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Rizos rubios, ojos azules. Resplandeciente en blanco y negro de gala, Barnaby Adair apareció a su lado.

Ella sonrió encantada y, sin pensarlo dos veces, le dio la mano.

Barnaby tomó sus delicados dedos e hizo una reverencia, aprovechando el momento para recomponer su habitualmente impecable compostura, que Penelope había hecho añicos con aquella fabulosa sonrisa suya.

¿Qué sucedía con ella y sus sonrisas? Tal vez se debiera a que no sonreía con tanta liberalidad como otras damiselas; aunque sus labios se curvaban de buena gana y prodigaba educados elogios como era menester, tales gestos eran primos distantes de su verdadera sonrisa, con la que acababa de obsequiarle. Esta era mucho más radiante, más intensa y cálida. Abierta y sincera, suscitaba en él el impulso de advertirle que no mostrara aquellas sonrisa a los demás; suscitaba el codicioso deseo de que ella reservara aquellas sonrisas sólo para él.

Absurdo. ¿Qué le estaba provocando aquella joven?

Ella se irguió y él la encontró todavía más radiante, aunque la sonrisa se había desvanecido.

– Me alegro de verle. ¿Debo suponer que me trae novedades?

Barnaby volvió a pestañear. Había algo en su rostro, en su expresión, que lo enternecía y le afectaba de un modo sumamente peculiar.

– Si no recuerdo mal -dijo, con un valeroso intento de arrastrar las palabras con sequedad y arrogancia, -usted insistió en que la informara acerca de la opinión de Stokes en cuanto fuera posible.

La jovialidad de Penelope no decayó.

– Bueno, sí, pero no esperaba que lo hiciera aquí -señaló con la mano a la elegante concurrencia.

No obstante, había tomado la precaución de volver a dar instrucciones a su ayuda de cámara para que le dijera dónde encontrarla. Barnaby titubeó y echó un breve vistazo a los grupos que conversaban en derredor.

– Me figuro que preferirá hablar de nuestra investigación antes que de la última obra del Teatro Real.

Esta vez la sonrisa de ella fue al mismo tiempo petulante y confiada.

– Indudablemente. -Miró en torno. -Pero si vamos a hablar de secuestradores y delitos, deberíamos trasladarnos a un sitio más tranquilo. -Con el abanico, indicó el rincón adyacente a la arcada que daba al salón. -Esa zona suele estar despejada. -Lo miró. -¿Vamos?

Barnaby le ofreció un brazo que ella aceptó. Él reparó en que bastaba que él la observara para que los sentidos de ella reaccionaran sutilmente. Él los alteraba. Barnaby lo había sabido desde el primer momento, desde que ella entró en su salón y lo vio, no en público, sino a solas.

Conducirla a través del salón, deteniéndose forzosamente aquí y allí para intercambiar saludos, le dio tiempo para considerar su propia e inusual reacción ante ella. Era bastante comprensible; su propia reacción era consecuencia directa de la reacción de ella. Cuando sonreía con tanta franqueza, no era porque reaccionara ante su apostura, ante el glamur que a la mayoría de jóvenes damas impedía ver más allá, sino porque veía y reaccionaba ante el hombre que había detrás de esa fachada, el investigador con quien, al menos a su juicio, se estaba relacionando.

Era a su faceta investigadora a la que sonreía, a su lado intelectual. Eso era lo que le había llevado a sentirse tan extrañamente emocionado. Era reconfortante que sus atributes viriles no se tuvieran demasiado en cuenta y que, en cambio, valorasen su mente y sus logros. Penelope quizá llevara gafas, pero su vista era mucho más incisiva que la de sus semejantes.

Por fin llegaron al rincón. Allí estaban relativamente aislados del grueso de los invitados, separados por el ir y venir de quienes entraban y salían del salón. Podían hablar con total libertad aun estando a la vista de todos.

– Perfecto. -Retirando la mano de su manga, se volvió hacia él. -Bien. ¿Qué ha deducido el inspector Stokes?

Reprimió las ganas de informarla de que Stokes no era el único que había deducido cosas.

