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– Siempre que se produce una muerte extraña, y lamento la expresión pero no podemos andarnos con tapujos -continuó explicándose Artetxe-,las posibilidades se reducen a tres: accidente, suicidio o asesinato. En este caso el suicidio sería la hipótesis más desfavorable para usted, ya que la compañía no abonaría ninguna cantidad; en cambio, en caso de haber sido asesinado, su póliza tenía una cláusula según la cual la indemnización se duplicaría.

– Mi marido no se suicidó -respondió Nekane-. Fue un simple accidente, un desgraciado accidente. Quería probar la droga para sentir en su propio cuerpo las reacciones que producía y la dosis que se inyectó causó, por desconocimiento, un efecto letal. Eso es lo que ocurrió y lo que expliqué a la policía y en el Juzgado.

– Aunque es una de las hipótesis de trabajo, nosotros también hemos descartado por ahora el suicidio, pero nos gustaría explorar la posibilidad de un asesinato ¿Se mostró en algún momento preocupado, o tuvo algún tipo de amenazas?

– Lo siento, pero ya dije en su momento que eso me parecía absurdo. Fue un accidente y, la verdad, no tengo ninguna gana de hablar de nuevo sobre la cuestión.

– Lo comprendo, pero era necesario que hablara con usted para completar nuestros archivos. De todos modos, si no le importa, antes de finalizar nuestra entrevista me gustaría hacerle unas pocas preguntas más -añadió Artetxe después de que Rojas le susurrara, a través del micrófono, las preguntas que quería que hiciera.

– De acuerdo, pero vuelvo a rogarle que sea breve.

– Lo entiendo y le prometo que le robaré poco tiempo. En primer lugar me gustaría saber si le habló alguna vez su marido de una tal Begoña González Larrabide.

– No, no me suena ese nombre -respondió, titubeante, Nekane.

– Hemos tenido acceso a los informes policiales y parece ser que la misma remesa de droga que causó el fallecimiento de su marido fue también la causante de la muerte de la mujer que le hemos mencionado.

– Supongo que será una desgraciada coincidencia -comentó encogiéndose de hombros-. Me imagino que esa remesa se habrá vendido a muchos drogadictos.

– Quizá sí, pero sólo ha habido dos muertes.

– Es más que suficiente, ¿no cree? -replicó, con un deje de amargura en su voz, la viuda de Andoni Ferrer.

– Señora, me gustaría ser sincero con usted. Creemos que las dos muertes, la de su marido y la de la mujer, han sido producidas voluntariamente, pero sin su colaboración no va a ser posible llegar al fondo del asunto.

– Ya le he dicho que no creo en eso, pero aunque estuviera de acuerdo con usted no tengo nada que decirle. No entiendo el interés de una compañía de seguros por este asunto, sobre todo si, como me ha dicho al principio, eso significa que tendrían que doblar la indemnización. Por favor, no me considere una maleducada, pero le ruego que salga de mi casa, estoy muy cansada.

– Lo entiendo, señora, y no es mi intención molestarla, por eso ahora mismo me voy, pero antes de salir me gustaría darle un pequeño consejo. Tiene usted razón, esta investigación es más propia de las fuerzas policiales que de una compañía de seguros; por eso estimo que, si se da el caso de que recordara algo, debiera ponerse en contacto con la policía, concretamente con el inspector Rojas, de Homicidios, que es quien ha llevado el asunto hasta su archivo. Cualquier detalle, por insignificante que parezca, puede ser importante -finalizó Artetxe, repitiendo casi textualmente, aunque de un modo un tanto forzado, lo que acababa de transmitirle a través del micrófono el inspector.

Nada más traspasar el umbral del portal de la vivienda de Nekane Larrondo, Iñaki Artetxe se acercó hasta un vehículo aparcado sobre un paso de cebra desde el que Manuel Rojas había seguido la conversación, para devolverle el micrófono y cambiar impresiones. Ambos coincidieron al analizar la situación: no habían avanzado gran cosa y la viuda del periodista sabía mucho más de lo que decía.

