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Colleen McCullough

Las Señoritas De Missalonghi

The ladies of Missalonghi

Traducción de Marita Osés

Para mi madre,

que finalmente ha visto realizado su sueño de vivir

en las Montañas Azules

NOTA DE LA AUTORA

Para aquellos lectores que adviertan que escribimos Missalonghi con una “a” en lugar de la “o” que ahora se acepta como correcta, deseamos aclarar que, en Australia, durante la época en que esta historia se encuadra, era más corriente la tradicional “a”.

***

– ¿Me puedes decir, Octavia, por qué parece que nuestra suerte nunca cambia para bien? -preguntó Drusilla Wright a su hermana, y añadió con un suspiro-: Necesitamos un tejado nuevo.

La señorita Octavia Hurlingford dejó caer las manos en su regazo, meneó la cabeza tristemente e hizo eco al suspiro de su hermana.

– ¡Oh, querida! ¿Estás segura?

– Denys dice que sí.

Como su sobrino Denys Hurlingford era el propietario de la ferretería local y poseía asimismo un próspero negocio de instalaciones sanitarias, su palabra era ley en estas cuestiones.

– ¿Cuánto costará un tejado nuevo? ¿Hay que cambiarlo por completo? ¿No podríamos sustituir sólo las láminas más deterioradas?

– Sólo hay una lámina que valga la pena conservar, según Denys, así que me temo que nos costará unas cincuenta libras.

Se produjo un sombrío silencio, mientras ambas hermanas se devanaban los sesos en busca de una fuente de ingresos que les proporcionase los fondos necesarios. Se hallaban sentadas de lado en un sofá relleno de crin cuyos buenos tiempos eran tan remotos que ya nadie los recordaba. Drusilla Wright hacía vainica en el borde de una tela de lino con una destreza minuciosa y delicada, y Octavia estaba ocupada con una labor de ganchillo tan exquisitamente trabajada como la vainica.

– Podríamos emplear las cincuenta libras que padre puso en el banco cuando nací -dijo la tercera ocupante de la habitación, ansiosa de compensar el hecho de no ahorrar ni un céntimo del dinero que sacaba vendiendo huevos y mantequilla.

También estaba trabajando, sentada en una silla baja, haciendo encaje con una lanzadera y una madeja de hilo de color crudo, moviendo los dedos con la absoluta eficacia de quien domina hasta tal punto la tarea que puede realizarla sin mirar ni pensar.

– Gracias, pero no -dijo Drusilla.

Y aquello puso fin a la única conversación que se produjo durante el rato de labor, que ocupaba dos horas de la tarde del viernes, porque poco después el reloj del vestíbulo empezó a dar las cuatro. Con las últimas vibraciones todavía suspensas en el aire, las tres mujeres procedieron a guardar sus labores con el automatismo propio de las viejas costumbres: Drusilla su vainica, Octavia su ganchillo y Missy su encaje. Cada una de ellas colocó su labor dentro de una bolsa de franela gris idéntica a las otras, que se cerraba con un cordoncillo, tras lo cual guardaron sus respectivas bolsas en una desvencijada cómoda de caoba situada debajo de la ventana.

La rutina no variaba nunca. A las cuatro se terminaba la sesión de dos horas de labor en la sala de estar, y empezaba otra, también de dos horas pero distinta. Drusilla se sentaba al órgano, que era su único tesoro y su único placer, mientras Octavia y Missy se iban a la cocina, donde preparaban la cena y finalizaban las tareas exteriores.

Reunidas en el umbral de la puerta como tres gallinas de jerarquía incierta, era fácil adivinar que Drusilla y Octavia eran hermanas. Ambas eran de elevada estatura y poseían un rostro alargado, huesudo y anémicamente pálido; pero mientras Drusilla era robusta y musculosa, Octavia estaba achacosa y disminuida por una larga enfermedad de los huesos. Missy tenía en común con ellas la altura, aunque apenas medía un metro setenta, frente a los uno setenta y siete de su tía y uno ochenta y dos de su madre. No guardaba ningún parecido, pues era tan morena como rubias ellas, con un pecho tan plano como generosos los de las otras, y sus rasgos eran tan pequeños como grandes los de ellas.

