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– ¿Está muerta?

– Sí, está muerta. Me temo que hemos llegado tarde.

– ¿Qué vamos a hacer ahora? -volvió a preguntar.

– Habrá que llamar a la policía.

– ¿La policía? ¿No podemos quedamos al margen de todo?

– No digas insensateces -respondió Artetxe, malhumorado-. A mí tampoco me agrada enfrentarme a ellos en esta situación, pero no nos queda más remedio. Antes o después alguien más hallará el cadáver y empezarán a investigar. No les será difícil averiguar quién era y que se la estaba buscando. Además, mi coche está ahí fuera aparcado y, aunque no nos hemos cruzado con nadie, estoy seguro de que más de uno y de dos vecinos nos han visto y podrían describimos e identificamos, así que más nos vale cumplir como buenos ciudadanos y llamar al 091.

En la casa no había teléfono, por lo que fueron a llamar desde un bar cercano. Quince minutos después se acercaron un furgón de la Policía Nacional al mando de un cabo y un vehículo camuflado con dos inspectores, Manuel Rojas y un compañero suyo apellidado Merino.

– Inspectores Merino y Rojas. ¿Son ustedes los que nos han llamado? -dijo Merino nada más bajar del coche.

– En efecto, hemos sido nosotros -dijo Artetxe.

– ¿Dónde está el cadáver?

– Aquí al lado -contestó Artetxe señalando el portal más próximo al bar-, en el tercero izquierda. Tendrán que subir andando, porque no hay ascensor.

– Nunca nos han asustado las escaleras -respondió abruptamente Merino, para añadir-: ¿A qué se ha debido el hallazgo?

– La muerta es prima mía, veníamos a visitada -respondió Pilar tomando por primera vez la palabra.

– ¿Y usted? -se dirigió Merino a Artetxe-, ¿también es familiar de la difunta?

– En realidad no, podría decirse que soy un conocido de la familia.

Mientras el inspector Merino los interrogaba, habían subido hasta la vivienda. Una vez en ella los dos policías inspeccionaron la casa y el cadáver. Cuando hubieron escudriñado todos los rincones, el inspector Merino, que tácitamente había asumido el mando, lanzó al aire un comentario aparentemente inocente.

– Para ser familiar suya -dijo mirando a Pilar-, no parece que tuvieran el mismo nivel de vida. No me la imagino a usted viviendo en este tugurio.

– Era de la rama pobre de la familia -respondió cándidamente Pilar.

– Más vale que no me tomen el pelo -voceó el inspector Merino-, no hace falta ser muy sagaz para comprobar que éste no era el ambiente habitual de su prima.

– Y no lo era, señor inspector -dijo Artetxe. Sabía que tardarían poco tiempo en averiguar todo sobre ambos y prefirió sincerarse, ya que enfrentarse a los policías no le traería más que complicaciones-. Es cierto que la señorita es prima de la fallecida, pero no estábamos aquí simplemente de visita. Estábamos buscándola ya que había desaparecido de su casa.

– Entiendo, ¿se había denunciado la desaparición?

– No, ya que era mayor de edad y todo el mundo pensaba que se había escapado voluntariamente.

– ¿Y usted qué pinta en todo esto?, ¿es detective?

– No, un conocido del novio que me pidió que le echara una mano, nada más que eso.

– Su historia suena falsa.

– Lamento que se lo parezca, pero es la verdad.

– Así es -añadió, entusiasta, Pilar.

– Bueno, ya tendremos la oportunidad de comprobado en Jefatura -replicó, enigmático, Merino-; ahora me gustaría saber cómo han entrado.

– La puerta estaba abierta.

– Abierta o rota.

– Nosotros no la hemos roto. De hecho, habíamos sido citados por la difunta, por eso nos habíamos acercado hasta aquí.

– No habrán tocado nada, supongo.

– Nada de nada. Tan sólo hice lo imprescindible para comprobar si vivía todavía o estaba muerta.

– Bien, bien -contestó, ceñudo, Merino. Luego, dirigiéndose a Rojas, añadió-. ¿Están avisados el Juzgado de Guardia y el Gabinete de Identificación?

– Vendrán en cualquier momento -dijo Rojas.

– En ese caso, que se queden a esperarlos el cabo y los números, y volvamos nosotros a Jefatura. Me temo que hay algunas partes de su historia que necesitan aclararse -añadió mirando a sus dos testigos-, así que espero que no pongan ningún impedimento y nos acompañen voluntariamente a Jefatura para efectuar las oportunas diligencias.

– Estamos a su disposición -dijo Artetxe, sabiendo que de nada serviría oponerse a la amable invitación.

Cuando le separaron de Pilar y le llevaron hasta una celda en la que no había nadie, Iñaki Artetxe comprendió que habían averiguado sus antecedentes, y por si hubiera albergado alguna duda la llegada de dos conocidos suyos, los inspectores Romero y Castrofuerte, de la Brigada Antiterrorista, la disipó por completo.

– Mira a quién tenemos aquí -exclamó Castrofuerte haciendo como que se dirigía a Romero-, nuestro buen amigo Iñaki Artetxe, el policía que cobija a terroristas movido por su gran corazón.

– Tengo entendido que ahora ya no se dedica a eso, creo que ahora se dedica a las jovencitas -respondió, jubiloso, Romero-. Las conduce a tugurios infectas, las mata y luego nos llama a nosotros para que recojamos los restos.

– ¿Por qué no me dejáis en paz? -contestó Artetxe. Sabía que lo único que podía conseguir era exasperarlos aún más, pero también sabía que si habían venido con alguna idea preconcebida nada que dijera u omitiera les iba a torcer el rumbo-. Cometí un error y pagué por ello. He cumplido mi condena, así que soy un hombre libre. No tenéis nada contra mí, lo único que he hecho es cumplir con mi deber de ciudadano al avisar a la policía de que había encontrado un cadáver.

– Me partes el corazón -dijo Castrofuerte-, un hombre tan bueno como tú asediado injustamente por unos malos policías. ¿Qué dirían los de Amnistía Internacional si lo supieran?

– Iros a tomar por el culo -respondió Artetxe-; ni siquiera sois policías, sólo sabéis torturar. Si tuvierais un terrorista delante de vuestras narices ni lo oleríais, así que dejadme en paz, salvo que tengáis algo contra mí y, en ese caso, sólo hablaré delante de un abogado.

– ¿Has oído lo que ha dicho? -le preguntó Castrofuerte a Romero.

– Lo he oído, pero no acabo de entenderlo. ¿Nos ha mandado a tomar por el culo?

– Me parece que sí -respondió Castrofuerte.

– Y nos ha llamado torturadores.

– Sí, como si no supiera que la Constitución nos prohíbe ese tipo de prácticas.

– Y nosotros somos muy cumplidores de la Constitución.

– Más que si la hubiéramos escrito en persona.

– También ha dicho que somos incapaces de distinguir a un terrorista aunque le tuviéramos delante de nuestras mismas narices.

– Mira, yo creo que en eso se equivoca, porque ahora mismo tengo uno delante de mí y le he reconocido.

– ¿Sí?, ¿de quién se trata?

– Del señorito Iñaki Artetxe, aquí junto a nosotros.

– ¿Por qué no dejáis de hacer el payaso? Sé que os resulta muy difícil, pero podríais intentarlo -volvió a hablar Artetxe.

– Parece que el terrorista tiene prisa por acabar -comentó Castrofuerte.

– No le decepcionemos entonces -respondió Romero, quien uniendo la acción a la palabra dio un fuerte puñetazo en el abdomen de Artetxe.

Iñaki Artetxe se encogió en un gesto instintivo, intentando coger aire, momento que aprovechó Castrofuerte para agarrarle del pelo y tirarle al suelo. Una vez allí le pateó las costillas, sin excesiva violencia, tan sólo la suficiente para hacer daño.

– Tranquilo -le comentó sonriente-, que no te van a quedar marcas. Nada afeará tu bonito cuerpo de terrorista; hemos aprendido mucho desde la última vez que estuvimos juntos. Ya ves que no somos tan incapaces como crees.

Durante un buen rato continuó el castigo, que sólo cesó cuando Artetxe se desvaneció. Le despertó el contenido de una jarra de agua que alguien había echado sobre su cabeza. Cuando recobró la visibilidad comprobó que quien le había espabilado de ese modo tan húmedo era uno de los dos inspectores que habían acudido a la casa en la que había fallecido Begoña.