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La monjita cedió de mala gana. Dio media vuelta con su fuente llena de alimentos humeantes y, una vez de espaldas a la rusa, refunfuñó algo en voz baja.

– Avíseme entonces. Ya no tengo edad para darme estos paseos en balde.

Sor Cazuelas -así llamaba a la hermana Inés toda la congregación-, descendió a regañadientes los escalones que daban a la cocina del albergue del peregrino de Sainte Madelaine. Situada junto a una de las discretas puertas de entrada a la comunidad, los fogones de sor Inés eran famosos en toda la orden porque desde sus ventanas a ras de calle podía controlarse prácticamente todo lo que sucedía en la plaza de la basílica. Cuando la hermana Cazuelas se contrariaba por algo -que era, por cierto, bastante a menudo-, lo único que parecía calmarla era curiosear por aquellas ventanas y distraerse husmeando las idas y venidas de los turistas que frecuentaban el lugar.

Bien fuera por su enfado, o por su natural propensión al cotilleo, lo cierto es que nada más dejar sobre la encimera de aluminio las viandas recién preparadas para el padre Pierre y su ilustre invitado, sor Inés se dio cuenta de que algo inusual estaba sucediendo allá afuera.

En efecto. En el centro del aparcamiento, junto a la furgoneta de reparto de libros de la tienda que la Fundación tiene dos manzanas más abajo, un hombre de mediana edad y aspecto cuidado examinaba una gran foto plastificada que parecía (qué cosas) en blanco y negro. Aquel varón de aspecto afable debía de llevar un buen rato allí plantado, echando rápidas ojeadas ora a la iglesia ora a aquella tremenda imagen. Al menos, el mismo que ella había perdido discutiendo con sor Perestroika.

Sor Inés, comida por la curiosidad, estiró el cuello por encima de los pucheros. El extranjero -evidentemente debía de serlo, pues su gabardina y su bigote no eran precisamente típicos de la región-, miraba sin inmutarse la imagen que sostenía entre ambas manos, fijándose después en los alerones de las casas de alrededor, como si tratara de encontrar algún paralelismo oculto. Después de un minuto de subes y bajas de cabeza, el forastero, con aire indiferente, introdujo la mano en uno de sus bolsillos y extrajo unos minúsculos binoculares grises que se llevó frente a sus gafas. «Pero ¿qué estará mirando ese tipo?», pensó cada vez más intrigada.

La monjita, que ya casi había olvidado su enfado con la rusa, creyó oír que el extranjero estaba hablando solo, en voz alta. Haciendo verdaderos esfuerzos para alcanzar a escuchar lo que aquel personaje murmuraba, logró incluso adivinar algunas palabras sueltas.

– Juicio Final -barruntó-. Ángel con balanza… Condena de los pecadores…

Y después, algo que la extrañó.

– Cuarenta grados latitud oeste… Novecientos noventa y dos ochocientos diez… Granito… Radioactividad…

Las primeras palabras se referían, sin duda, a las figuras en altorrelieve que decoran el tímpano central que flanquea el acceso al nártex de Sainte Madelaine. Se trata de un conjunto escultórico restaurado a principios de siglo por el célebre arquitecto Viollet-le-Duc, que representa el Juicio Final. En él puede verse a Jesús en majestad, con los brazos extendidos, entre dos grupos de tallas bien diferenciados entre sí: a su derecha, los justos; y a su izquierda, los condenados a los suplicios eternos del espíritu, cuya alma es pesada en una balanza que sostiene un ángel de mirada perdida. Pero ¿y el resto de palabras y cifras? ¿A qué podía estar referiéndose?

Antes de que sor Inés prestara más atención a lo que murmuraba aquel personaje, la silueta alta y de hombros cargados de François Bremen se pegó a las espaldas del extranjero. «Esta sí es buena», murmuró sor Inés con evidente desagrado. El señor Bremen era bien conocido en la Fundación por encargarse de impartir a la comunidad y a sus numerosos visitantes conferencias ocasionales sobre los más diversos temas. Aunque gustaba decir que él era el «cronista oficial» de Vézelay en realidad se trataba de un profesor jubilado que caía bien a casi todo el mundo… salvo a ella. Le parecía un plasta, un pesado.

Sor Inés, desde su «escondite», acertó a escuchar únicamente una pequeña parte de la conversación, en la certeza de que si Bremen estaba allí no tardaría en enterarse todo el pueblo de la identidad del visitante. Era evidente que aquel metomentodo no había podido tampoco dominar su curiosidad al ver a tan insólito personaje merodeando por los alrededores de Sainte Madelaine… ¡y mirando los tejados!

– Buenos días, señor -dijo Bremen, levantando su inconfundible boina negra en actitud de saludo.

– Buenos días -respondió el extranjero en perfecto francés, para sorpresa de la monjita.

– Verá usted, llevo un rato mirando cómo examina esa foto, y no he podido evitar preguntarme si es historiador o algo así. Disculpe mi atrevimiento, pero le he visto tan concentrado, que creo debe de estar estudiando nuestra iglesia. No me equivoco, ¿verdad?

Antes de que Témoin pudiera responderle, el anciano remató:

– Yo soy profesor, ¿sabe? Me llamó François Bremen y soy el, digámoslo así, conservador oficioso de este templo.

Sor Inés bufó desde su escondite.

– ¿Ah, sí? -el ingeniero tendió su mano al anciano-. Encantado de conocerle. Mi nombre es Michel Témoin, señor. Y lamento decepcionarle, no soy historiador ni nada que se le parezca. Soy ingeniero.

– ¿Ingeniero? -aquello pareció sorprenderle-. ¿Y es la primera vez que viene a Vézelay?

– Desde luego. Estaba admirando el pórtico de entrada de la iglesia, que es soberbio.

– Y misterioso -apostilló Bremen.

– ¿Misterioso? ¿Qué ve de misterioso en una escena del Apocalipsis?

– Usted, que debe de ser una persona inteligente, ¿de veras no ve nada raro en ese tímpano?

– No -dudó Témoin-. ¿Debería?

– En realidad, casi nadie se fija -suspiró Bremen-. Y es una lástima, créame. Claro que para darse cuenta debería tener una cultura enciclopédica, exenta de prejuicios, y una gran capacidad de observación. Usted ya me entiende.

El «guía oficioso» de Vézelay le brindó un guiño de complicidad que sor Inés no pudo ver y, acto seguido, tomó de la muñeca a Michel arrastrándolo unos pasos hacia delante, como si quisiera mostrarle algún detalle oculto de aquella estructura. La nueva posición de los dos hombres hizo aún más difíciles las improvisadas tareas de espionaje de la religiosa que, ya puesta, no dudó en sacar medio cuerpo por la ventana para intentar seguir la conversación a toda costa.

– Señor Témoin, ¿tiene usted algún interés por la cultura egipcia?

Témoin sacudió la cabeza antes de responder.

– La historia no es lo mío, lo siento.

– Pues es una lástima, porque si usted pudiera comparar esta escena del Juicio Final de Vézelay con lo que nos cuentan los papiros del Libro de los Muertos egipcio, vería cuántas similitudes existen entre ambas representaciones. Lo que vemos aquí forma parte, en realidad, de alguna clase de culto egipcio que sobrevivió camuflado en el seno de la doctrina cristiana y que llegó intacto hasta el siglo doce. ¿No le parece extraordinario que un texto de hace más de cuatro mil años, de una cultura dada por muerta hace mucho, haya inspirado una obra como ésta?