– Perdón, ¿y qué pinta el Diablo en todo esto?
– Bueno, en este caso todo se reduce a leyendas. En España, por ejemplo, corrió mucho la fábula de que el rey Felipe II ordenó construir el monasterio de El Escorial sobre una de las puertas del infierno. Sellándola con su imponente edificio, el rey se garantizaba el acceso privilegiado a esa dimensión y el control absoluto de una fuente de conocimientos importante. Hoy, los radiestesistas que han medido esa zona cercana a Madrid han descubierto que por allí discurre una de las líneas telúricas más fuertes de Europa y que la leyenda de la puerta del infierno debió generarse por los efectos que las radiaciones de ese lugar causaban sobre la percepción de los testigos.
El ingeniero puso cara de no creerse nada, lo que terminó de convencerle de que no debía saber nada del padre Rogelio.
– Y eso… ¿se ha estudiado? -preguntó.
– Sí, señor Témoin. Llevo trabajando en ello casi toda mi vida. Los zahoríes usan su especial sensibilidad para captar esas corrientes de modo inconsciente, y la aplican para buscar agua; algunos animales «conectan» con esas redes antes de elegir el lugar donde dormir, e incluso gracias a la aplicación de aparatos electrónicos modernos como oscilógrafos, magnetómetros o contadores Geiger, se han podido detectar y cuantificar sus intensidades.
– ¿Y cree usted que eso es lo que hemos fotografiado?
La mirada de Témoin se clavó en los ojos pardos del sacerdote, que no perdía de vista la extraña luminiscencia que cubría Sainte Madeleine en la foto.
– Tal vez -respondió ajeno-. Existen estudios que demuestran que en lugares telúricamente muy activos, donde además suele haber fallas geológicas y movimientos sísmicos de baja intensidad en la corteza terrestre, a veces se generan bolas de luz que llaman Earth Lights, luces de la Tierra. Una de esas luces, de considerable tamaño, pudo ser la causa de esta anomalía.
– ¿Luces de la Tierra?
– Sí. Se trata de focos de luz producidos por piezoelectricidad, que es la corriente que se genera por el roce de rocas ricas en sílice.
– ¿Y son luces que brillan durante mucho tiempo?
– Su vida es de apenas unos segundos.
– Ya.
– Bueno -añadió, dándose algo de bombo-, hay otra posibilidad.
– Usted dirá.
El sacerdote tomó de nuevo la imagen de Vézelay vista desde el espacio y gesticuló moviendo su dedo índice en el cielo.
– Nuestro planeta es un emisor natural de ondas de radio. Generalmente son de baja frecuencia y totalmente ininteligibles, pero si esa emisión se hace a través de piedras que condensan bien la energía como, digamos, el cuarzo, pueden alterar su frecuencia y quizás podrían ser captadas desde el espacio exterior como si fueran una señal inteligente. Ahora bien, ¡sería cosa del mismísimo Diablo juntar lugares telúricos y cuarzos, y poder controlar esa emisión como si fuera Morse!
– Bromea, claro -dijo Témoin muy serio.
– Naturalmente -sonrió el padre-. Por cierto, dígame una cosa, ¿se fijó si alguno de los puntos fotografiados por su satélite presentaba un nivel de luminosidad mayor que los demás?
– Quizá Chartres. Tal vez Amiens. ¿Por qué lo pregunta?
– Entonces, sin duda uno de esos lugares debe de ser el foco, la fuente. Si no me equivoco, el resto de luminosidades que fotografió su satélite se debieron activar como si fueran bombillas conectadas a una misma red eléctrica. Si quiere saber los porqués, deberá viajar hasta allá y confirmar cuál es el emisor principal. A fin de cuentas, Vézelay debe de ser sólo un pálido reflejo de esa red principal.
– Pero usted habla de una energía terrestre, telúrica dijo, y lo que más me extraña es que esos puntos tienen forma de constelación si se aplican sobre un plano de Francia. Recuerdan a Virgo. De igual modo, sé que Vézelay es la más exterior de las abadías benedictinas de la Champaña que imitan la Osa Mayor. ¿Eso no le parece significativo?
– Tal vez -respondió el padre sin inmutarse por aquellas revelaciones.
– ¿Tal vez?
El padre Pierre no pestañeó.
– Tal vez, he dicho. Por si le sirve de algo, yo sí creo en el Diablo.
FUGIT
Nadie se dio cuenta de la desaparición de Jean de Avallon hasta bien entrada la mañana del 24 de diciembre. ¿Desidia? No. La razón, sin duda, había que buscarla en la tranquilidad que anidaba en el corazón de los monjes desde que se supieron dentro de los muros de Chartres; allí dentro, la protección de un guerrero no era tan necesaria como en los caminos, y a buen seguro no requerirían de él para casi nada a menos que decidieran regresar pronto a Claraval.
El primero en darse cuenta de que algo no marchaba bien fue el hermano Alfredo. Responsable último de la cocina de los frailes, necesitaba de un hombre fuerte y joven como De Avallon para mover el pesado armario en el que pensaba guardar los alimentos de la cena de Nochebuena. Fue al ir a buscarlo a su alcoba cuando encontró que ésta estaba desierta. «Qué extraño -pensó-, nunca se ausenta sin avisar.» Fray Alfredo lo buscó por todas partes, y aunque tenía el absoluto convencimiento de que no debía de andar muy lejos (sus armas estaban todas apiladas, en orden, en su aposento), fue incapaz de dar con él. Su montura, sus ropas, y todos los enseres que lleva un caballero, incluyendo el sagrado estandarte bicolor de su orden, estaban en su lugar. Ningún caballero saldría sin ellos.
A la hora sexta, cuando el sol estaba en lo más alto del cielo, no sólo fray Alfredo sino todos los monjes y mozos de cuadras lo buscaban por los alrededores, gritando su nombre. Junto a él, además, había desaparecido Felipe, lo que no podía ser más que otra señal de que algo funesto les había ocurrido. Jamás caballero y ayudante hubieran desaparecido sin dar cuenta de sus intenciones de viaje al abad.
Pero ¿acaso no habían sido ambos los comisionados para investigar la muerte y mutilación de Pierre de Blanchefort? Los rumores, claro, se dispararon antes de empezar la tarde.
Al no encontrarse ni rastro de ellos en las caballerizas o en las tiendas del pueblo, comenzó a extenderse el rumor de que el asesino del maestro de obras podría haber dado cuenta de los dos hombres aprovechando un descuido. Lo peor era que eso sólo podía significar una cosa: que el criminal era alguien muy cercano a ellos, y que debía conocer sus momentos de debilidad antes de atacar. Pero ¿y sus cuerpos? «Aparecerán flotando en el río», decían unos. «O enterrados junto a algún requiebro del camino», murmuraban otros, persignándose.
Según transcurrían las horas, la desazón fue instalándose en el corazón de los monjes. Nadie les había visto salir de sus aposentos durante la noche, ni habían cruzado con ellos palabra alguna que permitiera sugerir la intención de acudir a algún lugar para continuar su investigación. Sencillamente -concluyeron- era como si se los hubiera tragado la tierra.