A cosa de un kilómetro, paralela al riachuelo, blanqueaba la carretera provincial, hollada tan sólo por las caballerías, el Fordson de don Antero, el Poderoso, y el coche de línea que enlazaba la ciudad con los pueblecitos de la cuenca. Una cadena de tesos mondos como calaveras coronados por media docena de almendros raquíticos cerraba el horizonte por este lado. Bajo el sol, el yeso cristalizado de las laderas rebrillaba intermitentemente con unos guiños versicolores, como pretendiendo transmitir un mensaje indescifrable a los habitantes de los bajos.
El otoño avanzado estrangulaba toda manifestación vegetal; apenas el prado y la junquera, junto al cauce, infundían al agónico panorama un rastro de vida. Una gama uniforme de suaves transiciones enlazaba los tonos grises, cárdenos y ocres. Únicamente encima de la cueva, en el páramo, el monte de encina del común prestaba un seguro refugio a los pájaros y las alimañas.
El niño, con el grajo en la mano, corrió cárcava abajo seguido de la perra. En el último tramo de la pendiente, el Nini levantó los brazos como si planeara sobre el camino. Aún no calentaba el sol y las chimeneas alentaban lánguidamente un humo blanquecino y el áspero aroma de la paja quemada se cernía sobre el pueblo como un incienso pegajoso. El niño y la perra franquearon el rústico puentecillo de tablas y entraron en la. Era. Junto al Pajero se alzaba el palomar del Justito, y el niño, al cruzar frente a él, palmeó fuerte dos veces y el bando de palomas se arrancó alborotadamente con un ruido frenético de ropa sacudida. La perra ladró inútil, jubilosamente, mas la irrupción del Moro, el perro del Rabino Grande, el pastor, la distrajo de inmediato. El bando de palomas describió un amplio semicírculo por detrás del campanario y tomó al palomar.
El Pruden asomó por la trasera abotonándose los pantalones.
– Toma -dijo el Nini alargándole el pájaro.
El Pruden sonrió evasivamente.
– ¿Así que le atrapaste? dijo. Tomó el grajo de la punta de un ala, como con recelo, y agregó-: Anda, pasa.
Contra la tapia del corral se apoyaban el arado herrumbroso v los aperos v el tosco carromato v sobre la cuadra se abría la gatera del pajar. El Pruden entró en la cuadra y la mula negra pateó el suelo, con impaciencia. Depositó el pájaro en el suelo, y mientras eliminaba los pajotes de los pesebres le dijo al Nini, sin volverse:
– Vaya un pico. Así es que donde caen estos tunantes hacen más daño que un nublado. ¡La madre que los echó!
Una vez limpios los pesebres, se encaramó ágilmente en el pajar y arrojó al suelo con la horca unas brazadas de paja. Después se descolgó, tomó la criba y cernió el tamo en rápidos movimientos de vaivén. Seguidamente repartió la paja entre los dos pesebres y la cubrió, luego, con un serillo de cebada. El niño le miraba hacer atentamente y cuando acabó de repartir el grano le dijo:
– Cuélgalo patas arriba; si no, en lugar de ahuyentarlos hará de cimbel.
El Pruden se sacudió una mano con otra y agarró de nuevo el pájaro por la punta de un ala y penetró en la casa por la puerta de la cocina. El niño y la perra entraron tras él. La Sabina se revolvió furiosa al ver el cuervo.
– ¿Dónde vas con esa basura? -dijo.
El Pruden no alteró su voz templada y paciente. -Tú calla la boca -dijo.
Y depositó el pájaro sobre la mesa. Después se arrimó al hogar y dio la vuelta a las mondas de patata que cocían a fuego lento. Al cabo las apartó, se sentó con el balde entre las piernas y espolvoreó el salvado de hoja sobre las mondas y comenzó a envolverlo pacientemente.
El niño agarró la puerta para marcharse y el Pruden, entonces, se incorporó y dijo:
– Aguarda.
Le siguió por el pasillo de rojas baldosas hurgándose en los bolsillos del pantalón y una vez en la calle le alargó una moneda de peseta. El Nini le miraba fijamente, con precoz gravedad, y el Pruden se desconcertó, levantó los ojos al cielo, un cielo blanquecino, tímidamente azul, y dijo:
– No lloverá mas, ¿verdad, rapaz?
– Ha arrasado. El tiempo se pone de helada -respondió el niño.
Al regresar a la cocina, el Pruden analizó el grajo con concentrada atención y después continuó envolviendo en silencio el pienso de las gallinas. Al cabo de un rato levantó la cabeza y dijo:
– Digo que el Nini ese todo lo sabe. Parece Dios.
La Sabina no respondió. En los momentos de buen humor solía decir que viendo al Nini charlar con los hombres del pueblo la recordaba a Jesús entre los doctores, pero si andaba de mal temple, callaba, y callar, en ella, era una forma de acusación.
2
El Nini siguió avanzando por la calleja solitaria, arrimado a las casas para eludir el lodazal. Restregaba la moneda que portaba en la mano contra los muros de adobe y al llegar a la primera esquina examinó el brillo nacido en el borde con pueril fruición. El barrizal era allí más espeso, pero el niño lo atravesó sin vacilar, sumergiendo sus pies desnudos en el cieno entreverado de estiércol y escíbalos caprinos, en la pestilente agua estancada de los relejes. Cruzó el pueblo y antes de divisar los establos del Poderoso oyó la voz caliente de Rabino Chico charlando con las vacas. El Rabino Chico estaba al servicio del Poderoso y tenía fama de comprender el lenguaje de los animales.
El Rabino Grande, el Pastor, y el Rabino Chico, el Vaquero del Poderoso, eran hijos del Viejo Rabino, el que, al decir de don Eustasio de la Piedra, el Profesor, era una prueba viva de que el hombre provenía del mono. En efecto, el Viejo Rabino tenía dos vértebras coxígeas de más, a la manera de un rabo truncado, y el cuerpo cubierto de un vello negro y espeso, y cuando se cansaba de andar sobre los pies podía hacerlo fácilmente sobre las manos. Por todo ello, don Eustasio de la Piedra le invitó por San Quinciano, allá por el año 33, a un Congreso Internacional, sin otra mira que demostrar ante sus colegas que el hombre descendía del mono y que aún era posible encontrar ejemplares a mitad de la evolución. Después de aquello, don Eustasio le llamaba a la capital cada vez que recibía una visita de cumplido y le hacía desnudar y dar vueltas sobre las manos, muy despacito, encima de una mesa. Al principio, el Viejo Rabino sentía vergüenza, pero pronto se habituó e incluso permitía que don Eustasio, que era un sabio, le tentara las dos vértebras coxígeas sin inmutarse. A partir de entonces, cada vez que un forastero mostraba interés por su particularidad, el Viejo Rabino se soltaba la pretina y se la enseñaba.