22

Iñaki Artetxe estaba aburrido. Se había pasado toda la mañana interrogando a los amigos más próximos a Begoña González Larrabide sin sacar nada en claro. Ninguno había sido capaz de aportar algún dato de interés sobre la muerta, ninguno parecía haber llegado a un grado de intimidad suficiente, como si se hubieran limitado a tener una relación meramente superficial. Además, hacía uno de esos inaguantables días de calor que soporta Bilbao tan sólo tres o cuatro veces al año pero que, cuando toca, dejan a todo el mundo totalmente barrido y sin ganas de hacer nada. Mientras conducía en dirección a su domicilio por Enekuri empezó a pensar en lo agradable que sería llegar a casa, desnudarse y ducharse. Una idea empezó a sobrevolarle a raíz de esos pensamientos. Casa, ducharse, desnudarse. Eso era, ¡desnudarse! Parecía algo traído por los pelos, pero podría ser. Algo relativo a uno de los amigos de Begoña, un tal Antonio Alférez, sí, lo tenía que comprobar aunque tuviera que renunciar a la ducha, ya que si estaba en lo cierto no tenía tiempo que perder.

Allí estaba, archivada en la carpeta que había abierto tras su conversión en detective y la aceptación del caso, la fotografía que había sustraído de la habitación de Begoña. Se trataba de un grupo de ocho amigos y amigas que estaban disfrutando del sol en una playa que parecía ser la de Bakio. Todos estaban en traje de baño menos Antonio Alférez, que cubría su torso con una camisa oscura de manga larga. También esa mañana, mientras charlaba con él en las piscinas del club que la Sociedad Bilbaína tenía en Laukariz, llevaba encima del cuerpo una camisa de manga larga. ¿Sería una simple manía u ocultaba algo? ¿Marcas de jeringuilla, tal vez?

De nuevo cogió el coche para dirigirse a Mungia, con la esperanza de que los amigos de Begoña, sobre todo Antonio, continuasen disfrutando de aquel soleado día de finales de verano en las piscinas. Había acertado: todos los componentes del grupo seguían tumbados indolentemente en sus sillas aba-tibles. Cuando vieron a Artetxe le saludaron alegremente, como el contrapunto a su rutina que les había alegrado la mañana.

– Hombre, Marlowe de nuevo -comentó uno de los listillos de la panda-. ¿Se le había olvidado acaso hacemos alguna pregunta trascendental o acaso va a señalar teatralmente quién es el asesino? Si es esto último lo siento mucho, pero el mayordomo acaba de marcharse

– Más bien lo primero -contestó sonriente el detective para no desentonar del falso ambiente de alegría que se había creado a su alrededor-. Quería hablar contigo -añadió dirigiéndose a Antonio Alférez.

– Estoy a su disposición. Nada me haría más feliz que colaborar con nuestras bienamadas Fuerzas del Orden, aunque no sé si a un aprendiz de Sherlock Holmes se le puede considerar de tal guisa -replicó haciendo juego con la jocosidad de su amigo-. Pregunte lo que quiera que su humilde servidor contestará.

– A solas. Prefiero que hablemos a solas.

La respuesta de Artetxe no debió de ser del agrado de su interlocutor, ya que se transformó su semblante. Del risueño y despreocupado joven que bromeaba con el detective ya no quedaba nada y el ceño adusto que surgió en su cara delataba una fuerte contrariedad.

– No creo que sea necesario -contestó.

– Va a ser sólo un momento.

– Ni un momento ni pollas -replicó totalmente irritado-. No tiene usted ningún derecho a interrogarme como si fuera un detective de película.

– De acuerdo, de acuerdo -contestó, conciliador, Artetxe-, ni puedo ni quiero obligarte a contestar, pero como me interesa mucho obtener ciertos datos no tendré más remedio que dejarlo en manos de la policía. Ha habido una muerte debido a la droga y la policía suele interesarse por los amigos de la víctima, sobre todo si parece que quieren ocultar algo.

– Yo no tengo nada que ocultar.

– Entonces no debieras tener inconveniente en hablar conmigo.

– Venga, Toni, habla con él y que se vaya de una puta vez -irrumpió en la conversación el listillo-. Y no te preocupes por si intenta violarte, tú ya sabes, en caso de necesidad silba. ¿Sabes cómo se silba? Se unen los labios así -dijo haciendo el gesto de silbar que fue cortado por su propia risa- y acudiremos al rescate más raudos que el 7º de caballería.