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Pero ella sí se había fijado en él… en la luz de sus ojos cuando algo lo divertía, en sus hoyuelos cuando sonreía y en la belleza de sus manos. Will McCaffrey había sido el protagonista de sueños románticos incontables y detallados, sueños que incluían esas manos hermosas sobre su cuerpo desnudo.

– ¿Qué ha pasado? ¿Te has peleado con Amy?

– He ido a buscarla para cenar y me he encontrado con una nota pegada en su puerta. Ha conocido a un futbolista y tenía miedo de decírmelo y estropearme el día de San Valentín. ¿Te imaginas? Ayer estábamos juntos y hoy hemos terminado.

– Lo siento -mintió Jane.

– No tanto como yo -él frunció el ceño-. Creo que es la primera vez que me dejan tirado -estiró lo brazos por el respaldo del sofá y rozó la nuca de ella al hacerlo. Y no sabía lo que se sentía.

Jane acercó las rosas a la nariz, cerró los ojos e inhaló profundamente para ocultar una sonrisa de satisfacción. Había conocido a Amy y le parecía egoísta y demasiado obsesionada con su figura.

– Seguramente estás mejor sin ella.

– Eso seguro.

Jane miró su perfil, la mandíbula cincelada, la boca sensual y la nariz recta. Tenía los ojos cerrados y por un momento creyó que se había dormido, pero poco después se movió.

– Tu chica ideal está en alguna parte, Will. Sólo tienes que encontrarla. Puede estar más cerca de lo que crees.

– Amy era ideal.

– No es cierto. Porque no te quería tanto como yo… -Jane tragó saliva-. Como yo creo que merece que te quieran.

Will abrió los ojos y la miró.

– Eres un encanto. Siempre sabes lo que tienes que decir para que me sienta mejor.

Lo dijo como si se le acabara de ocurrir, y ella se ruborizó y bajó la vista a las flores.

– Es verdad -insistió él. Jugó con un mechón de pelo que le rozaba la mejilla-. Eres la chica más tierna que he conocido en mi vida.

Le dio un abrazo fuerte, alimentado más por el whisky que por la pasión, y el primer impulso de ella fue apartarse, pero se dio cuenta de que ésa podía ser la oportunidad que esperaba y le pasó los brazos por la cintura.

Cuando él se apartó, miró sus rasgos como en una caricia silenciosa y Jane contuvo el aliento y pidió en su interior que la besara. El corazón le latía con tanta fuerza, que estaba segura de que él podía oírlo.

Will sonrió y pasó el pulgar por el labio inferior de ella, con la mirada clavada en su boca. Pero algo cambió de repente en él.

– Nunca encontraré a nadie -dijo. Dejó caer las manos, se recostó en el sofá y tomó un trago de whisky-. Tengo veinticuatro años, mi padre espera cosas de mí, espera que termine Derecho este curso y que entre a trabajar en el negocio familiar. Tengo muchas ideas para la empresa y algún día quiero dirigirla yo -respiró hondo-. Y él espera que busque esposa y forme una familia.

– ¿Hoy? -preguntó Jane.

– No, pero pronto.

– Tienes mucho tiempo.

Will negó con la cabeza.

– He salido con muchas chicas, Jane. Y al principio siempre parece que he encontrado a mi media naranja, pero luego sucede algo y me doy cuenta de que no es lo que busco -terminó la botella de whisky y la dejó en la mesita de café-. ¿Sabes? Amy tiene unos pies horribles y, cuando se ríe, parece que tenga hipo.

– ¿Quieres beber algo más?

Will la miró y sonrió.

– Eres un encanto -levantó una mano y le acarició la mejilla-. ¿No te lo he dicho nunca?

– Sí.

– Pues es verdad. Siempre puedo contar contigo. Sé que me aprecias.

– Eres mi amigo -murmuró ella.

Él bajó la cabeza y, cuando sus labios se rozaron, Jane emitió un suspiro. Will tomó el sonido por uno de aquiescencia y la besó en la boca. Jane sintió el corazón henchido. Había recibido otros besos, besos torpes de chicos que no sabían lo que hacían, pero ninguno como aquél, que despertaba en ella deseos que no sabía que tenía.

