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Alzó la mano y llamó con delicadeza a la puerta.

– ¿Señorita Ashford?

Penelope levantó la vista. Por un instante, tanto su mirada como su expresión fueron de perplejidad, luego pestañeó, enfocó y lo saludó con un ademán.

– Señor Adair. Bienvenido al orfanato.

Sin sonreír, reparó Barnaby; metida en faena. Pensó que resultaba reconfortante.

Relajado y tranquilo, dio unos pasos para situarse junto a la otra silla.

– Quizá podría mostrarme el lugar y contestar a unas preguntas.

Ella consideró la sugerencia y echó un vistazo a los papeles que tenía delante. Barnaby casi la oía debatirse en su fuero interno sobre si enviarle a hacer la ronda con su ayudante, pero entonces sus labios -aquellos labios de rubí que habían recuperado su fascinante plenitud natural- volvieron a apretarse.

– Por supuesto. Cuanto antes encontremos a los niños perdidos, mejor.

Rodeando el escritorio, salió del despacho con paso decidido; enarcando levemente las cejas, Barnaby la siguió: otra vez detrás de una mujer, aunque ésta no le traía a la mente ningún raigo matronil.

Sin embargo ella se las arregló para armar un loable ajetreo al cruzar el antedespacho.

– Le presento a mi ayudante, la señorita Marsh. También fue huérfana, y ahora trabaja aquí asegurándose de que todos nuestros archivos y el papeleo están en orden.

Barnaby sonrió a aquella discreta joven, que se sonrojó e inclinó la cabeza, fijando de nuevo su atención en los papeles. Siguiendo a Penelope al pasillo, Barnaby reflexionó que era poco probable que los habitantes del orfanato se toparan con muchos caballeros de alcurnia.

Alargando el paso, dio alcance a Penelope, que lo conducía hacia el interior de la casa caminando de un modo casi masculino, obviamente desdeñosa del caminar deslizante que tan en boga estaba. Echó un vistazo a su semblante.

– ¿Hay muchas damas de alcurnia que la ayuden en su labor aquí?

– No demasiadas. -Al cabo de un instante, se explicó mejor. -Vienen unas pocas. Se enteran por mí o Portia, o las demás, o por nuestras madres y tías, y acuden con la intención de ofrecer sus servicios.

Se detuvo en la intersección con otro pasillo que conducía a un ala y lo miró a la cara.

– Vienen, miran… y luego se marchan. La mayoría tienen la idea de hacerse las dadivosas con golfillos apropiadamente agradecidos. -Una chispa de malicia brilló en sus ojos; volviéndose, señaló hacia el ala. -Y eso no es lo que encuentran aquí.

Incluso antes de que llegaran a la puerta entornada, la tercera del pasillo, la algarabía era evidente.

Penelope la abrió de par en par.

– ¡Niños!

El ruido cesó tan de repente que el silencio reverberó.

Diez niños de entre ocho y doce años se quedaron de una pieza, sorprendidos en pleno combate de lucha libre. Con los ojos como platos y las bocas torcidas, se percataron de quién había entrado y entonces, de prisa, se separaron, empujándose para ponerse en fila y lucir sonrisas inocentes que pese a todo parecían bastante auténticas.

– Bueno días, señorita Ashford, -dijeron a coro.

Ella les dirigió una mirada muy seria.

– ¿Dónde está el señor Englehart?

Los niños cruzaron miradas y uno de ellos, el más grandullón, contestó:

– Ha salido un momento, señorita.

– Y seguro que os ha dejado una tarea que hacer, ¿verdad?

Los niños asintieron. Sin decir palabra, regresaron a sus pupitres y enderezaron los dos que habían tumbado. Provistos de tizas y pizarras, se sentaron en los bancos y reanudaron su tarea; echando un vistazo, Barnaby vio que estaban aprendiendo a sumar y restar.

Unos pasos presurosos resonaron en el fondo del pasillo; un momento después, un hombre bien vestido de unos treinta años apareció en el umbral.

Observó a los niños y a Penelope, y acto seguido sonrió.

– Por un momento he pensado que se habían matado entre sí.

Se oyeron risas ahogadas. Tras asentir a Penelope y mirar con curiosidad a Barnaby, Englehart ocupó su sitio en el aula.

– Venga, chicos. Otros tres grupos de sumas y podréis salir al patio.

Algunos rezongaron pero se pusieron a trabajar en serio; más de uno apretaba la lengua entre los dientes.

Uno levantó la mano y Englehart se acercó para leer lo que había en la pizarra del niño.

Penelope echó un último vistazo al grupo y se reunió con Barnaby junto a la puerta.

– Englehart enseña a los niños de esta edad a leer y escribir, y también aritmética. La mayoría aprende lo bastante como para buscar un empleo mejor que el de simple lacayo, y otros van para aprendices en distintos oficios.

Habiendo reparado en la seriedad de la relación de los niños con Englehart y en el modo en que éste reaccionaba con ellos, Barnaby asintió.

Siguió a Penelope fuera del aula. Cuando ella hubo cerrado la puerta, le dijo:

– Englehart parece capacitado para este trabajo.

– Lo está. También es huérfano, pero su tío se hizo cargo de él y le dio una buena educación, Ocupa un puesto de confianza en el bufete de un abogado que está al corriente de nuestra obra y permite que Englehart nos dedique seis horas a la semana. Tenemos otros profesores para otras asignaturas. En su mayoría son voluntarios, lo cual significa que realmente les importan sus alumnos y que están dispuestos a emplearse a fondo para sacar lo mejor de lo que casi nadie consideraría una buena arcilla.

– Por lo que veo, ha conseguido bastantes y provechosos apoyos.

Ella se encogió de hombros.

– Cuestión de suerte.

Barnaby sospechó que si la joven tenía un objetivo en mente, la suerte apenas contaba.

– Los familiares que confían sus pupilos a esta institución, ¿vienen antes a visitarla?

– Los que pueden, suelen hacerlo. Pero en cualquier caso nosotros siempre visitamos al niño y al tutor en su casa. -Lo miró a los ojos. -Es importante que sepamos en qué clase de hogar se han criado y a qué están acostumbrados. Cuando llegan aquí por primera vez, muchos tienen miedo: este ambiente es nuevo y a menudo extraño para ellos, con normas que desconocen y costumbres que les resultan raras. Saber a qué están habituados nos permite ayudarlos a integrarse.

– Esas visitas las hace usted -dijo Barnaby como afirmación.

Penelope levantó el mentón.

– Soy la responsable, de modo que debo estar informada.

A él no le vino a la mente ninguna joven que quisiera ir de buen grado a esos lugares; se estaba haciendo patente que hacer suposiciones sobre Penelope, o sobre su conducta o reacciones, basándose en lo que era la norma entre las jóvenes de buena cuna era un modo excelente de no entender nada.

Siguió guiándolo, deteniéndose en las diversas aulas, mostrándole los dormitorios, vacíos a esa hora, la enfermería y el comedor, mientras le explicaba los métodos y rutinas que seguían y le presentaba al personal que encontraban por el camino. Barnaby escuchó atentamente cuanto le refirió; disfrutaba estudiando a las personas, se consideraba a sí mismo bastante entendido en caracteres, y cuanto más veía, más calcinado se sentía, sobre todo por Penelope Ashford.

Tenaz, dominante pero no dominadora, inteligente, despierta y perspicaz, entregada y leal; al finalizar el recorrido había visto lo bastante para estar seguro de esas cualidades. También podría añadir irritable cuando la presionaban, prepotente cuando se cuestionaba su autoridad y compasiva de pies a cabeza. Esto último se traslucía cada vez que se relacionaba con algún niño; parecía conocer cada nombre y cada historia de los más de ochenta bribonzuelos que vivían en aquella casa.

Finalmente regresaron al vestíbulo principal. A Penelope no se le ocurría qué más podía mostrarle; daba gusto que fuera tan observador y en apariencia capaz de deducir sin tener que explicarle las cosas con detalle. Se detuvo y se volvió hacia él.

– ¿Necesita saber algo más sobre nuestros procedimientos?