– ¿Has tenido alguna noticia de Begoña en los últimos días?
– Lo siento, pero no.
– ¿Qué tal os lleváis?
– ¿Begoña y yo? Divinamente. Incluso nos intercambiábamos tíos; así que ya ves, es algo francamente estimulante. Ella me pasa jovencitos impetuosos y yo le proporciono maduros experimentados; como verás, muy satisfactorio para ambas, pero no he sabido nada de ella últimamente. Es más, la primera noticia de su desaparición me la dio hace unos días mi padre, que se enteró al hablar contigo.
– ¿Sabes de alguien que pudiera conocer dónde se esconde?
– Quizá, no estoy muy segura. Tenía su grupo de amigos, pero el trato era muy superficial. Se juntaban para ir de vacaciones, a fiestas o de copeo, incluso a veces se iba a la cama con alguno, pero por lo que yo conozco, no creo que haya dicho a ninguno de ellos dónde está. Puede haberles pedido, en algún momento, ayuda si la necesitaba, aunque es dudoso, pero en todo caso no diría a nadie dónde está si quiere esconderse. Es gente que va a lo suyo, nada leal, aunque hago mal en criticarlos, porque yo soy como ellos, tal vez algo peor porque tengo más años. Ya ves que hablo con sinceridad.
– Entonces, ¿no hay nadie con quien tuviera la suficiente confianza?
– Que yo sepa, si excluimos lógicamente a Carlos, sólo una persona, su ama de cría, Karmele Ugarte, que en la actualidad trabaja como cocinera de mi tío. Es la única persona a la que se lo diría, exceptuándome a mí, naturalmente.
– Ya he hablado con ella y dice que no sabe dónde está.
– Podría estar mintiendo.
– Sí, podría estar mintiendo, como todo el mundo.
– Yo no te miento, sobre todo cuando digo que te encuentro muy interesante -respondió, provocadora, Pilar.
– Antes has dicho que aparte de Karmele Ugarte, en ti sería en la única persona que confiaría Begoña -dijo Artetxe pasando por alto el último comentario de su interlocutora.
– Así es. Ya te he dicho antes que nos llevamos divinamente. Además, somos primas, y pese a la diferencia de edad tenemos los mismos gustos, ya me entiendes. Sí, no te miento cuando te digo que ella confía en mí, o eso es lo que he pensado hasta ahora, ya que ni me dijo que pensaba escaparse ni se ha puesto en contacto conmigo después de hacerlo. Si quieres, te avisaré en el caso de que se ponga en contacto conmigo.
– Te estaría infinitamente agradecido.
– Eso de infinitamente agradecido es algo muy etéreo. ¿Por qué no me lo agradeces ahora? -respondió Pilar, quitándose la blusa y dejando al aire libre dos hermosas e insinuantes tetas-. Yo he colaborado en todo lo que me has pedido, ¿qué te parece si tú colaboras conmigo para pasar un rato divertido? Tienes que admitir que, por esperarte para hablar contigo, me he quedado un domingo estupendo sin salir de casa -añadió quitándose la minifalda y demostrando que tampoco usaba bragas, pero sí un coño perfectamente afeitado.
– Creo que no es una idea sensata. Estamos en casa de tu padre…
– Mi padre lleva un rato retozando con una chica que podría ser mi hija, no seas gilipollas. ¿Tan mal estoy?
Artetxe iba a contestar que no, que estaba muy buena, pero que en esos momentos estaba intentando rehacer su vida con la mujer a la que amaba y que había decidido serle fiel, pero le fue imposible articular tan atinadas palabras. Para cuando iba a abrir la boca, Pilar ya le había desabrochado la bragueta y le había empezado a lamer lo que hasta ese momento había intentado esconder. Si no puedes con tu enemigo únete a él, pensó, y se resignó a pasar el resto de la tarde de un modo que no había imaginado. Además, no era cuestión de ir a una comisaría para denunciar que había sido violado por una cuarentona de buen ver, admitió filosóficamente en el momento de cambiar de postura para poder saborear convenientemente los placeres escondidos en el afeitado sexo de la moza.
