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– Mi hijo me ha contado todo lo que le ha dicho. También me ha asegurado que usted no ha intentado, en ningún momento, hacerle hablar. Se lo agradezco.

– No hay de qué. No me parecía oportuno ni… ético -vaciló al añadir esto último.

– Gracias de todos modos. Mi hijo me ha contado que ha venido aquí para informarle de que sabía que su padre había sido asesinado.

– Así es, y quiero decirle que no es una novedad para mí. Pese al archivo de las actuaciones siempre he pensado que no había sido un accidente.

– Y tiene usted razón, pero tenía miedo, mucho miedo, no sólo por mí sino, sobre todo, por mi hijo, pero él con su acción me ha abierto los ojos y enseñado el camino a seguir. No se puede vivir con esta angustia eternamente. Quizá sea mejor contar todo lo que sabemos y esperar a que se haga justicia.

– No quiero forzada, pero pienso que ésa es la postura correcta y se lo digo no sólo como policía, que por supuesto lo soy y con todas las consecuencias, sino como hombre. Me sería de gran ayuda, para reabrir el caso, todo lo que usted pudiera contarme.

– Directamente no sé gran cosa, tan sólo que Andoni estaba muy inquieto los días anteriores a su muerte y que creía que se había metido en un avispero; pensaba que había encontrado algo gordo. Lo único que he sufrido directamente son las amenazas que me profirieron dos hombres el día que fui a declarar al Juzgado. Poco puedo decirle, por lo tanto, pero tengo un modo de ayudarle.

– ¿Cuál es?

– Andoni me dijo que había tomado precauciones adicionales. Concretamente me explicó que había guardado toda la documentación original que poseía en una caja de seguridad de la sucursal del Banco Bilbao Vizcaya en Andorra. No sé qué es lo que habrá exactamente, pero estoy dispuesta a ir hasta allí y traérselo.

– Podría ser peligroso, y yo no puedo ofrecede protección, ya que el caso, oficialmente, no existe.

– No me importa, he cambiado de opinión y pienso que merecerá la pena arrostrar los peligros que surjan. Además, nadie conoce la existencia de esa caja y yo todos los años visito Andorra, así que iré y se lo traeré.

26

A Antonio Jalón se le había acabado tanto la droga que le habían proporcionado los extraños hombres que le habían contratado para que asesinara a Tomás Zubía como el dinero que le había robado a éste. Sólo le quedaba el broche que también le había quitado y que parecía bueno, aunque él de esas cosas no entendía. Afectado por los primeros síntomas del síndrome de abstinencia decidió vendérselo a un perista que conocía del barrio, pero no le encontró. No le quedaba más remedio que buscarse la vida, ya que los camellos hacía tiempo que habían dejado de fiarle.

Serían las diez de la noche cuando se acercó a la Policlínica San Antón, en la calle Pérez Galdós. Nunca había trabajado allí, pero dos días antes había cruzado por esa zona y pensó que sería un buen sitio para dar un palo. Era una zona poco conflictiva, por lo que no había excesiva vigilancia policial; una zona tranquila, por la que a esas horas apenas transitaba nadie y, además, quienes salían de la clínica posiblemente se encontraran, debido a lo que deprime a la gente estar en ese tipo de recintos, psicológicamente -aunque Antonio desconocía este vocablo- más indefensos ante cualquier ataque dirigido a aliviarles el bolsillo de la pesada carga dineraria.

