Almorzaron en silencio. Por alguna extraña razón nadie parecía ser el mismo después de la llegada a Villa Diodati. Polidori no podía evitar la impresión de que se le estaba ocultando algo aunque, en rigor, nunca -y bajo cualquier circunstancia y compañía- había podido sustraerse a esa certidumbre. Quizá su parecer no fuese sino el producto de atribuir a sus acompañantes sus íntimos propósitos, ya que era el propio Polidori quien sí estaba ocultando algo. Un observador imparcial, en cambio, hubiera dicho que todos se estaban escondiendo algo entre sí. El tenso silencio de la sobremesa fue interrumpido por la llegada de una embarcación. Desde la mesa vieron cómo una pequeña lancha amarraba en la escollera. Los cuatro comensales apenas pudieron disimular una inconfesable inquietud. Polidori empalideció.
10
Ham salió al encuentro del visitante que, ya en tierra, avanzaba bajo la lluvia hacia el camino que conducía a la residencia. Al cabo de unos minutos, Ham reapareció en el salón y anunció:
– El prefecto Michel Didier desea cambiar unas palabras con Milord.
– Que pase -ordenó Byron con impaciente curiosidad.
Didier era un hombre perfectamente redondo de mejillas rojas; la caminata le había provocado una leve agitación asmática, y un agudo silbido se le adosaba a la voz como una rémora pertinaz y monocorde. Primero, el prefecto le hizo saber a Byron y a sus acompañantes que cumplía en darles la más calurosa de las bienvenidas y que, desde ya, les deseaba la más feliz de las estadías aunque el tiempo, lamentablemente y como ya habían podido comprobar, era un verdadero incordio. Fue un largo y ampuloso monólogo. Aunque sabía -dijo- que la ilustre visita era un eximio nadador y un excelente remero, tenía la obligación de prevenirlo acerca del peligro que, bajo las actuales condiciones climáticas, presentaba aventurarse en el lago. No quería ser homérico, pero tampoco podía dejar de advertirle que tres embarcaciones habían desaparecido en las fauces del lago. Imprevistamente cambió la expresión circunspecta, sonrió y comentó divertido que estaba enterado del revuelo que había provocado la presencia de Lord en el Hótel d'Angleterre y que, personalmente, estaba convencido de que había sido una sabia decisión instalarse en Villa Diodati, fuente de inspiración de otro poeta cuyo nombre ahora no podía recordar pero que, seguramente, empalidecería en comparación con el talento de Byron, de quien -aseguró- tenía un ejemplar de una obra cuyo título tampoco recordaba, pero los versos eran de una magnificencia inigualable, según le habían comentado, porque en rigor -confesó- aún no había tenido tiempo de leerlo, pero que aun así no se perdonaría que Lord abandonara Ginebra sin antes autografiarle el libro que, para su desgracia, se había dejado olvidado antes de salir. Byron tenía la impresión de que el prefecto estaba dando un enredado circunloquio del cual no sabía cómo salir y que, mientras más se empeñaba en no sembrar preocupación, tanta más intriga estaba provocando con su enigmático prólogo. Byron aprovechó la andanada de elogios para interrumpir al prefecto y conminarlo amablemente a ir al grano. Nada para alarmarse, pero dos hermanos habían desaparecido hacía tres días. Se trataba de dos pescadores, hombres jóvenes de veintitrés y veinticuatro años que vivían en un paraje vecino a la Villa. Nada se sabía de ellos y, lo más curioso, no se habían embarcado ya que el pequeño pesquero estaba amarrado frente a la finca donde vivían, de modo que si llegaran a tener alguna noticia, si vieran "algo", cualquier cosa, les agradecería infinitamente su colaboración. No tenía la menor intención de inquietarlos y mucho menos de interrumpir la tranquilidad de la estadía, de modo que, habiendo cumplido en tenerlos informados, el prefecto Didier se puso de pie, saludó amablemente y, aunque nadie mostró la menor disposición para acompañarlo hasta la puerta, pidió que nadie se molestara, que conocía la salida. Sin embargo Ham creyó oportuno señalarle que la puerta por la que pretendía egresar era la que conducía hacia el sótano.
En ese preciso momento Polidori, la mirada perdida más allá de la veranda, pálido y tembloroso, musitó como un autómata:
– En los alrededores del Castillo de Chillón.
Lo dijo en voz muy baja pero perfectamente audible. Didier quedó petrificado en el vano de la puerta. Había hablado con una certidumbre tal, que parecía la confesión de un asesino. El prefecto volvió sobre sus pasos.
– ¿Perdón…? -preguntó tratando de interponerse entre la mirada del secretario de Byron y la nada.
Polidori acababa de caer en la cuenta de que había hablado y, lo que era peor, de que, como siempre, había hablado de más. En escasos segundos pensó que no había forma de retractarse. Podía decir cualquier cosa, completar la frase con alguna nimiedad, pero si, efectivamente y tal como decía la carta, los cadáveres fueran hallados en aquel sitio, quedaría de manifiesto no solamente que sabía del lugar exacto, sino que además había tratado de ocultarlo. Por un momento pensó en subir a su cuarto y mostrarle la carta al prefecto, pero un terror supersticioso lo disuadió de la idea.
– En los alrededores del Castillo de Chillon; he visto que las aves volaban en aquella dirección -se limitó a responder enigmático y sin dar precisiones.