Hasta cierto punto era lógico. El hombre de la gabardina «extranjera» y el bigote recortado al que había estado espiando hacía un rato desde la cocina, estaba ahora allí, plantado frente a ella cuan largo era, y la examinaba de arriba abajo. Eso intimida a cualquiera. Además, la monjita no pudo evitarlo: una ola de calor se instaló en sus mejillas, sonrojándola en un santiamén. «Tranquila, Inés -se dijo-, este hombre no te conoce de nada.» Y disimulando su azoramiento como buenamente pudo, hizo lo imposible por atenderle.
– Dígame -balbuceó sor Inés por fin-. ¿Puedo ayudarle en algo?
– Deseo ver al padre Pierre, hermana.
El visitante, francés sin duda alguna, no ocultó su impaciencia.
– Él no me conoce de nada -añadió-, pero comuníquele, por favor, que se trata de un asunto urgente y que debo verle a la mayor brevedad posible.
La religiosa dibujó la mejor de sus sonrisas, y tras pedirle que aguardara en la puerta a que confirmara la disponibilidad del padre, resopló camino de las escaleras. No tardó mucho en regresar. Al cabo de un par de minutos, sor Inés volvía a abrir la puerta de madera lacada de la calle y, sin más preámbulos, condujo al visitante hasta el despacho del padre Pierre.
Éste, un hombre de envergadura, alto y con un amplio flequillo cano que le caía como una cascada sobre la frente, le tendió la mano nada más verle.
– Perdone el desastre -se excusó-, pero llega usted en un momento un tanto delicado. Cuando estoy escribiendo algo, no hago más que amontonar papeles y libros por todas partes. Luego no me queda tiempo suficiente para ordenarlos y el resultado es este caos.
Aquello empezaba bien, barruntó Michel Témoin. Su interlocutor parecía un hombre abierto.
– No se preocupe -dijo-. Trataré de entretenerle lo menos posible.
– Se lo agradezco.
El padre Pierre se acomodó detrás de la mesa de su despacho y aguardó a que el visitante comenzara a explicarse. Aquel hombre de aspecto impecable, vestido con una soberbia gabardina de Armani, se sentó frente a él, presentándose como ingeniero aeroespacial a sueldo del gobierno francés. «Usted no me creerá -comenzó-, pero me he visto envuelto en un oscuro misterio a raíz de unas fotografías que uno de nuestros satélites obtuvo de esta zona del país.» El ingeniero le explicó cuál era su trabajo, y cómo debía confirmar ciertas emisiones energéticas incontroladas que parecían emanar de un número incierto de templos en toda Francia que habían detectado sus satélites. «Usted no sabrá a qué me refiero, ¿verdad?», apostilló sin moverse de su butaca.
– ¿Emisiones energéticas incontroladas? -repitió el padre Pierre, abriendo los ojos como platos-. Aquí vivimos todo el año junto a la basílica de Sainte Madelaine y no hemos notado nada fuera de lo común. Piense que cada día visitan el templo dos o tres centenares de personas, y hasta la fecha.
– Esto debió de ser hace dos o tres días como mucho -le interrumpió Témoin.
– Bueno -el sacerdote se reclinó en su butaca-, yo no entiendo nada de satélites, pero por lo que usted cuenta tal vez todo se deba a una «descarga» puntual, quizá de calor, que sus máquinas captaron por azar en un momento determinado, y que luego se esfumó. Ésta es una zona llena de termas, geológicamente muy activa.
– Ya lo comprobamos y esa emisión se repitió veinticuatro horas después de idéntica manera. No fue algo al azar. Y como le digo, conseguimos fotografiarlo todo. Observe.
El ingeniero sacó del bolsillo la imagen del ERS correspondiente a Vézelay que ya había mostrado a Bremen, y se la tendió al padre Pierre. Éste la tomó con cuidado, desplegándola sobre la mesa. Al principio no supo dónde mirar, pero en cuanto localizó el sinuoso recorrido del río Cure y comprobó la existencia de un asentamiento en una de sus márgenes, se centró. En cuanto ubicó la silueta alargada de la «colina eterna», los restos de su muralla, la disposición en panal de sus calles, el pequeño bosque adyacente al arco de entrada y la plaza donde se alzaba la basílica, el problema se le hizo claro. En efecto, en aquella imagen había algo que no encajaba: ¡Sainte Madelaine no estaba en la foto!
– ¿Lo ha visto ya?
El padre Pierre calló.
– Como verá no se trata de una energía sutil e invisible, sino que es algo que ofusca una parte muy concreta de la superficie terrestre y muestra en su lugar esa luminosidad lechosa.
– ¿En su Centro no tienen ni idea de qué puede tratarse?
– Hasta ahora, la hipótesis oficial es que se trata de un error de las lentes del satélite. Pero un examen exhaustivo de esa posibilidad la deja fuera de juego.
– Comprendo -asintió pensativo el sacerdote.
– Verá, padre, han sido varias las personas que me han remitido a usted como la persona indicada para solventar este problema. Por eso he insistido en verle.
Pierre Dumont, al servicio de la Fraternidad Monástica de Jerusalén desde hacía veinte años, jamás había visto nada como aquello. Ni como cura ni como radiestesista. Lo que le desconcertaba era la proximidad de aquella visita con la del padre Rogelio horas antes. Recordaba ahora su boca de labios finos y dientes blancos rodeada de su barbita escrupulosamente recortada y afilada. Casi podía oírle diciendo amenazadoramente aquello de «vigilo de cerca a un hombre que pronto vendrá a verle y que le presentará la prueba que me pide». ¿Era aquél el hombre? ¿Y la foto la prueba de la energía diabólica de la que le habló el padre? ¿Y si éste y el egipcio estuvieran de acuerdo Dios sabe con qué oscuras intenciones? Sumido en sus cavilaciones, el padre Pierre volvió a inclinarse sobre la foto del ERS y acariciándose el alzacuellos, murmuró algo.
– Señor Témoin, ¿cree usted en el Diablo?
– Perdón, ¿cómo dice?
El padre Pierre insistió.
– Que si cree usted en el Diablo.
– Bueno, no quiero parecer grosero pero dejé de creer en Dios y en la Iglesia hace algunos años. Supongo que es a causa de mi trabajo, el estrés, las responsabilidades, usted ya sabe.
– Se lo pregunto, porque quienes estudiamos radiestesia sabemos que muchos lugares sagrados fueron construidos sobre enclaves donde existía en el pasado cierta energía telúrica muy intensa. Y esos enclaves, señor Témoin, estaban generalmente asociados con el Diablo.
Pierre sabía que aquella afirmación hubiera deleitado enormemente al padre Rogelio, y aguardó a que surtiera algún efecto en su interlocutor. «De estar compinchados -pensó-, tirará del hilo.»
– ¿Radiestesia? Lo siento, pero no sé a qué se refiere.
– ¡Oh! -el padre no pudo disimular su decepción-, usted perdone. Ese es el término con el que definimos la disciplina que estudia ciertas corrientes energéticas que surcan la Tierra. Los chinos la conocían como energía chi, y no fue hasta el siglo diecinueve que un médico alemán, el doctor Ernst Hartmann, la cuantificó científicamente y estableció una teoría por la cual aseguraba que esas corrientes tenían forma de cuadrícula y se extendían por toda la Tierra como si fueran venas.