La idea en sí no era mala y demostraba que, dentro de sus limitaciones, Antonio Jalón era capaz de pensar cuando de buscar dinero se trataba pero, desgraciadamente para él, eligió la víctima equivocada. Miren Goiburu no estaba deprimida, sino francamente enfadada. Su hija mayor acababa de dar a luz y tenía la impresión de que esos médicos no sabían nada de recién nacidos. ¿Cómo se habían atrevido a aconsejar a su hija que alimentara a la nieta con biberón en vez de darle el pecho? Todas las mujeres de su familia habían criado a sus hijos sin esos inventos modernos, y bien sanos y pocholos que se habían desarrollado todos. No quería ni pensar en lo que le iban a decir sus amigas en Bermeo cuando se enteraran de eso; ellas que, como la propia Miren, llevaban media vida haciendo tareas que ni el más capaz de los hombres podía igualar. Por eso, cuando Antonio Jalón, navaja en ristre, le exigió la entrega de todo su dinero, vio la oportunidad de descargar toda la adrenalina que llevaba encima -ella lo llamaba mala leche- y arremetió contra él usando su bolso como arma -dentro llevaba una plancha de viaje que su hija había considerado innecesaria quedársela, ya que las jóvenes de ahora cuando estaban internadas en una clínica eran incapaces de hacer nada que no fuera quejarse-, lo tiró al suelo y lo pateó. A Antonio Jalón le salvó de unas graves lesiones la intervención de algunos pacíficos ciudadanos que, procedentes tanto del interior de la policlínica como de un bar cercano, aparecieron de repente. Le salvaron de los perjuicios físicos, pero no le dejaron en libertad. La llamada de uno de los camareros del bar al 091 posibilitó el que pasara esa noche en los calabozos de Jefatura.

Dos días después, un ciudadano de nombre Juan Etxaburu Lejarza subía las escalinatas del edificio de la Jefatura Superior de Policía. Le habían llamado para que reconociera a Antonio Jalón como autor de un atraco que había sufrido tres semanas antes. La policía se basaba en la única posesión que habían requisado al detenido: un broche de oro con el dibujo de un árbol y los colores de la ikurriña y las iniciales JEL, que correspondían con su nombre y dos primeros apellidos.

– Lo siento, pero no es él.

– ¿No es él o no está seguro de conocerle?

– Reconocería al cabrón que me atracó hasta en una habitación a oscuras. Lo siento, pero éste no es el tipo que me robó. Y el broche tampoco es mío aunque, efectivamente, lleve mis iniciales.

Juan Etxaburu Lejarza salió de Jefatura una hora después de haber entrado, sin que su presencia hubiera sido útil para las investigaciones policiales, pero sí había observado algo curioso. Vaciló un momento pensando si era oportuno comunicarlo a la policía o no, pero al final calló. Era un buen ciudadano, un cincuentón honrado padre de familia que nunca se metía en líos, mucho menos en actos delictivos, pero que todavía se mostraba remiso a colaborar con las Fuerzas del Orden. Sabía, o se lo imaginaba, que el amable inspector de la Brigada Antiatracos que le había atendido no tenía nada que ver con los que habían machacado a su difunto padre cuando estuvo preso después de la guerra, pero aun así le costaba hacer ciertas confesiones, sobre todo si se tenía en cuenta que podían estar relacionadas, precisamente, con su entorno familiar. No obstante, tampoco podía callar del todo. Sabía adónde tenía que ir para dar cuenta de sus sospechas.

Pocos días más tarde, un sorprendido Manuel Rojas recibía una llamada de Iñaki Telletxea. Le preguntaba si tenía la tarde libre y si, en ese caso, podía pasarse por la redacción. Rojas contestó afirmativamente a ambas preguntas, un tanto intrigado. La única relación que había mantenido con ese periodista había sido como consecuencia de la investigación del asesinato de Tomás Zubía, pero tanto si había sido producto del exceso profesional de un navajero como de alguna oscura venganza relacionada con su pasado como espía, no sabía qué podría decirle.

Tomó asiento en el mismo lugar que la vez anterior y, tras los saludos protocolarios, le preguntó a su interlocutor por el motivo de la llamada.

– Creo que puedo ayudarle a resolver el asesinato de Tomás Zubía. Podría haberse producido una extraña coincidencia, pero creo que tengo una pista.

– ¿De qué se trata? -preguntó, expectante, Rojas, extrañado y sorprendido a partes iguales.