Su mente se llenó de preguntas. ¿Aquello era el principio de algo o sólo se debía al alcohol? Se abrazó a su cuello y pensó que eso daba igual. Will McCaffrey la estaba besando y, si lo pensaba demasiado, corría el riesgo de despertar y que todo fuera un sueño.

Y de pronto el beso terminó tan rápidamente como había empezado. Will se enderezó y la miró.

– Tengo una idea maravillosa -dijo-.

Si a los treinta años no me he casado y tú sigues soltera, ¿te casarás conmigo?

Jane suspiró y el corazón se le subió a la garganta. Había imaginado aquello mil veces y de mil modos distintos, pero nunca así, con ella en albornoz y él bebido y sufriendo por otra mujer.

– No… no lo dices en serio -musitó con voz quebrada-. Estás borracho y enfadado con Amy.

– Lo digo en serio -insistió él con voz pastosa por el alcohol. Se levantó del sofá y se acercó al escritorio-. Necesito papel.

– En la bandeja de arriba -repuso Jane-. ¿Le vas a escribir una nota a Amy?

Will volvió a su lado con el papel y un bolígrafo.

– No. Voy a escribir un contrato. Un acuerdo entre tú y yo estableciendo que, si los dos estamos libres, nos casaremos.

– ¿Qué? ¿Lo escribes tú y ya es un contrato?

– Claro. Estudio Derecho y sé hacer contratos. Es muy sencillo. Si los dos estamos libres, nos casaremos.

– ¿No necesitamos testigos ni notarios ni nada?

– Sólo hay que buscar un testigo -murmuró Will. Levantó la botella de whisky y, al ver que estaba vacía, la dejó caer al suelo.

Jane se sentó a su lado en el sofá, con los pies debajo del trasero y lo observó escribir el contrato. Intentó leer su expresión, descubrir de dónde había salido aquella propuesta espontánea, pero cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que era sólo una tontería para paliar la herida a su ego masculino.

Jane fue a la cocina a buscar la botella de champán que había metido en el cubo de hielo. Un contrato de matrimonio merecía una celebración. Abrió la botella, llenó una copa alta y la bebió de un trago para darse valor. Tenía que haber un modo de conseguir que volviera a besarla.

Al pasar por la ventana de la cocina, se vio en el reflejo del cristal e hizo una mueca. Con el albornoz, parecía una salchicha atada en el medio. Tal vez pudiera atraer a algunos alemanes vestida así, pero Will esperaba algo más. Se quitó el pasador del pelo y dejó que le cayera suelto en torno al rostro, se pellizcó las mejillas y aflojó el cinturón del albornoz para que se abriera más en el cuello.

Respiró hondo, buscó otra copa y volvió al sofá.

– ¿Quieres champán? O puedo traerte otra cosa.

Will levantó la vista y le sonrió, con los ojos clavados en el escote. Jane siguió su mirada y se dio cuenta de que no tenía nada que enseñar. Volvió a cerrarse el albornoz, avergonzada por su intento de seducción. Iba a sentarse al lado de él, pero la detuvo una llamada a la puerta.

– ¿Esperas a alguien? -preguntó Will.

Jane negó con la cabeza, frustrada por la interrupción. Abrió la puerta y se encontró con su casera, la señora Doheny, en el umbral con un plato lleno de galletas en forma de corazón en la mano.

– Feliz día de San Valentín, Jane-dijo con una sonrisa.

– Ya casi he terminado -anunció Will-. ¿Quién ha llamado?

La señora Doheny se asomó por encima del hombro de Jane.

– ¿Ese es Will? Will, acabo de dejarte un plato de galletas de chocolate en la puerta. Creí que habías salido con una de tus amiguitas -lo saludó con la mano-. Feliz día de San Valentín.

– Gracias, encanto -sonrió él-. No puedo dejar pasar ese día sin un beso de mi mejor chica.

La señora Doheny entró en el apartamento con una risita. Will se levantó y la besó en la mejilla. La mujer se ruborizó y Jane pensó que aquel hombre podía seducir a cualquier mujer de cualquier edad.