La cocina era una gran habitación desnuda al fondo del curvo vestíbulo central y sus paredes de madera pintadas de marrón contribuían lo suyo a la atmósfera de tristeza general.

– Pela las patatas antes de ir a coger las judías, Missy -dijo Octavia, al tiempo que se ataba el voluminoso delantal marrón que la protegía de los peligros de la cocina.

Mientras Missy pelaba las tres patatas que se consideraban suficientes, Octavia atizó los rescoldos que ardían en la cocina de hierro negra que ocupaba toda la parte frontal de la chimenea; luego añadió más leña, reguló el tiro para que entrase más aire y puso a hervir un enorme recipiente de hierro lleno de agua. Hecho esto, se dirigió a la despensa a buscar la materia prima para la papilla de avena de la mañana siguiente.

– ¡Oh, no! -exclamó. Un instante después emergía con una bolsa de papel marrón de cuyas esquinas iba cayendo una lluvia de avena hasta el suelo, a modo de abultados copos de nieve-. ¡Mira esto! ¡Ratones!

– No te preocupes, pondré algunas ratoneras esta noche -dijo Missy sin prestarle demasiada atención, mientras colocaba las patatas en una pequeña perola de agua y añadía una pizca de sal.

– Las ratoneras que pongas esta noche no harán que mañana tengamos el desayuno sobre la mesa, así que tendrás que preguntar a tu madre si puedes acercarte de una corrida a la tienda del tío Maxwell a comprar más copos de avena.

– ¿No podríamos prescindir de ellos por una vez?

Missy odiaba la avena.

– ¿En invierno? -le dijo Octavia, mirándola como si se hubiese vuelto loca-. Un buen plato de avena es barato y te da energías para todo el día. Ahora, date prisa, ¡por el amor de Dios!

Del otro lado de la puerta de la cocina la música del órgano era ensordecedora. Drusilla era una pésimas intérprete a quien toda la vida le habían dicho que era una buena organista, pero incluso tocar con aquella ineptitud tan firme requería ejercitarse sin reparos, así que, entre las cuatro y las seis de cada día de la semana, Drusilla practicaba. Tenía su razón de ser, pues todos los domingos imponía su falta de talento en la extensa congregación de Hurlingford que se reunía en la iglesia anglicana de Byron; ninguno tenía oído, por lo que todos ellos pensaban que el acompañamiento musical de la ceremonia era excelente.

Missy entró cautelosamente en la sala, no en la que habían estado haciendo labor, sino en la que reservaban para ocasiones especiales, que albergaba el órgano; allí, Drusilla atacaba a Bach con todo el clamor y el estruendo de una justa entre caballeros, sentada con la espalda erguida, los ojos cerrados, la cabeza inclinada y la boca crispada.

– ¿Madre?

Era el más leve de los susurros, un filamento de sonido enfrentado a cientos de barcos con sus velas preparadas para zarpar.

Pero fue suficiente. Drusilla abrió los ojos y se volvió, con más resignación que enojo.

– ¿Y bien?

– Siento interrumpirte, pero necesitamos más avena antes de que tío Maxwell cierre. Los ratones se han acabado toda la bolsa.

Drusilla suspiró.

– Pues tráeme el monedero.

Le alcanzó el monedero, de cuyas fláccidas cavidades pescó una moneda de seis peniques.

– ¡Avena a granel, no lo olvides! Todo lo que pagas por una marca comercial es la caja bonita.

– ¡No, madre1 La avena envasada sabe mucho mejor y tampoco tienes que hervirla durante toda la noche. -Missy alimentó una ligera esperanza.- De hecho, si tú y tía Octavia prefirierais comer avena envasada, yo prescindiría de ella alegremente para compensar la diferencia de gusto.

Drusilla acostumbraba decirse a sí misma y a su hermana que vivía para ver el día en que su tímida hija manifestara alguna señal de resistencia, pero aquel humilde amago de independencia fue a dar contra una pared autoritaria que la madre ignoraba haber levantado. Así que dijo, consternada: