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– Mi padre guardaba este whisky para una ocasión especial -explicó-. No se cansaba de contar que este licor tenía casi doscientos años y que lo habían embotellado el mismo año en que tuvo lugar la masacre de Glencoe. Solo hay un puñado de botellas en todo el mundo.

– ¿Y quieres beberlo hoy? -preguntó Kamal enarcando las cejas.

– Por supuesto.

– ¿Por qué motivo?

– Porque hoy es una ocasión especial -contestó Sarah sin rodeos-. Hoy es el primer día del resto de mi vida. El día en que he decidido dejar atrás definitivamente mi pasado y mirar al futuro.

– Una buena decisión -alabó Kamal sonriendo.

– ¿Verdad que sí? Y todo gracias a ti. Me has dado la fuerza para hacerlo. Siempre estás a mi lado cuando te necesito, incluso cuando estoy a punto de perderme en la niebla. Te amo con todo mi corazón, Kamal.

– Y yo te amo a ti -contestó él-. Aun así, no deberías descorchar la botella.

– ¿Por qué no?

– Porque yo no beberé contigo -explicó señalando hacia el techo revestido de madera-. Alá me lo prohíbe, ¿lo habías olvidado?

– ¿Significa eso que no estás dispuesto a hacer una excepción? -preguntó mientras dejaba la botella y los vasos en el suelo-. ¿Ni siquiera por mí?

– Ni siquiera por ti -insistió él.

Sarah sonrió, no había esperado otra respuesta.

– En ese caso -dijo, haciéndose la ofendida-, tendré que expresarte mi afecto de otra manera.

– Inshallah -contestó Kamal, con verdadera cara de inocencia mientras ella se le aproximaba.

A Sarah se le aceleró la respiración. Expectante por la pasión que vivirían juntos, se inclinó hacia delante hasta que su rostro quedó muy cerca del de su amado. Podía notar su calidez, su aliento. Sabía que él también disfrutaba de esa proximidad, del estremecimiento que los sobrecogía ante la dicha que se avecinaba. Sarah notó que se le endurecían los pechos y tembló cuando Kamal puso su mano sobre ellos y empezó a besarla tiernamente.

La acarició suavemente, como un viento del desierto, la besó en el cuello, en los ojos y en la frente, hasta que sus labios se encontraron. Sus lenguas se unieron con deseo mutuo, y Sarah empezó a desabrocharse el vestido con manos temblorosas. La ropa cayó entre crujidos y dejó al descubierto el corpiño y el nacimiento de sus pechos, pequeños y turgentes.

Ella se recostó mientras las manos experimentadas de Kamal los liberaban a ambos de toda prenda molesta. El rostro de su amado apareció sobre el suyo y ella lo cogió entre sus manos y lo cubrió de besos mientras él la penetraba despacio. Sarah lo ciñó entre sus piernas y lo atrajo hacia sí. Gozó sintiéndolo en su interior, poseyéndolo, entregándose por un dulce instante a la idea de que solo le pertenecía a ella, para siempre jamás.

Podía ver sus sombras en la pared, las siluetas titilantes de dos personas que se habían convertido en una. En las alas del amor, Sarah Kincaid encontró realmente el olvido, y su esperanza de poder dejar atrás definitivamente las sombras del pasado pareció cumplirse en aquel momento.

Sin embargo, el viejo aforismo de su padre, según el cual la historia nunca descansa, volvió a confirmarse una vez más.

Porque esa noche regresaron las sombras.

Capítulo 3

Kincaid Manor, Yorkshire, noche del 17 de septiembre de 1884

– ¡Abran de inmediato! ¡Abran la puerta!

Los gritos roncos y el martilleo sordo de los puños que golpeaban la puerta de Kincaid Manor despertaron a Sarah, y esa vez estaba segura de que los ruidos no provenían de un sueño que la había perseguido aun estando despierta.

Se incorporó alarmada.

Un nuevo puñetazo contra la puerta.

– Abran la puerta de inmediato o emplearemos la fuerza -anunció alguien enérgicamente.

Sarah notó que la ira fluía por sus venas. ¿Quién demonios tenía el descaro de aporrear a esas horas de la noche la puerta de su finca y de solicitar la entrada de un modo tan irrespetuoso? Saltó enfurecida de la cama y se cubrió con un camisón que estaba colgado en un gancho de la pared. Kamal también se había despertado, su mirada revelaba desconcierto.

– ¿Qué diantre…? -preguntó, pero ella, encaminándose ya hacia la puerta, le hizo un gesto con la mano para que no se preocupara.

Kamal se apresuró a seguirla. Se puso la camisa y los pantalones, lo mínimo imprescindible. Sin perder tiempo, se echó atrás los cabellos revueltos. Sarah ya estaba bajando. Con una vela en la mano, que había encendido a toda prisa, se deslizó rápidamente por la ancha escalera de piedra hacia el vestíbulo, donde ya la esperaban.

– Madam, no sé qué significa todo esto -murmuró aturdido Trevor, el anciano criado, con los cabellos blancos despeinados en todas las direcciones.

La camisa de dormir le llegaba hasta los tobillos y, a la luz trémula del candelabro que llevaba, le hacía parecer un fantasma. Entonces, desde la zona de la cocina, donde se hallaban las habitaciones del servicio, también se abrió paso un griterío nervioso.

– En nombre de su Majestad, ¡abran la puerta! -tronó de nuevo la enérgica voz-. ¡O la abriremos por la fuerza!

– ¿Quién es? -preguntó Sarah en voz alta y clara, para espanto de Trevor, que habría preferido esconderse en cualquier sitio.

– El inspector Lester de Scotland Yard -fue la respuesta-. Si no nos abren de inmediato, nos veremos obligados a usar la fuerza.

Trevor le lanzó una mirada interrogativa a Sarah, que asintió con un movimiento de cabeza. Evidentemente, no tenía sentido prohibir la entrada a los representantes de la ley de su Majestad. La cuestión era más bien qué buscaban a las cuatro de la madrugada a las puertas de Kincaid Manor, tan lejos de Londres.

Titubeando y con una expresión de desánimo en el semblante, el criado se acercó a la puerta y la desatrancó. Una de las pesadas hojas cedió chirriando, y aparecieron los rasgos enrojecidos por la ira de un hombre que Sarah calculó que tendría unos cuarenta años. El cabello rojo que sobresalía por debajo del esbelto sombrero de copa estaba alisado con gomina. Las miradas de aquella visita no deseada se clavaban en todas direcciones como dagas, y sobre sus labios delgados, que temblaban de furia, destacaba un bigotito perfectamente recortado, que probablemente pretendía ser atributo de un caballero. Sin embargo, sus modales eran los de un patán…

– ¿Inspector Lester? -preguntó Sarah con acritud, y se le acercó con determinación.

– Efectivamente. Y usted es…

– Lady Kincaid, la dueña de esta finca -contestó ásperamente-. ¡Seguro que podrá explicarme qué significa su extraña aparición a estas horas, inspector! Les ha dado un susto de muerte a mis criados.

– No era esa nuestra intención -explicó Lester sin mostrar ningún pesar-. Pero nos hemos enterado de ciertas circunstancias y teníamos que actuar de inmediato.

– ¿En serio? -Sarah entornó los ojos, escrutadora-. Y, si es tan amable, dígame, ¿de qué circunstancias estamos hablando?

– Tenemos motivos para suponer que bajo su techo se alberga un asesino muy buscado -declaró sin rodeos el inspector, detrás del cual se apiñaban varios agentes uniformados y armados que portaban antorchas.

– Eso es ridículo -contestó Sarah, aunque en aquel momento tuvo la sensación de que el mundo seguro que se había esforzado en construir durante los últimos meses se hacía añicos como un cristal viejo y gastado.

Oyó el leve gemido que había soltado Kamal y vio por el rabillo del ojo que retrocedía lentamente.