– Después de considerar todas las actividades posibles en las que cabría emplear a niños de esa edad, parece que lo más probable en este caso sea el robo.

Penelope frunció el ceño.

– ¿Qué quieren los ladrones de unos niños tan pequeños?

Él se lo explicó y ella se indignó. Echando chispas por los ojos tras las lentes, declaró categóricamente:

– Debemos rescatar a nuestros niños sin demora.

Tomando nota de la determinación que resonaba en su voz, Barnaby mantuvo una expresión impasible.

– En efecto. Mientras Stokes tantea a sus contactos con vistas a localizar esa escuela, hay otra vía que a mi juicio deberíamos tomar en consideración.

Penelope lo miró a los ojos.

– ¿Cuál?

– ¿Hay otros niños parecidos que puedan quedar huérfanos pronto?

Ella lo miró fijamente un instante, abriendo mucho sus ojos castaños. Barnaby supuso que le preguntaría por qué; en cambio, en un santiamén había comprendido por dónde iba él y a juzgar por su fascinación, estaba más que dispuesta a seguirlo.

– ¿Los hay? -insistió Barnaby.

– No lo sé, no se me ocurre ninguno en este momento. Yo hago todas las visitas pero a veces transcurre más de un año desde que el niño se inscribe en nuestros archivos hasta que fallece el tutor.

– Entonces ¿puede decirse que existe una especie de lista de huérfanos en ciernes?

– Una lista no, por desgracia, sino un montón de expedientes.

– ¿Y esos expedientes contienen la dirección y una descripción sucinta del niño?

– La dirección sí. Pero la descripción que anotamos se limita a la edad y al color del pelo y los ojos; no basta para nuestro propósito. -Le miró de hito en hito. -No obstante, por lo general me acuerdo de los niños, sobre todo de los que he visto recientemente.

Barnaby tomó aire.

– ¿Cree que…?

– Señorita Ashford.

Ambos se volvieron para encontrarse ante un joven caballero que hacía una reverencia exagerada. Se irguió y sonrió a Penelope.

– Soy el señor Cavendish, señorita Ashford. Su madre y la mía son grandes amigas. Me estaba preguntando si le apetecería bailar. Me parece que se están preparando para un cotillón.

Penelope frunció el entrecejo.

– No, gracias. -Pareció reparar en la gelidez de su tono, así que lo derritió lo justo para agregar: -No soy muy aficionada a los cotillones.

Cavendish pestañeó.

– Vaya. Entendido.

Saltaba a la vista que no estaba acostumbrado a que lo rechazaran. Aunque el semblante disuasorio de Penelope no se relajó, Cavendish dio muestras de querer sumarse a su conversación. Ni corta ni perezosa, ella lo tomó del brazo y le obligó a volverse.

– Aquella de allí es la señorita Akers. -Miró hacia el otro lado del salón. -La chica del vestido rosa con profusión de capullos en flor. Seguro que le encantará bailar el cotillón. -Hizo una pausa y tundió: -Desde luego lleva el vestido apropiado.

Barnaby se mordió el labio. Cavendish, sin embargo, inclinó la cabeza mansamente. Si me disculpan…

Miró esperanzado a Penelope, que asintió alentadoramente.

– Faltaría más -respondió soltándole el brazo.

Cavendish saludó a Barnaby y se alejó.

– Bien. -Penelope volvió a centrarse en Barnaby. -¿Qué estaba diciendo?

– Me preguntaba si…

– Mi querida señorita Ashford. Qué inmenso placer encontrarla honrando esta recepción con su presencia.

Barnaby observó con interés cómo Penelope se envaraba y daba media vuelta lentamente, endureciendo su expresión para enfrentarse al intruso.

Tristram Hellicar tenía fama de vividor. Además no podía negarse que era guapo. Hizo una elegante reverencia; al erguirse saludó con la cabeza a Barnaby y acto seguido dirigió el irresistible encanto de su sonrisa a Penelope, que no se dejó impresionar lo más mínimo.

– Tristram, el señor Adair y yo…

– Hicierais lo que hicieseis, querida, ahora estoy aquí. Seguro que no querrás echarme a los lobos… -Con ademán pausado indicó a los demás invitados.