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Vació seis estantes del armario de arriba y tiró montones de toallas de baño y de paños de aseo, fundas deshilachadas de colchón con manchas de color rosa o limón, mantas empapadas de las comidas campestres que derramaban los sueños de las muchachas. En el estante superior encontró y tiró suministros médicos: una botella de agua caliente con la textura de la piel inflamada, un frasco de vidrio azul marino de Vicks VapoRub con marcas de dedos en la pomada, una caja de zapatos llena de ungüentos para la tiña y la conjuntivitis, pomadas para las partes íntimas, tubos de aluminio abollados, aplastados o arrollados igual que serpentinas de fiesta. También aspirinas infantiles con sabor a naranja que las hermanas Lisbon tomaban como si fueran caramelos, un viejo termómetro (¡oral!) metido en su estuche de plástico negro, así como una variedad de artilugios, introducidos o aplicados a los cuerpos de las chicas; en resumen, todos los mejunjes terrenales que había empleado la señora Lisbon a lo largo de los años para mantener a sus hijas vivas y en buen estado.

Fue entonces cuando encontramos los álbumes de los Grand Rapids Gospelers, de Tyrone Little and the Believers y de todos los demás. Cada noche, cuando el señor Hedlie se marchaba cubierto por una película blanca que hacía que pareciese treinta años mayor, íbamos a revisar toda aquella mezcolanza de tesoros y basura que depositaba junto al bordillo. Nos sorprendía la extraordinaria libertad que le había concedido el señor Lisbon, puesto que el señor Hedlie no sólo se desembarazaba de envases reembolsables, como latas de betún para los zapatos (por los centros de plata) sino también de fotografías de familia, de un Water Pik que todavía funcionaba y de una tira de papel de carnicero en la que había quedado consignado el crecimiento de cada una de las hermanas Lisbon a intervalos de un año. Lo último que tiró el señor Hedlie fue el aparato de televisión vacío, que Jim Crotter se llevó a su dormitorio, y dentro del cual encontró la iguana disecada con la que Therese había aprendido biología. Tenía la cola arrancada y le faltaba la puerta trampilla del abdomen, por lo que quedaban a la vista los diferentes órganos de plástico numerados. Como es lógico, recogimos las fotografías de familia y, después de organizar una colección permanente en la casa del árbol, nos repartimos las restantes echándolas a suertes. La mayor parte de esas fotografías habían sido tomadas hacía muchos años, en una época que parecía más feliz, con interminables comidas campestres en familia. Una fotografía muestra a las hermanas Lisbon sentadas al estilo indio, equilibradas en la inclinación del prado (el fotógrafo había inclinado la cámara) por el contrapeso de un brasero japonés humeante situado hacia la mitad de la colina. (Lamentamos decir que esta fotografía, documento número cuarenta y siete, no fue encontrada últimamente en el sobre correspondiente.) Otra de las favoritas es la serie de instantáneas del tótem, tomadas en un parque de atracciones, y en la que el rostro de cada una de las chicas sustituía a un animal sagrado.

Sin embargo, a pesar de todas estas nuevas pruebas referentes a las vidas de las hermanas Lisbon y la repentina disolución de la unidad familiar (prácticamente se dejaron de hacer fotos más o menos cuando Therese cumplió doce años), nos enteramos de muy pocas cosas que no supiéramos ya. Daba la impresión de que la casa podía estar vomitando desechos eternamente, una marea incesante de zapatillas desparejadas y de vestidos colgados de perchas que parecían espantapájaros. Pero después de pasarlo todo por un filtro, seguíamos sin saber nada. Sin embargo, la marea tocó a su fin. Tres días más tarde el señor Hedlie se abrió paso hacia la casa, salió, abrió la puerta principal por vez primera y bajó los escalones del porche para colocar junto al letrero que decía EN VENTA otro más pequeño que decía VENTA DE OBJETOS USADOS. Aquel día, y los dos siguientes, el señor Hedlie presentó un inventario que no sólo incluía la vajilla desportillada propia de una venta de objetos usados, sino también los artículos que suelen ponerse a la venta en la liquidación de una propiedad. Acudió todo el mundo, no precisamente para comprar, sino simplemente para poder entrar en la casa de los Lisbon, transformada en una zona limpia y espaciosa que olía a pino. El señor Hedlie había tirado toda la ropa blanca, todo cuanto había pertenecido a las muchachas, todas las cosas rotas, y sólo había dejado los muebles, las mesas limpiadas con aceite de linaza, las sillas de la cocina, los espejos y las camas, y cada mueble llevaba una etiqueta blanca en la que figuraba el precio escrito con una caligrafía afeminada. Los precios eran inamovibles, no se admitían regateos. Estuvimos deambulando por la casa, subimos y bajamos, tocamos las camas donde las hermanas Lisbon ya no dormirían nunca más o los espejos en los que jamás volverían a verse reflejadas. Nuestros padres no eran dados a comprar muebles de segunda mano y, como es lógico, tampoco a comprar muebles contaminados por la muerte, pero entraron en la casa para curiosear, como todo el mundo, en respuesta al anuncio del periódico. Se presentó también un cura ortodoxo griego acompañado de un grupito de rotundas viudas. Después de pasar un buen rato graznando como cornejas y metiendo la nariz allí donde no debían, las viudas amueblaron el nuevo dormitorio de la parroquia con la cama provista de dosel que había pertenecido a Mary, el tocador de castaño que había sido de Therese, el farolillo chino de Lux y el crucifijo de Cecilia. Vinieron otras personas, que poco a poco fueron llevándose todo lo que contenía la casa. La señora Krieger encontró sobre una mesa colocada junto la puerta del garaje una paga y señal dejada por su hijo Kyle y, después de convencer al señor Hedlie de que aquel dinero era de su hijo, pudo volver a rescatarlo por tres dólares. Lo último que vimos fue un hombre con bigote de cepillo que cargaba la maqueta del velero en el maletero de su Eldorado.

Aunque el exterior de la casa continuaba en mal estado, el interior volvía a estar presentable y, en el curso de las semanas siguientes, la señora D'Angelo consiguió vender la casa a la joven pareja que actualmente vive en ella, si bien ahora ya no puede decirse que sea «joven». Llevados por un primer impulso, consecuencia de disponer de mucho dinero, hicieron una oferta al señor Lisbon que éste aceptó, pese a que la suma era muy inferior a la que él había pagado. La casa estaba casi completamente vacía y lo único que quedaba en ella era aquel altar levantado a Cecilia, un amasijo ensortijado de restos de cera que se había amalgamado con el alféizar de la ventana y que, por superstición, el señor Hedlie se negó a tocar. Nos figurábamos que no veríamos nunca más al señor y a la señora Lisbon e iniciamos, ya entonces, el imposible proceso de intentar olvidarlos. A nuestros padres pareció resultarles más fácil y volvieron a sus partidos de tenis por parejas y a sus intercambios de cócteles como si tal cosa. Ante los suicidios finales reaccionaron con un leve sobresalto, como si no les sorprendiera del todo o incluso hubieran esperado algo peor, como si ya los hubiesen previsto con anterioridad. El señor Conley se ajustó la corbata de tweed que se ponía incluso para cortar el césped y sentenció: