Allister Randolclass="underline" ¿Es corrupto?
Tomás Zubía: En todos los negocios que hemos realizado se ha beneficiado personalmente, pero si se refiere usted a si se le puede atraer a nuestro lado, creo que no, yo por lo menos no me arriesgaría a intentarlo. Cuando dice que daría a gusto su vida por su Führer y por su Reich es totalmente sincero.
General Eisenhower: ¿Y confía en usted?
Tomás Zubía: Creo que sí, por lo menos todo lo que él puede confiar en alguien que ha tenido la desgracia de no ser alemán.
General Eisenhower: Cuando le propuso que les proporcionara una partida de uranio, ¿no le explicó para qué lo querían?
Tomás Zubía: Todo lo que me contó está en el informe, mi general. Me dijo que era un producto que contribuiría al esfuerzo bélico, pero insinuando que su aplicación era meramente industrial.
Allister Randolclass="underline" ¿Ha oído usted hablar del Proyecto Manhattan alguna vez?
Tomás Zubía: Nunca, señor.
Allister Randolclass="underline" ¿Tampoco de labios del coronel Vonderschmidt?
Tomás Zubía: Tampoco, señor.
General Eisenhower: Bien, señores, por mi parte creo que nuestro interlocutor está siendo sincero y que se puede confiar en él, ¿no les parece? Señor Zubía, dentro de diez días volverá a Madrid. Lo que ha hecho hasta ahora no tiene nada que ver con lo que tendrá que hacer de ahora en adelante. El peligro que va a sufrir es inmenso, pero es usted la única persona que puede enfrentarse a la misión que le vamos a encomendar con un mínimo de posibilidades de éxito. Si fracasa, su muerte es segura, pero si triunfa, cambiará el curso de la guerra. Ahora, acompañe al señor DeFargo, que le pondrá al corriente de todo. acompañe¡Y que Dios le bendiga!
18
Artetxe no esperaba recibir tan pronto la llamada de Pilar. Incluso al principio temió que ella quisiera repetir los juegos practicados el día en que se habían entrevistado en la mansión de La Bilbaína. Nunca le habían desagradado ese tipo de escarceos, pero en esos momentos estaba reconstruyendo su relación con Miren y no deseaba complicarse en exceso la vida.
– ¿Iñaki? Soy Pilar Larrabide. Supongo que no te habrás olvidado de mí, campeón. Yo te recuerdo a todas horas.
– Yo también, pero últimamente ando muy ocupado.
– ¡Qué suspicaz estás! ¿Tan mal te traté? Pero tranquilo, que no te llamo para lo que estás pensando. Al menos por ahora. Aunque estás muy ocupado, ¿podrías sacar un poquito de tiempo para visitar a mi prima Begoña?
– ¿Begoña? ¿Ha dado señales de vida?
– Me llamó ayer. Le expliqué la situación y que había hablado contigo y accedió a verte. Ya ves que yo también cumplo lo que prometo.
– Eres maravillosa, Pilar, totalmente maravillosa. ¿Cuándo podemos verla?
– ¿Tienes el coche disponible y puedes venir a recogerme ahora mismo?
– La respuesta a ambas preguntas es afirmativa.
– Entonces pasa a buscarme. Estoy sentada en el velador de una cafetería de la plaza Campuizano, en lndautxu. Supongo que sabrás llegar. No esperaba menos de ti. Hasta luego, ciao.
No tardó ni diez minutos en recogerla y a indicaciones suyas encarriló el coche hacia el barrio de San Ignacio.
– ¿Dónde habéis quedado? -preguntó.
– Tranquilo que yo te guío.
Pasaron San Ignacio y la curva de Elorrieta. Cuando enfilaban Lutxana, Pilar le dijo que fuera despacio, que era por allí. No parecía el lugar más idóneo para una joven como Begoña.
– Aquí es. El número coincide.
