Durante las semanas siguientes apenas vimos a las chicas. Lux no volvió a hablar nunca más con Trip Fontaine, ni Joe Hill Conley llamó a Bonnie pese a habérselo prometido. La señora Lisbon llevó a sus hijas a casa de su abuela a fin de escuchar el consejo de una anciana que había vivido todo tipo de penalidades. Cuando la llamamos por teléfono a Roswell, Nuevo México, población a la que se había trasladado después de vivir cuarenta y tres años en la misma casa de una sola planta, la vieja (de nombre Lema Crawford) se negó a responder a las preguntas sobre su participación en el castigo, ya fuera por testarudez o para no oír su voz a través del audífono diciendo aquellas cosas por teléfono. Habló, sin embargo, de los sinsabores que a ella misma le había deparado el amor sesenta años atrás.
– Son cosas que jamás se superan -dijo-, aunque puedes acabar encontrándote en una situación en la que ya no te importen tanto. -Después, antes de colgar, añadió-: El tiempo aquí es espléndido. Lo mejor que hice en mi vida fue liar los bártulos y marcharme de aquella ciudad.
El sonido desvaído de su voz hizo que la escena cobrase vida: la vieja, ante la mesa de la cocina, con los escasos cabellos metidos en un turbante de tejido elástico, la señora Lisbon con los labios apretados y expresión ceñuda sentada delante de ella y las cuatro penitentes, las cabezas bajas y manoseando chucherías y figurillas de porcelana. No se habla ni un momento de lo que ellas sienten ni de lo que esperan de la vida, no hay más que una orden que emana de arriba -abuela, madre, hijas- mientras fuera, en el patio trasero, va cayendo la lluvia sobre las marchitas hortalizas del huerto.
El señor Lisbon siguió yendo a su trabajo todas las mañanas y la familia a la iglesia los domingos, pero aquí se acabó todo. La casa se iba viendo ahogada por nieblas de juventud, y hasta nuestros padres comenzaron a decir que tenía un aire lúgubre y malsano. Los vapores que emanaban las miasmas atraían por las noches a los mapaches y no era raro encontrar alguno muerto, aplastado por un coche al alejarse de la basura de los Lisbon. Una semana, en el porche delantero, se vio a la señora Lisbon con bombas humeantes que despedían un hedor sulfuroso. Nadie había visto nunca aquellos artilugios, pero decían que eran útiles para ahuyentar a los mapaches. Tiempo después, antes de que arreciaran los primeros fríos aproximadamente, la gente empezó a ver a Lux copulando en el tejado con hombres y muchachos sin rostro.
Al principio habría sido imposible decir qué ocurría. Un cuerpo de celofán movía los brazos contra las tejas de pizarra como un niño que arrastrara un ángel por la nieve. Después ya se distinguía otro cuerpo más oscuro, a veces con uniforme de un restaurante de comidas rápidas, a veces con todo un surtido de cadenas de oro, una vez con el atuendo gris pardusco de los contables. Apostados en la buhardilla de los Pitzenberger, y a través de las ramas más pequeñas de los olmos, ahora desnudas de hojas, acabamos por descubrir el rostro de Lux, sentada y envuelta en una manta Hudson Bay, fumando un cigarrillo, tan inasequiblemente cercana allí metida en el círculo de los prismáticos, moviendo lentamente los labios sin emitir sonido alguno.
Nos sorprendía que pudiera hacerlo en su propia casa, mientras sus padres dormían. En realidad era imposible que el señor y la señora Lisbon vieran lo que ocurría en el tejado de su casa y, una vez instalados en él, Lux y sus amiguetes disfrutaban de una cierta seguridad. Pese a todo, debía de producirse el inevitable ruido de los muchachos y los hombres al colarse dentro de la casa, los crujidos de las escaleras en medio de una oscuridad cargada de ansiosas vibraciones, los ruidos nocturnos zumbando en sus oídos, hombres sudorosos, conscientes de que corrían el riesgo de ser acusados de violación, de perder su trabajo, de afrontar un divorcio, pero que eran conducidos escaleras arriba y tenían que saltar por una ventana para subir al tejado, donde la pasión les machacaba las rodillas y los hacía revolcarse en charcos empantanados. Nunca supimos de dónde los sacaba Lux. No nos constaba que abandonase la casa en ningún momento, ya que si hubiera salido de noche habría podido hacer lo mismo en cualquier solar a orillas del lago. El hecho es que prefería hacer el amor en el mismo lugar donde estaba confinada. En lo que a nosotros respecta, aprendimos mucho acerca de las técnicas del amor y, puesto que no conocíamos las palabras para designar lo que veíamos, tuvimos que inventárnoslas. Así fue como empezamos a hablar de «trinar en el cañón», de «atar el tubo», de «gimotear en el pozo», de «deslizar la cabeza de la tortuga» o de «masticar zumaque». Años más tarde, cuando también nosotros perdimos la virginidad, el pánico nos hizo imitar aquellos lejanos revolcones de Lux en el tejado, e incluso ahora, de ser sinceros con nosotros mismos, tendríamos que admitir que seguimos haciendo el amor con aquel pálido espectro, sus pies afianzados en el canalón, su mano florida apoyada siempre en la chimenea, prescindiendo de lo que hagan los pies y las manos de nuestras actuales amantes. Y también tendríamos que admitir que, en nuestros momentos más íntimos, solos en la noche con los latidos de nuestro corazón, mientras pedimos a Dios que nos salve, la aparición más frecuente es Lux, súcubo de aquellas noches binoculares.
