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Con la cabeza alta, el mentón inclinado en el ángulo exacto, una sonrisa confiada curvándole los labios, se arrancó a bailar, y acto seguido se encontró siguiendo en vez de llevando.

Tardó un momento en adaptarse, pero ése era un punto a favor de él. Luego recordó que no quería dejarse impresionar, al menos no en ese ruedo. Por desgracia, su causa languideció y feneció mientras, con la vista clavada en su rostro, notaba cómo él la hacía evolucionar sin esfuerzo a lo largo del salón, deteniéndose y dando vueltas junto con las demás parejas que surcaban la pista. No era tanto la soltura con que la movía -era lo bastante liviana como para que casi todos los caballeros fueran capaces de hacerlo, -como la sensación de poder, de control, de energía domeñada que imprimía a las simples revoluciones del vals.

Lejos de sentirse liberada, estaba presa, atrapada.

Y a pesar de ser precisamente lo que no había deseado, se sorprendió a sí misma sonriendo con más sinceridad, relajándose en su holgado abrazo mientras admitía que sí, Barnaby sabía bailar el vals. Y sí, ella podía entregarse a su maestría y limitarse a gozar.

Hacía mucho tiempo que no había disfrutado con un vals.

Los ojos azules de Barnaby buscaron su rostro y entonces torció los labios.

– Está visto que cambio de parecer y al final prestó atención su profesor de baile.

– Luc, mi hermano. Un tirano muy estricto y exigente. -Se concedió un momento más para gozar con la sensación de flotar por la pista, de los firmes muslos de él rozándole las faldas, antes de preguntar: -Ahora, por fin, podremos terminar nuestra conversación. ¿Qué era lo que quería decirme?

Barnaby bajó la vista a sus ojazos castaños y se preguntó por qué no había querido aprender a bailar el vals.

– Iba a sugerir que si usted pudiera identificar a cualquier otro niño que vaya a quedar huérfano en un futuro cercano y que encajara en el perfil de los secuestrados, podríamos vigilarlos, tanto para identificar a los secuestradores si se presentan como, en última instancia, para impedir que se los lleven.

Penelope pestañeó y abrió más los ojos.

– Sí, claro. ¡Qué buena idea! -Musitó estas palabras como si hubiese tenido una revelación. De pronto se soltó y recobró su brío y el ¡ciencia. -Mañana revisaré los archivos. Si encuentro posibles candidatos…

– Me reuniré con usted en el orfanato a primera hora -dijo Barnaby. Sonrió mirándola de hito en hito. Si pensaba que iba a permitir que fuera sola de caza, estaba muy equivocada. -Podemos revisar los archivos juntos.

Penelope lo observó como evaluando las posibilidades que tenía de rehusar su ofrecimiento, aunque él estaba bastante seguro de que ella entendía que no se trataba de un ofrecimiento sino de una afirmación inapelable. Finalmente sus labios, siempre tan atrayentes, cedieron.

– Muy bien. ¿Pongamos a las once?

Barnaby inclinó la cabeza.

– Y veremos qué podemos encontrar.

Se irguió, le hizo dar una vuelta y reanudaron el baile en dirección al salón. Un vistazo a su semblante le confirmó que disfrutaba del baile tanto como él.

Incluso en esto era la antítesis de la norma. La mayoría de jóvenes damas eran vacilantes; incluso siendo excelentes bailarinas se mostraban pasivas, no sólo permitiendo sino confiando en que un caballero las dirigiera por la pista. Penelope no quería saber nada de la pasividad, ni siquiera durante un vals. Si bien tras los primeros pasos había consentido en que él la llevara, la fluida tensión que confería a sus gráciles miembros, la energía con que se acoplaba a su paso, convertía la danza en un.esfuerzo compartido, una actividad a la que ambos contribuían, haciendo que la experiencia fuera un mutuo placer compartido.

Con gusto bailaría hasta bien entrada la noche con ella…

De repente, apartó de su mente la idea de los distintos bailes que podrían permitirse danzar juntos. Ese no era el motivo por el que estaba bailando un vals con ella. Se trataba de la hermana de Luc Ashford, y su relación con ella era mero fruto de una investigación.

¿O no?

Al terminar un giro le miró la cara, los labios rubí ligeramente abiertos, sus encantadores ojos y el semblante de madona que ningún maquillaje o afeite podría jamás disfrazar, y se preguntó cuan sincero estaba siendo. Hasta qué punto estaba obstinado en no ver.

Penelope se zafó de sus brazos. Él los dejó caer y sonrió de un modo encantador.

– Gracias.

Respondiendo con una sonrisa, ella inclinó la cabeza.

– Baila muy bien el vals… Mucho mejor de lo que me esperaba.

El se fijó en el hoyuelo de su mejilla izquierda.

– Encantado de servirla.

La joven se rio ante tan seca respuesta.

Barnaby le tomó la mano, la apoyó en su brazo y la hizo girar hacia el salón.

– Venga conmigo, la acompaño hasta su madre. Y luego tendré que irme.

Así lo hizo. Mientras salía del salón sintió cierta satisfacción por lo entretenida que había sido la velada, algo con lo que en ningún momento había contado.

Penelope miró sus anchas espaldas hasta que lo perdió de vista. Sólo entonces se tomó la molestia de poner en orden sus ideas y valorar la situación.

Y al hacerlo…

– ¡Maldita sea! -murmuró entre dientes.

Era incapaz de encontrar un defecto en Barnaby Adair; en su talento como investigador, ninguno, al menos de momento, y, más sorprendente aún, en sus atributos varoniles tampoco. Aquello no era buena señal. Normalmente, y más después de haber conversado un par de veces con un caballero, ya lo habría descartado.

A Barnaby Adair no podía descartarlo. Y entre otras razones porque no se dejaba descartar.

Penelope no sabía a ciencia cierta qué iba a hacer con él, pero estaba claro que tendría que hacer algo. O bien tomar medidas para anular el efecto que ejercía en ella, o bien seguir aguantando a su díscola cabeza y a sus absortos sentidos.

La segunda opción era inadmisible. Y hasta que lograra la primera no sería capaz, era evidente, de manejar a Barnaby a su antojo.

CAPÍTULO 05

A las nueve en punto de la mañana siguiente, el inspector Basil Stokes estaba en la acera de St. John's High Street observando la puerta de una tienda pequeña. Pasado un rato, abrió la puerta y entró.

Encima de la puerta sonó una campanilla; dos chicas que trabajaban en una mesa al fondo del estrecho espacio rectangular levantaron la mirada. Parpadearon y acto seguido cruzaron fugaces miradas. Una de ellas, que Stokes tomó por la mayor, dejó a un lado el sombrero que estaba adornando y se acercó al pequeño mostrador.

Con voz vacilante preguntó:

– ¿Qué se le ofrece, señor?

Stokes entendía su confusión; él no era el tipo de cliente habitual en una sombrerería de señoras. Echó un vistazo en derredor y poco faltó para que hiciera una mueca ante las plumas, encajes, cintas y fruslerías que colgaban de percheros y adornaban sombreros de formas variopintas. Se sentía fuera de lugar, como si se hubiese colado en el tocador de una señora.

Devolviendo la mirada a la cara redonda de la chica, dijo:

– Busco a la señorita Martin. ¿Está aquí?

La chica se puso nerviosa.

– ¿Quién pregunta por ella, señor?

Estuvo a punto de decirle su cargo pero cayó en la cuenta de que Griselda, la señorita Martin, probablemente proferiría que su personal no supiera que recibía una visite de le policía.

– El señor Stokes. Creo que me recordará. Sólo será un momento, si es posible.

Como tantas personas, la chica no supo establecer su clase social; por si acaso, hizo una reverencia.