Artetxe aparcó el coche enfrente del portal que Pilar Larrabide había señalado y miró el edificio. Estaba totalmente en ruinas, las paredes con grietas y desconchones causados por la humedad, la desidia y la mala construcción. Era un edificio como muchos otros de ese barrio de Erandio, levantados a pocos metros de la ría en la época de auge industrial, cuando había que meter a los trabajadores llegados al calor de la industrialización en cualquier sitio, a ser posible no muy lejos de las fábricas. No parecía que nadie pudiera habitar allí. Se veían desde fuera cristales de las ventanas rotos e incluso ventanas sin cristales, pero también había otras en las que habían colgado ropa para secar. La puerta del portal estaba abierta y un rápido examen de la misma le indicó a Artetxe que la cerradura de la misma no funcionaba. En el interior del portal no se vislumbraba ningún rincón libre de mugre y unas brasas esparcidas delataban que la noche anterior se había encendido en su interior una hoguera.
– Éste es el sitio, estoy segura, pero no lo comprendo. Por lo que comentó, se supone que está viviendo aquí -dijo Pilar.
El edificio no tenía ascensor. En la tercera planta se detuvo y, señalando a mano izquierda, fue a llamar a la puerta. El timbre no funcionaba así que golpeó la aldaba que sobresalía del marco. Nadie respondió.
– ¿Estás segura de que es aquí? ¿No te habrás equivocado?
– Completamente. Me repitió tres veces la dirección, pero ahora tengo que admitir que no entiendo nada. ¿Cómo es posible que esté viviendo aquí pudiendo hacerlo en cualquier otro sitio?
– No lo sé, tendremos que preguntárselo si conseguimos hablar con ella. Parece que no está -dijo tras volver a aporrear la aldaba sin respuesta- pero quizá podamos entrar. Esta puerta no parece muy segura.
Al tiempo que decía esto último, Artetxe la iba empujando. Sin necesidad de utilizar ningún instrumento la puerta cedió y se abrió de par en par.
– Si está viviendo aquí no se ha molestado para nada en acondicionarlo -comentó Artetxe observando que la suciedad también era dueña del pasillo-. Entremos.
Había tres huecos en el lado derecho del pasillo y uno en el lado izquierdo, que a tenor de su tamaño debía de ser el salón, aunque estaba completamente vacío, sin mueble alguno, ni siquiera una silla. A la derecha, en la primera puerta había una cocina que parecía no haber sido usada desde los tiempos en que Franco era cabo. La segunda era una habitación en la que se veía un camastro con las sábanas revueltas y una butaca sobre la que había amontonada una pila de ropa. En el suelo, debajo de la butaca, podía verse un desvencijado tocadiscos en el que estaba girando un disco al parecer rayado, ya que emitía un chirriante sonido. Artetxe movió la aguja y sonó una vieja canción de amor en la voz de Los Cinco Bilbaínos:
«Lejos de aquel instante
lejos de aquel lugar
el corazón amante
siento resucitar.
Vuelve tu imagen bella
en mi memoria a ser
como un fulgor de estrellas
muerto al amanecer.
Maite, yo no te olvido
y nunca nunca te he de olvidar
aunque de mí te alejes
leguas de tierra, de tierra y mar.
Maite, si un día sabes
que muero ausente de tu querer
del sueño de la muerte
para adorarte
despertaré».
Artetxe se sorprendió al escuchar la canción. No se hubiera imaginado a Begoña oyéndola.
¿Cuál sería su instante lejano, su amor capaz de hacerla resucitar? ¿Por qué se había refugiado allí para escuchar tristes canciones de amor? Apagó el tocadiscos y salió de la habitación.
La tercera era un pequeño retrete. En la taza había una mujer sentada, con los ojos totalmente vidriosos abiertos en vacua expresión. En la muñeca derecha tenía colocada una goma y a sus pies había una jeringuilla. Pilar lanzó un grito que retumbó en el silencio de la casa. Artetxe se acercó a la mujer y le buscó el pulso. Al tocarla cayó al suelo como si de un pesado fardo se tratara.
– ¿Es ella? -preguntó, aunque sabía la respuesta. Begoña estaba ya lejos de todo instante y lugar, y ningún fulgor de estrellas ni ningún corazón amante conseguirían que resucitara.
Pilar respondió que sí agitando varias veces la cabeza. Luego, con voz entrecortada, preguntó: