– Aunque te parezca raro, debo visitar varias catedrales góticas para completar un informe que estoy preparando para el CNES, y me gustaría poder consultarte algunos detalles de tipo arquitectónico. Tú eres historiadora, y ya sabes que siempre me he encontrado un poco perdido en ese terreno. Además, necesito alguien de confianza y, claro, pensé en ti.
– ¿Tú? ¿De catedrales? -Letizia rompió a reír de esa manera que sólo había escuchado en ella-. Pues claro que te ayudaré. Eso no puedo perdérmelo. ¿Y adónde piensas ir primero?
– A Vézelay. Te estoy llamando desde una gasolinera, en la nacional 951. Creo que llegaré allí dentro de media hora o así.
– ¡Vézelay! Lo conozco bien. Marcel tiene una casita muy cerca de allí, en Tharot. Era de sus padres, y vamos bastante a esa zona los fines de semana. Es una región preciosa. Te gustará. Pero allí… -añadió un tanto extrañada-, allí no hay ninguna catedral.
Un retortijón en el estómago hizo apretar los dientes al ingeniero cuando escuchó el nombre de Marcel. Evidentemente, todavía seguía con aquel técnico del tres al cuarto.
– Sé que Vézelay no tiene catedral -se repuso-, pero forma también parte de mi estudio. En fin, es largo de explicar.
– Lo comprendo.
– ¿Y no sabrás decirme, por casualidad, a quién podría dirigirme para hacerle algunas preguntas sobre la iglesia de Sainte Madeleine?
– ¿ La Madeleine? ¡Por supuesto! -Letizia utilizó ese tono de autosuficiencia de quien lo sabe todo-. Es la joya arquitectónica del lugar, ¿sabes? Tiene un coro de estilo gótico primitivo impresionante, y toda la iglesia es una interesante mezcla entre el románico más avanzado y el gótico más simple, como si sus arquitectos hubieran ensayado allí lo que habría de ser el posterior estilo de las grandes catedrales.
– ¿En serio?
– Sí -se disparó Letizia-. Además, allí mismo fue donde san Bernardo convocó a los nobles de la región para organizar la segunda cruzada contra Tierra Santa. De eso deben de saber mucho los religiosos de la Fraternité Monastique de Jerusalem, que son los que cuidan ahora de la iglesia. Puedes preguntar por el padre Pierre, que es todo un sabio, y que vive en la misma plaza de la iglesia. No te costará encontrarle.
Michel anotó todas aquellas indicaciones en un pequeño bloc de notas, mientras Letizia le abordaba por otro lado.
– ¿Y hasta cuándo te quedarás en Vézelay?
– Seguramente hasta el miércoles.
– Eso es pasado mañana.
– Sí -remató-. Me quedaré en el hotel La Palombière, en la place du Champ de Foire.
– Lo conozco. Si recordara algo que pudiera serte útil te llamaría allí sin falta.
Michel se mordió la lengua. No podía, no debía decirle «gracias, cariño», ni siquiera insinuar lo mucho que le hubiera gustado cornpartir con ella aquel viaje, aunque fuera eso lo que le brotara del corazón. Por el contrario, se despidió de Letizia lo más neutramente que pudo y, tratando de enterrar con diligencia sus fantasmas, volvió a subir al coche para recorrer los escasos 40 kilómetros que le quedaban aún hasta su destino.
Las últimas curvas fueron las peores. Empinado y serpenteante, el acceso a la «colina eterna» -como la llamaban los peregrinos que utilizaban el lugar en la Edad Media como punto de partida para su ruta sagrada hacia Santiago de Compostela- se hizo duro hasta para el moderno motor de inyección del Suzuki. Cuando, por fin, Michel coronó aquella pendiente, recién entrado en Vézelay, la carretera se dividió en dos frente a él.
La Palombière estaba a mano derecha. Era una casona del siglo XVIII engullida por madreselvas esplendorosas que, a decir verdad, estaba integrada dentro de un conjunto urbano mucho más moderno de lo que esperaba encontrar allí. Ingenuamente, el ingeniero se había imaginado una especie de ciudadela medieval parecida a Carcasona, pero allí lo único verdaderamente antiguo era una puerta de piedra de arco ahusado, encastrada en una torre en mal estado que, probablemente, debió de pertenecer a las antiguas murallas defensivas del lugar cuando éste aún se llamaba Vercellacum.
Después de aparcar, Michel tomó su maleta y una bolsa con cámaras fotográficas, y tras ser instruido por la propietaria del establecimiento en el uso de un cierre electrónico que permitía subir a las habitaciones directamente desde la calle -sólo había que marcar el número 1863 en un panel electrónico similar a los del CNES-, abandonó el hotel rumbo al centro.
Michel se aseguró de que llevaba encima la copia ampliada de la fotografía CAE 990111 del ERS, en la que se veía el trazado de una línea ligeramente sinuosa que no podía corresponder más que a la calle principal de Vézelay, y la dobló en dos. No hacía falta ser demasiado listo para saber que aquella línea casi recta de la imagen debía corresponderse con la amplia travesía que nacía bajo el arco de piedra que tenía frente a él.
Ascendió a buen paso.
La avenida, sembrada de pequeños restaurantes y tiendas de recuerdos, le dejó casi sin aliento. Al final de aquella cuesta interminable, una enorme fachada de piedra, coronada por una espléndida torre maciza de cuatro cuerpos terminada en plano, se abría majestuosa en el centro de una plaza acogedora en la que brillaba con luz propia un tímpano sembrado de extrañas escenas. Perfectamente orientada de este a oeste, la luz del sol descendiendo por el extremo opuesto del templo enmascaraba algunos de los detalles más hermosos de su imaginería.
La mole le impactó.
En el aparcamiento que cubre buena parte de aquella placita, el ingeniero desplegó la foto del satélite. No quería cometer ningún error.
Tras un par de comprobaciones elementales tratando de imaginar cómo serían los tejados de las casas vistos desde el ERS, situó la mancha blanca de la toma en relación a las viviendas contiguas. Pronto se dio cuenta de la también muy precisa orientación este-oeste que seguían las líneas de aquella «irregularidad», respetando escrupulosamente la orientación de la propia iglesia. No había duda: la anomalía tapaba exactamente la parcela sobre la que se erigía el templo de Sainte Madeleine. Y nada más.
VÉZELAY
– ¡Pero si llevan dos horas reunidos!
Sor Inés protestó enérgicamente ante la encargada de mantenimiento de la Fraternidad Monástica de Jerusalén. Ésta, una rusa de caderas generosas y brazos gruesos como las mismísimas columnas del Partenón, llevaba un buen rato puesta en jarras en medio del pasillo haciendo gala de la más agresiva de sus muecas.
– Lo siento, pero no se puede pasar -gruñó-. Deberá volver con su bandeja de comida a la cocina y calentarla cuando se lo ordenen, hermana.
– ¡Tenemos unos horarios! -se quejó sor Inés.
– Deben cumplirse escrupulosamente. Sin embargo, comprenda que ésta es una reunión excepcional. He recibido órdenes precisas de que no puede molestarse al abad bajo ninguna circunstancia. Y eso la incumbe también a usted.