Выбрать главу

– Esto podría ser grande; mucho más grande de lo que parece ahora mismo.

Stokes asintió.

– Antes he hablado con el inspector jefe. Me dio permiso para investigar de manera apropiada, haciendo hincapié en lo de la manera apropiada. -Una torva sonrisa torció sus labios. -Mañana hablaré con él otra vez y le contaré cómo lo vemos ahora. Creo que entonces puedo garantizar que tendré libertad de acción.

Barnaby sonrió con cinismo.

– Bien, ¿y cuál es el siguiente paso? ¿Descubrir esa escuela?

– Lo más probable es que esté en el East End, en algún lugar no muy alejado de donde vivían los niños. Dijiste que es poco probable que algún miembro del personal del orfanato seleccionara a los niños. Si es así, la explicación más plausible de cómo el «director» supo de su existencia y, más aún, de cuándo y dónde exactamente enviar a un hombre en su busca, es que el director y su equipo sean del barrio.

– Los vecinos estaban seguros de que el hombre que se llevó a los niños era del East End, y de que era un mero recadero; alguien a quien habían enseñado qué decir para lograr que le entregaran a los huérfanos.

– Precisamente. Esos maleantes están al tanto de todo lo que ocurre en el barrio porque son de allí. Barnaby hizo una mueca.

– No sé por dónde empezar a buscar una escuela de ladrones en el East End. Ni en ninguna otra parte, la verdad.

– Buscar lo que sea en el East End no es tarea fácil, y yo estoy tan poco familiarizado con la zona como tú.

– ¿La policía local? -sugirió Barnaby.

– Pienso informarla, aunque no cuento con obtener mucha ayuda directa. Esa comisaría está en pañales y es de suponer que aún no habrá arraigado en el barrio. -Hubo un momento de silencio; Stokes golpeó el escritorio con un dedo y pareció tomar una decisión. -Déjalo en mis manos. Sé de alguien que conoce bien el East End. Si consigo interesarlo en el caso, quizá se avenga a ayudarnos.

Se levantó. Barnaby también y se volvió hacia la puerta. Stokes rodeó el escritorio, cogió el sobretodo de la percha y le siguió.

Barnaby se detuvo en el pasillo; el otro se paró a su lado.

– Iré a devanarme los sesos para ver si hay algún otro modo de promover nuestra causa. Stokes asintió.

– Mañana veré al inspector jefe y lo pondré al corriente. Y veré a mi contacto. Te mandaré aviso si está dispuesto a ayudar.

Se separaron. Barnaby salió a la calle, donde ya anochecía. De nuevo se detuvo en la escalinata del edificio para evaluar la situación. Stokes tenía algo concreto que hacer, una vía de investigación a seguir. Él, en cambio… el impulso de actuar, de no limitarse a aguardar a que el inspector le mandara aviso, lo acuciaba.

Si hablaba con Penelope Ashford otra vez, ahora que tenía cierta idea de hacia dónde apuntaban las pesquisas, quizá le sonsacara más información útil. Tenía bastante claro que la joven tenía muchos datos potencialmente útiles. Y él le había prometido que la informaría de la opinión de Stokes…

Qué mujer avasalladora.

Qué mujer tan difícil… con aquellos labios carnosos y sensuales. Labios fascinantes.

Se metió las manos en los bolsillos y bajó la escalinata. El único problema de hablar con Penelope aquella noche era que para hacerlo tendría que encontrarse con ella en un lugar de buen tono.

La noche había caído, y con ella Penelope se había visto obligada a ponerse lo que a su juicio era un disfraz. Tenía que dejar de ser ella misma para convertirse en la señorita Penelope Ashford, hermana menor del vizconde Calverton, hija menor de Minerva, la vizcondesa viuda lady Calverton, y única mujer soltera del clan.

La última designación la crispaba, no porque abrigara deseo alguno de cambiar su estado civil sino porque de un modo u otro la señalaba. La ponía en un pedestal que su cinismo veía semejante a una plataforma de subastas. Y si bien nunca había tenido la menor dificultad en hacer caso omiso de las erróneas suposiciones que muchos jóvenes caballeros indefectiblemente daban por sentadas, el tener que hacerlo era un verdadero fastidio. Resultaba irritante tener que interrumpir sus pensamientos y armarse de paciencia y cortesía para que los caballeros pertinaces dieren media vuelta.

Sobre todo habida cuenta de que, aunque pudiera estar presente en un salón de baile, por lo general su mente estaba en otra parte. Por ejemplo en las Termópilas. Para ella los griegos antiguos tenían mucho más encanto que cualquiera de los mozos que trataban de atraer su atención.

Aquella noche la velada transcurría en los salones de lady Hemmingford. Ataviada con un moderno vestido de satén verde de un tono tan oscuro que resultaba casi negro, pues su familia le tenía prohibido vestirse de negro, su color predilecto, Penelope contemplaba, arrimada a la pared, la soirée política en pleno auge.

A pesar del aburrimiento e incluso aversión que le causaban tales reuniones sociales, no podía dejar de acudir. La asistencia ineludible con su madre a cualquier recepción que la vizcondesa viuda decidiera honrar con su presencia era parte del trato que había cerrado con Luc y su madre a cambio de que lady Calverton se quedase en la ciudad cuando el resto de la familia se marchara al campo, permitiéndole así proseguir con su tarea en el orfanato.

Luc y su madre se habían negado de plano a aceptar que permaneciera sola en Londres, ni siquiera en compañía de Helen, una prima viuda, como carabina. Por desgracia, nadie consideraba que Helen, siempre tan dulce y afable, fuese capaz de controlarla, ni siquiera la propia Penelope. Pese a la mala disposición de su hermano, entendía su punto de vista.

También sabía que una parte tácita del trato era que consentiría en ser exhibida ante los miembros de la flor y nata que siguieran en la capital, manteniendo así vigente la oportunidad de encontrar un buen partido.

Cuando estaba en familia, hacía lo posible por acallar tales ideas; no veía ningún beneficio en el matrimonio, al menos no en su caso. Cuando estaba en sociedad, si no abiertamente sí con implacable agudeza, disuadía a los caballeros que creían saber cómo hacerla cambiar de parecer.

Siempre se desconcertaba cuando un jovenzuelo inmaduro era tan torpe como para no interpretar su mensaje. «¿Es que no ves que llevo gafas, so imbécil?», le soltaba mentalmente. ¿Qué joven casadera deseosa de contraer matrimonio acudiría a una recepción social con gafas de montura de oro apoyadas en la nariz?

En realidad su vista era lo bastante buena como para arreglarse sin gafas, pero entonces veía las cosas con poca nitidez. Podía manejarse en un ámbito reducido como una habitación, incluso un salón de baile, pero no discernía la expresión de los rostros. En la adolescencia había decidido que saber qué ocurría a su alrededor con todo detalle era más importante que presentar la imagen correcta. Otras jóvenes damas quizá pestañeasen intentando negar su miopía, pero ella no.

Ella era como era y la alta sociedad tendría que componérselas.

Con el mentón en alto, la mirada fija en la cornisa del otro lado de la estancia, permaneció de pie a un lado del salón de los Hemmingford, deliberando si entre los invitados había alguno de cuya conversación ella o el orfanato se pudieran beneficiar.

Era vagamente consciente de la música que llegaba del salón contiguo, pero estaba resuelta a hacer caso omiso al reclamo que suponía para sus sentidos. Bailar con caballeros siempre los alentaba a figurarse que estaba interesada en conocerlos mejor. Triste circunstancia dado que le encantaba bailar, pero había aprendido a no permitir que la música la tentara.

De súbito, sus sentidos se alborotaron. Parpadeó. Aquella sensación tan curiosa se deslizaba sobre ella como si las terminaciones nerviosas bajo su piel hubieran sido objeto de una caricia afectuosa. Estaba a punto de dar media vuelta para identificar la causa cuando una voz perturbadoramente grave murmuró:

– Buenas noches, señorita Ashford.