16
Le dieron el aviso por el transmisor del coche camuflado, cuando volvía de un trabajo en Ortuella. El comisario Manrique quería verle inmediatamente; se podían separar las sílabas: in-me-dia-ta-men-te. Si los ruegos de Manrique solían ser órdenes, cuando lo conminaba de tal manera estaba claro que había que dejar de lado todo lo que se tuviera entre manos y acudir a su presencia antes de que acabara de hablar, así que el inspector Rojas rompió todos los límites establecidos en el código de circulación y en menos de diez minutos entró en la Jefatura. Quizá no tuviera una opinión muy elevada de su jefe, pero mientras mandase, no le quedaba más remedio que aguantar y obedecerle.
Además, presagiaba que no le convocaba para nada bueno. Desde la muerte de Andoni Ferrer no le había encomendado ningún trabajo de interés y, por otra parte, los superiores nunca exigen velocidad cuando se trata de condecorarte, sino cuando quieren que te comas un marrón. O algo peor.
Aparcó el coche donde pudo -total, no se lo va a llevar la grúa, dijo para sí- y subió las escaleras del edificio de la calle Gordóniz de tres en tres. Llamó a la puerta y sólo cuando oyó decir «pase» se atrevió a entrar. Sentado tras, la mesa de su despacho estaba Manrique, impecable y atildado como siempre, en su línea habitual. Leía lo que parecía ser un expediente, y encima de la mesa, como descuidadamente, reposaban dos ejemplares de El País y de Le Monde, respectivamente, aunque todo el que conocía al comisario sabía que jamás se permitía el más mínimo descuido.
– ¿Me ha mandado llamar, señor comisario? -preguntó en tono humilde el inspector Manuel Rojas.
– En efecto -contestó su superior, sin indicarle que podía sentarse, y no se atrevió a hacerlo por propia iniciativa-. ¿Cuánto tiempo llevas en el grupo, Rojas?
– Todavía no he cumplido un año, señor comisario.
– ¿Y estás contento entre nosotros?
– Bueno, sí, por supuesto, señor comisario.
– Parece que vacilas al contestar.
– No, no es eso. Estoy muy contento de pertenecer al Grupo de Homicidios, lo que ocurre es que no se me han asignado, hasta el momento, trabajos muy interesantes.
– Eso qué significa, ¿que prefieres dejarnos, acaso?
– No, señor comisario, no me interprete mal, ni mucho menos. Comprendo que hay una división del trabajo hecha y que he sido el último en llegar, sólo que me gustaría poder ir haciendo, poco a poco, otro tipo de cosas -respondió por decir algo, ya que no podía contestar que estaba hasta el culo de sentirse aherrojado y marginado.
– Nunca he puesto en duda tus cualidades -contestó el comisario, aparentemente sin ironía-, pero me parece que tú sí cuestionas las mías, ya que soy yo quien dirige este grupo y quien distribuye los trabajos, y dos de las cualidades que exijo son paciencia y disciplina, pero da la impresión de que tú no las posees. Si tienes paciencia llegará tu oportunidad, y si eres disciplinado se podrá confiar en ti; en cambio, has desobedecido mis órdenes, y has intentado, por afán de protagonismo, crear tu propio caso. Sabrás de qué estoy hablando, supongo…
– No estoy seguro.
– Déjate de chorradas. He dicho que eres indisciplinado e impaciente, no idiota. Claro que sabes de qué hablo: de la muerte de Andoni Ferrer, ¿está claro?
– Sí, señor comisario.
– Se te dijo que dejaras la investigación, que no había lugar a una intervención policial. La propia magistrada-jueza dictó auto de sobreseimiento por muerte accidental, pero tú no has hecho ni puñetero caso. Al parecer, el señorito se cree más inteligente que la jueza, el comisario y el médico forense juntos.
– No se trata de eso, señor comisario, pero me pareció que había indicios suficientes para continuar las gestiones.
– ¡Aquí el único que dice si hay indicios o no para reabrir un caso soy yo! -replicó Manrique dando un fuerte puñetazo en la mesa. Aunque parecía congestionado de furia, seguía sin despeinarse y sin perder la compostura-. Te lo advierto por última vez: olvídate de Andoni Ferrer.
– Así lo haré, señor comisario.