Tuvimos informes de sus aventuras eróticas a través de las fuentes más insospechadas, como muchachos de clase obrera con extraños cortes de pelo que juraban y perjuraban que habían estado con Lux en el tejado de su casa y, pese a que tratábamos de ponerlos en un brete buscando contradicciones en sus historias, nunca lo conseguimos. Decían siempre que la casa estaba muy oscura, que no habían visto nada y que lo único vivo que había en ella era la mano de Lux, conminatoria y reticente a un tiempo, que los llevaba agarrados por la hebilla del cinturón. El suelo era una carrera de obstáculos. En una ocasión Dan Tyco pisó una cosa blanda en el rellano y la recogió. Sólo cuando Lux lo llevó al tejado a través de la ventana, la luz de la luna le permitió ver qué llevaba en la mano: aquel medio bocadillo que el padre Moody había encontrado cinco meses antes. Otros encontraron cuencos de espaguetis congelados y latas vacías, como si la señora Lisbon hubiera dejado de cocinar para sus hijas, y éstas vivieran de forraje.
A decir de los chicos, Lux había perdido peso, aunque no habríamos podido asegurarlo viéndola a través de los prismáticos. Los dieciséis hicieron algún comentario sobre la prominencia de sus costillas, sus escuálidos muslos, y uno que había subido al tejado con Lux durante una cálida tormenta de invierno nos dijo que los huecos de las clavículas de la chica recogían el agua de la lluvia. Unos pocos hicieron referencia al sabor ácido de su saliva -el de los jugos gástricos cuando no se emplean en nada-, si bien ninguno de estos signos de desnutrición, de enfermedad o de pesadumbre (las pupas de las comisuras de los labios, la calva sobre la oreja izquierda) impedían que Lux produjese la apabullante impresión de ser un ángel hecho carne. Hablaban de haber subido a la chimenea como llevados por dos grandes y batientes alas, y de aquella leve pelusilla que Lux tenía en el labio superior, que se le caía igual que plumón. Sus ojos brillaban, ardían, estaban abocados a su misión como sólo podían hacerlo los de una criatura que no dudara de la gloria de la creación o de su falta de sentido. Las palabras empleadas por aquellos muchachos, los evasivos movimientos de las cejas, su espanto, su desconcierto, dejaban claro que eran perfectamente conscientes de no ser más que insignificantes asideros en la ascensión de Lux y, al final, pese a que ellos llegaban al pináculo, tampoco habrían podido decir qué había más allá de todo aquello. Unos pocos hicieron alguna observación sobre la avasalladora sensación que les producía la inconmensurable caridad de Lux.
Aun cuando apenas si sostuvo conversaciones largas, nos hicimos una ligera idea de su estado mental a través de lo poco que nos llegó de lo poco que dijo. En una ocasión le comentó a Bob McBrearley que le era imposible vivir sin «hacerlo regularmente», si bien pronunció la frase con acento de Brooklyn, como si hiciera una imitación cinematográfica. En su manera de proceder había mucho de actuación. Willie Tate llegó a afirmar incluso que, pese a su avidez, «no parecía gustarle mucho», y otros chicos señalaron una desatención similar. Al levantar la cabeza del dulce apoyo que era el cuello de Lux, encontraban sus ojos abiertos, la veían perdida en la maraña de sus pensamientos o, en el punto culminante de la pasión, sentían que les arrancaba la costra de un grano que tenían en la espalda. Sin embargo parece que Lux decía cosas como: