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En opinión de Barnaby, el Cuerpo tenía suerte de contar con Stokes. Además, era inteligente y usaba el cerebro, lo cual era en parte el motivo de que hubiesen trabado una estrecha amistad.

Lo que a su vez explicaba que Stokes estuviera escrutándole con indisimulada impaciencia; esperaba que Barnaby lo salvase de sus informes.

Barnaby sonrió.

– Tengo un caso que, aunque se aparta de lo que solemos hacer, quizá te pique la curiosidad.

– Ahora mismo eso no será difícil. -Stokes tenía una voz gravé, bastante áspera, todo un contraste con la voz bien modulada de Barnaby. -Nuestros delincuentes elegantes han decidido irse de vacaciones muy pronto este año, o quizás se han retirado al campo porque hemos peinado demasiado la ciudad. En todo caso, soy todo oídos.

– La administradora del orfanato de Bloomsbury me ha pedido que investigue la desaparición de cuatro niños.

Sucintamente, Barnaby expuso cuanto había averiguado a través de la propia Penelope, de lo observado en la casa y durante la visita a Clerkenwell. Al hacerlo, su voz y su expresión traslucieron una gravedad que no había permitido ver a Penelope.

Cuando terminó diciendo «el hecho más relevante es que fue el mismo hombre quien se llevó a los cuatro niños», parecía bastante desalentado.

Stokes había endurecido su semblante. Los ojos entornados le daban un aire sombrío.

– ¿Quieres saber mi opinión? -Barnaby asintió. -Me suena tan mal como a ti. -Arrellanándose en su silla, Stokes golpeó el escritorio con un dedo. -Veamos… ¿Qué utilidad pueden tener cuatro niños de entre siete y diez años, todos del East End? -Y se contestó: -Burdeles. Grumetes. Deshollinadores. Ladrones a la fuerza. Por citar sólo lo más obvio.

Barnaby hizo una mueca; cruzó las manos sobre el abrigo y miró al techo.

– No me convence lo de los burdeles, gracias a Dios. Seguramente no se limitarían al East End para dar caza a tales presas.

– Desconocemos el alcance de esto. Quizá sólo sepamos de los casos del East End porque ha sido la administradora del orfanato quien te ha informado, y esa institución se dedica al East End.

– Cierto. -Barnaby bajó la mirada y la clavó en Stokes. -Así pues, ¿qué piensas?

Stokes adoptó una expresión pensativa. Barnaby dejó que el silencio se prolongara, pues tenía una idea bastante aproximada de las cuestiones que Stokes debatía mentalmente.

Al final, una lenta sonrisa depredadora curvó los finos labios de Stokes. Volvió a mirar a Barnaby.

– Como bien sabes, normalmente no tendríamos posibilidad de obtener permiso para buscar cuatro niños indigentes. Sin embargo, esos posibles usos que hemos mencionado… ninguno de ellos es cosa buena. Todos son, en sí mismos, delitos dignos de atención. Se me ocurre que entre el revuelo político que han levantado tus éxitos al encargarte de delincuentes aristócratas, y habida cuenta de que los jefes nos exhortan sin tregua a que se nos vea ecuánimes en nuestra labor, tal vez podría presentar este caso como una oportunidad para demostrar que al Cuerpo no sólo le interesan los delitos que afectan a los nobles, sino que está igualmente dispuesto a actuar para proteger a inocentes de la condición social más baja.

– Podrías señalar que en estas fechas el crimen entre los nobles sufre un parón estacional. -Ladeando la cabeza, Barnaby le sostuvo la mirada. -Dime, ¿crees que conseguirás autorización para trabajar en esto?

Stokes apretó los labios.

– Seguro que puedo utilizarlo para poner en juego sus prejuicios. Y su política.

– ¿Puedo hacer algo para ayudar?

– Podrías enviar unas líneas a tu padre, sólo para contar con su apoyo en caso necesario, pero aparte de eso… creo que me apañaré.

– Bien. -Barnaby se incorporó. -¿Eso significa que serás tú, en concreto, quien tome parte?

Stokes miró el montón de papeles que tenía junto al codo.

