechó que algo había salido mal. Corrió escaleras abajo, tomó el rifle que descansaba sobre el hogar, cruzó la puerta y, cual guerrero, se perdió en la noche en dirección a la casa vecina. Aquél iba a ser el principio de la tragedia.
4
Colette, rifle en mano, entró en la casa como un justiciero. A tontas ya locas, apuntó hacia adelante y entonces, justo en la línea de la mirilla, pudo ver al casero, desnudo y aterrorizado, junto a nuestra hermana Babette, que, confusa y desequilibrada, intentaba incorporarse.
Presa de la desesperación, mis hermanas, sin dejar de apuntar al pobre casero, lo ataron por las muñecas a la cabecera de la cama y por los tobillos al rodapié. Por las dudas descolgaron el Cristo y se dispusieron, como fuera, a extraer del cuerpo del joven el néctar de la vida.
Derek Talbot, desnudo y aterrado, vio cómo mi hermana Colette le acercaba el rifle a la sien y con una mezcla de furia, excitación y desesperada urgencia, lo conminaba a colaborar. Mis hermanas se habían transformado, súbitamente, en un par de vulgares ladronas. Sin embargo, mi querido Dr. Polidori, como habéis de imaginar, era el suyo, cuanto menos, un extraño -y por cierto difícil- botín. El trabajo de ladrón lo imagino fáciclass="underline" si bajo las mismas circunstancias, un dúo de improvisados ladronzuelos hubiesen querido llevarse dinero u objetos, podéis suponer que habría sido una tarea sencillísima. Aun si la víctima tuviera que ser obligada a revelar el lugar del pretendido objeto, bastaría con amenazarla firmemente y con viva convicción. Y, de hecho, sospecho que un rifle apuntado certeramente ala sien es una razón suficientemente persuasiva. Pero, de pronto, mis hermanas descubrieron que era el suyo el más difícil de los botines. Es obviamente posible sustraer objetos; pueden, incluso, arrancarse confesiones, súplicas o lágrimas. Pero, ¿cómo apoderarse de aquello que ni siquiera está gobernado por la propia voluntad de la víctima? Las mujeres -y en esto no me incluyo- pueden simular placer y hasta un actuado paroxismo. Pero a vosotros, los hombres, os está vedada la simulación. ¿Cómo actuar una erección cuando, por la razón que fuere, la voluntad de vuestro socio se niega a acompañaros en la empresa? Y mucho menos aún podéis simular el regalo del viril maná. Pues precisamente ésta era la desesperada situación a la que se veía confrontado Derek Talbot: cuanto más lo conminaban a que entregara el preciado tesoro, tanto menos podía cumplir con tales peticiones y, lejos de alcanzar siquiera una modesta erección, presentaba una vergonzante inutilidad que convirtió a aquel magnífico guerrero enhiesto, que hasta hacía unos minutos se erigía brioso y rampante cual león, en una suerte de tímido roedor que apenas asomaba la cabeza desde la madriguera de su piloso pubis. Mis hermanas comprendieron que mientras mayor fuera la exigencia sobre el joven casero, tanto menores habrían de ser las posibilidades de conseguir su propósito. De hecho, el panorama que se presentaba a los ojos de Derek Talbot no se diría precisamente voluptuoso: dos ancianas fuera de sí, una apuntándolo cual forajido y la otra, magullada y confundida, paseándose a la deriva por el cuarto, dándose de bruces contra las paredes. Colette decidió cambiarla estrategia. Primero se cercioró de que las cuerdas que aseguraban las muñecas y los tobillos del casero estuviesen firmemente sujetas, después dejó el rifle apoyado contra la pared, caminó hasta el espejo y se miró largamente. Se compuso un poco los cabellos y, sin proponérselo, adquirió de pronto el viejo talante sensual con el cual solía arreglarse frente al espejo del camarín cuando, en la primavera de su vida, se disponía a salir al escenario. Creyó ver en aquellos ojos claros -enmarcados ahora en unos párpados hechos de arrugas- algo de la antigua sensualidad. Bajó su mirada hasta su propio busto y se dijo que, pese al rigor de los años, no se veía del todo mal o, en último caso, que aquel corsé que comprimía donde sobraba y rellenaba donde faltaba le confería una apariencia -por ilusoria que fuera- no del todo desdeñable. Sentada como estaba, cruzó una pierna por sobre la otra y se levantó las faldas por encima de los muslos. No era benevolente consigo misma; vio, sí, las carnes blandas que pendían sobre sus propios pliegues, consideró las adiposidades que ocupaban ahora el lugar vacante de las carnes firmes que otrora le conferían a sus piernas la belleza de la madera torneada y, pese a la devastación implacable producida por el paso de los años, se reconoció en aquella sílfide que había sido. Se dijo que si su propio y despiadado juicio -que solía atormentarla con la implacable severidad de la nostalgia- le otorgaba ahora alguna concesión, pues por qué no iba a suscitar todavía, aunque más no fuera, un pequeño rescoldo de su pasado fulgor. Sentada como estaba, giró en la silla hacia el joven casero que la había estado observando con alguna curiosidad y creyó ver en su mirada un sino de apetencia. Y no se equivocaba.