Témoin le miró de hito en hito.
– ¿No viene conmigo?
Disposición de las abadías del Cister que imitan la Osa Mayor
– ¡Oh, no! El padre y yo tenemos ciertas diferencias, y si le acompaño dudo que le atienda demasiado bien.
– Es una lástima. Es usted la segunda persona que me ha hablado de él hoy.
Y entregándole una tarjeta, Bremen desapareció.
GLUK
1128
Gluk llegó a las puertas de Chartres justo antes del ocaso. La del norte, una enorme barrera de encina con remaches de cobre, estaba siendo arrastrada en esos precisos momentos por cuatro fornidos centinelas. Como todos los atardeceres, cada uno de los umbrales de acceso al burgo era sellado durante la noche por razones de segundad. Por estar demasiado cerca de las rutas comerciales más importantes del Atlántico, las calles de la tranquila Chartres recibían la visita de hordas de saqueadores que aprovechaban las horas de oscuridad para sus tropelías.
Gluk, pues, alcanzó el portal por los pelos. El viajero, con sus ropas amarilleadas por el polvo y el frío, apretó el paso gesticulando a los guardias para que se detuvieran. Aunque por su indumentaria era evidente que se trataba de un extranjero, éstos debieron de pensar que un hombre solo no suponía amenaza alguna para la plaza y aguardaron a que el visitante se refugiara dentro de la ciudad. En cuanto entró, los centinelas le reconocieron de inmediato. Aquel era el druida de los bosques de Champaña.
Los guardias se extrañaron. Hacía mucho que no se le veía pisando sus calles, y no eran pocos los rumores que circulaban sobre su más que probable muerte a manos de algún salteador de caminos. Pero aquello no eran más que habladurías. Y Gluk, entre otras virtudes, las suscitaba por decenas.
Al druida, además, se le conocía bien en toda la región por sus habilidades como curandero. Cada vez que pasaba por Chartres, la mitad del burgo acudía a él para que les librara de males de cuerpo y espíritu a cambio de alguna modesta limosna. Las más de las veces el pago no pasaba de ser una hortaliza, algo de harina o un saco de esparto, y en el mejor de los casos una cena caliente y una cama bajo techo. Jamás cobró ningún dinero; gastaba o consumía todo lo que tenía, y partía en cuanto se daba cuenta de que allí ya no era necesario.
Pero aquel druida en concreto tenía otra rara habilidad: hablaba con las piedras. Nadie sabía cómo, pero lo hacía. Interpretaba sus «deseos» con sólo acercarse a ellas y ya desde su adolescencia era requerido por clérigos y artesanos para marcar los lugares sobre los que habrían de erigirse capillas o ermitorios y para que pactara con el genius loci, el «espíritu» del lugar. De hecho, era ese don lo que le permitía seguir ejerciendo su oficio más o menos abiertamente. Trabajaba así: preguntaba siempre a qué santo iba a ser encomendada la nueva obra que se deseaba levantar, y después pedía que le dejasen a solas en el lugar durante tres días y tres noches. Ningún sacerdote vio nunca a qué se dedicaba durante ese tiempo, pero las malas lenguas aseguraban que plantaba su vara aquí y allá, oraba, y miraba cómo las estrellas pasaban por encima. Sabía leer, escribir, hacer números y hasta escribir música, un don ciertamente extraño para un habitante de los bosques. Y cuando estudiaba el lugar donde iba a levantarse una iglesia, anotaba las medidas de sus cimientos rigurosamente, las dibujaba sobre el papel, trazaba líneas entre los diversos puntos de sus planos y daba después su sabio diagnóstico. «Las piedras y las estrellas -solía decir- deben estar en estrecha comunicación para que el templo funcione. -Y añadía muy seguro de sí-: Dios creó el mundo para que fuera un reflejo de los cielos, y sus templos una recreación de sus estrellas.»
Nadie supo nunca dónde vivía, ni si tenía o no una familia que alimentar. En la Borgoña o en la Champaña se creía que su irrupción era señal evidente de algún cambio por venir; a veces la muerte de un noble, otras un cambio de obispo y las más el anuncio de un giro en la suerte de las cosechas o la advertencia que marcaba el inicio de una gran sequía o una epidemia. No es que fuera exactamente así, pero Gluk callaba.
Hasta el obispo Bertrand sabía bien del druida y de sus métodos. Y lo toleraba porque, en cierta manera, también él le debía la vida. Por todo Chartres había corrido la noticia de que una sífilis galopante estuvo a punto de pudrir las partes nobles del prelado hacía algunos años, y que de no ser por la acertada intervención de Gluk, obispo y partes haría largo tiempo que reposarían bajo tierra. De eso hacía no menos de diez inviernos. Pero ahora, ¿qué podía traerle otra vez a la ciudad?
Después de cruzar la puerta norte, Gluk atravesó descalzo el Paso de los Herreros sin detenerse a saludar a nadie. Eso era raro, muy raro. Si de algo podía vanagloriarse el druida era de su excelente carácter y de que siempre tenía tiempo que dedicar a quien se encontrara en el camino. Pero esta vez parecía diferente. Vestía el mismo raído sagum de su visita anterior y se apoyaba en la misma vara con aspecto de serpiente, pero su gesto era diferente. El suyo seguía siendo aquel vestido holgado, sin botones, que cubría su cuerpo raquítico hasta las rodillas y al que ceñía una cuerda de la que colgaba su hoz. También su cabellera cana, surcada de mechas grises, era la misma. Hasta la ancha caperuza de lana que llevaba sobre los hombros, seguía sin ser reemplazada por otra más tupida y práctica.
Andreu, el carnicero, al verle pasar delante de su mostrador dio con la clave: «Miradle -susurró asombrado-, ¡lleva prisa!».
Al enfilar la cuesta de los curtidores, Gluk siguió sin decir palabra. Atravesó los puestos donde ardían las brasas en las que se calentaban herraduras y argollas para el ganado, y se apresuró a vencer los escasos trescientos metros que le separaban de la casona en la que el sifilítico Bertrand había instalado al abad de Claraval. Allí se detuvo un segundo para contemplar su fachada de dos plantas y el tejado de madera recién puesto, y tras pasear su mirada por cada una de las ventanas abiertas a los últimos rayos de sol del día, bordeó el inmueble y se dirigió con paso firme hacia la iglesia abacial.
¿Era su visita un buen augurio o un signo funesto? Media calle comenzó a hacerse cruces sin saber muy bien con qué carta quedarse. Mientras tanto, Gluk tomó el camino de su derecha para perderse rumbo a la iglesia.
Por casualidad Felipe, el escudero de Jean de Avallon, fue el único que le pudo seguir con la mirada. A esa hora estaba apoyado en uno de los portales de doble hoja de acceso a las cuadras, tomando el aire después de haber sacado brillo a la espada de su señor. Le gustaba respirar el aroma frío que despedía el río al caer la tarde, y quitarse de las narices el olor del ácido abrillantador. Fue en ese momento cuando Gluk pasó frente a él.