– Pues sí. Claro que seré yo quien se ocupe de este caso.

Sonriendo, Barnaby se puso en pie.

Stokes alzó la vista.

– Confío en hablar con el inspector jefe hoy mismo. Te mandaré aviso en cuanto tenga autorización. -Stokes se levantó y le tendió la mano.

Barnaby se la estrechó, la soltó e inclinó la cabeza a modo de saludo.

– Te dejo con tus estrategias de persuasión. -Se dirigió hacia la puerta.

– Una cosa más.

Barnaby se detuvo en el umbral y miró atrás. Su amigo ya estaba despejando el escritorio de papeles.

– Quizá quieras preguntar a la administradora del orfanato si esos niños tenían algo en común. Cualquier rasgo; si eran todos bajos, altos, corpulentos, flacos. Eso podría darnos indicios del móvil de esos canallas.

– Buena idea. Preguntaré.

Tras otra inclinación de la cabeza, Barnaby se marchó.

Había dicho que preguntaría, pero no tenía por qué hacerlo ese día.

No le apetecía buscar a Penelope Ashford esa misma tarde para hacerle preguntas. Había mencionado que sólo acostumbraba a estar en el orfanato por las mañanas. Aun suponiendo que la encontrara allí donde estuviera, no tendría sus archivos a mano para consultarlos.

Por supuesto, lo que había visto sugería que Penelope sería capaz de contestar a la pregunta de Stokes sin necesidad de ningún archivo.

Barnaby se detuvo en la escalinata del edificio de Stokes. Con las manos en los bolsillos del sobretodo, ahora abrochado para protegerse de la gélida brisa, contempló los edificios del otro lado de la plaza mientras decidía si perseguir a Penelope Ashford, aunque sólo fuera para hallar repuestas.

Siendo la clase de mujer que era, si le daba caza supondría que lo hacía para interrogarla.

Tranquilizado, sonrió, bajó los escalones y emprendió la marcha hacia Mount Street.

A fuerza de preguntar a los barrenderos, localizó Calverton House y llamó usando la aldaba. Aguardó un momento, luego la puerta se abrió y un imponente ayuda de cámara le miró a los ojos, enarcando las cejas con un gesto de autoritaria interrogación.

Barnaby sonrió con desenvuelto encanto.

– Con la señorita Ashford, por favor.

– Lamento informarle que la señorita Ashford ha salido, señor. ¿Puedo decirle quién ha preguntado por ella?

Barnaby dejó de sonreír y bajó la vista, preguntándose si debía dejar algún mensaje. Previendo cómo reaccionaría Penelope…

– Es el señor Adair, ¿verdad?

Miró al ayuda de cámara, cuya expresión era indescifrable.

– Sí.

– La señorita Ashford dejó dicho que en caso de que usted viniera, señor, le informara de que ha tenido que acompañar a lady Calverton a las visitas de la tarde y que, por consiguiente, preveía estar en el parque a la hora acostumbrada.

Barnaby disimuló una sonrisa. El parque. A la hora que dictaban las convenciones. Una combinación de lugar y momento que él solía eludir a toda costa.

– Gracias.

Dio media vuelta y bajó la escalinata. En la acera vaciló un instante y luego se encaminó hacia Hyde Park.

Corría noviembre. El cielo estaba encapotado y la brisa helaba. Casi toda la rutilante horda que poblaba los salones de baile elegantes ya había huido al campo. Sólo quedaban los vinculados a los pasillos del poder, dado que el Parlamento aún no había terminado sus sesiones. No tardaría en hacerlo, y entonces Londres quedaría desierto de miembros de la alta sociedad. Incluso ahora, las hileras de carruajes que uno debería hallar flanqueando la avenida se habían reducido considerablemente.

Tampoco habría tantas viudas y matronas, y mucho menos bonitas jovencitas que al verle se preguntaran por qué estaba tan resuelto a hablar con Penelope Ashford.

Atravesó Park Lane, entró raudamente por la verja y cortó camino a través del césped hacia donde solían reunirse los carruajes de las damas de la flor y nata londinense.