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– Lo primero que tiene que hacer es prometerme que no habrá ningún tipo de problemas para la persona que está implicada en lo que voy a contarle.

– No puedo prometérselo rotundamente sin conocer la historia, pero intentaré ser lo más benévolo posible.

– Con eso será suficiente por ahora, ya que en el fondo tampoco ha hecho nada excesivamente reprobable y, a través de mí, está colaborando con ustedes. La historia es la siguiente. Hace unos días, por miembros de la Policía Nacional, se procedió a la detención de un yonqui que, en pleno mono, estaba atracando a una señora. Tuvo la mala suerte de que esa señora tuviera un temple y una fuerza que para sí quisieran muchos de los geos, así que si no es por la intervención de terceras personas, que le rescataron y llamaron a la policía, hubiera salido muy malparado.

»Los policías se lo llevaron detenido y al registrarle encontraron un broche con las iniciales JEL. Guiados por esto último citaron en las dependencias de la Brigada Antiatracos a un ciudadano de nombre Juan Etxaburu Lejarza, que había sufrido un atraco similar, pensando, con total lógica, que pudiera ser el propietario del broche.

»El señor Etxaburu no reconoció ni al detenido ni el broche. Mejor dicho, no reconoció como suyo el broche, pero sí lo reconoció porque su madre tenía uno igual, que estaba en poder de su hermana mayor. Ese mismo día telefoneó a su hermana y ésta le tranquilizó diciéndole que seguía teniéndolo en su poder.

»Cuando hubo confirmado lo anterior me llamó a mí. Sabía que estaba interesado en la historia del nacionalismo vasco anterior a la guerra civil así como en los hechos producidos en ésta, y pensó que pudiera interesarme y, tal vez, encontrar al auténtico propietario.

»Creo que es el momento de añadir que el broche en cuestión, aparte de que es de oro, tiene para sus poseedores un elevado valor sentimental. Pertenece a una partida de veinticinco que otros tantos jóvenes, afiliados a la Juventud Vasca de Bilbao, organización juvenil relacionada con el PNV, encargaron para regalar a sus novias con motivo del primer día de San Valentín que se celebró en plena guerra. Un gesto cursi visto con ojos actuales, pero que en aquella situación tenía un significado muy diferente del que hoy se puede dar a un acto así.

»Aunque sólo eran veinticinco los broches, no me ha sido posible seguirles la pista a todos, y más si se tiene en cuenta que no se trata directamente de mi especialidad; por eso no estoyo seguro al ciento por ciento de a quién pudiera pertenecer el broche que se requisó al detenido sobre el que le he hablado anteriormente, pero una cosa sí puedo asegurarle. Uno de los broches lo encargó Tomás Zubía, la persona cuyo asesinato está usted investigando. Quizá sea una pista falsa, pero tal vez valga la pena considerarla.

Esa misma tarde, tras comprobar que el juez de guardia había dejado en libertad a Antonio Jalón, se dio orden de busca y captura. Una semana después, ya detenido, confesó su participación en la muerte de Tomás Zubía, pero no pasó directamente a las dependencias judiciales. Llamado por el comisario Manrique, Frank Gómez se personó en Jefatura y solicitó que se le entregara al detenido. Las protestas de Rojas sobre el atentado a la soberanía nacional fueron calladas tras enseñarle una orden firmada por el propio ministro del Interior.

Frank Gómez sabía lo que quería y tenía paciencia. En el caserío que había alquilado en Sopelana y que se encontraba totalmente insonorizado sólo tuvo que esperar a que el síndrome de abstinencia se le hiciera insoportable a Antonio Jalón para que éste contara todo lo sucedido, incluyendo la historia de los dos hombres que le contrataron para matar al viejo aquél.

Cuando oyó esto último, el americano acercó dos fotografías a Antonio y le preguntó si los reconocía.

– Sí, son ellos; son los tíos que me dieron el caballo con la condición de que matara al viejo. Es la verdad, le he dicho todo lo que sé, ahora, por favor, por favor, no aguanto más… -finalizó retorciéndose bajo los efectos del mono.

– Tranquilo, chaval, tranquilo, que tus problemas se van a acabar -dijo con su fuerte acento yanqui Frank Gómez mientras le acercaba una pistola a la nuca y apretaba el gatillo.

Goldsmith-Gómez aprovechó la oscuridad de la noche y el aislamiento del caserío para enterrar el cuerpo de Antonio Jalón. No se consideraba un asesino, pero asumía que en su trabajo tenía que hacer, de vez en cuando, ciertas cosas que horrorizarían a los burgueses bienpensantes. Entró en la vivienda y se sirvió una generosa ración del whisky que destilaba clandestinamente Cameron DeFargo. Acababa de ejecutar al asesino material de Tomás Zubía, a la persona que había empuñado la navaja, pero todavía no estaba cerrado el caso, aún quedaba arreglar cuentas con los inductores. La clave estaba ahí, en el CD-Rom que le había dado DeFargo. El viejo aristócrata no había podido sobreponerse, pese a sus alegaciones acerca de que era analfabeto en ese aspecto, a la vanidad de grabar sus palabras informáticamente. Goldsmith lo había descubierto al acceder a una de las cartas que Tomás Zubía había dirigido al propio DeFargo. Cogió los auriculares y se puso a escuchar la voz del hombre que le había dado la orden de vengar a su antiguo jefe.

INTRODUCCIÓN A LA CARTA Nº 5 REMITIDA POR TOMÁS ZUBÍA A CAMERON DEFARGO. HABLA CAMERON DEFARGO.

Estimado James:

Si sospechas que te oculto algo, tienes razón en cierto modo, pero te aseguro que lo fundamental del caso se encuentra aquí, en este CD-Rom inventado por el diablo pero que tiene su utilidad, no lo niego, y que me permite esta pequeña travesura: la de hablarte a través de un disquete que se supone que te tiene que informar básicamente sobre Tomás Zubía. Aunque puedes saltar de una información a otra a tu libre albedrío, sé que eres extremadamente ordenado y concienzudo y que, por lo menos en una primera lectura, irás recabando la información en su orden cronológico. Por eso, antes de que leas la quinta carta personal que me envió, quiero hacerte un breve comentario sobre el asunto. Tal vez te parezca que está de más, y posiblemente tengas razón, pero quizá este añadido aclare cosas que hoy, por sabidas y evidentes, nos parecen tremendamente obvias y poco importantes, pero que en aquella época, en la que ignorábamos cuál sería el devenir de los acontecimientos, cobraban otro significado.

Cuando Zubía regresó a Madrid sabía más de lo que nunca había pensado que llegaría a saber, aunque eso no le llenaba de felicidad. Desde el instante en que aceptó trabajar para nosotros como agente infiltrado en las filas enemigas -o, dicho sin eufemismos, como espía-, sabía a lo que se arriesgaba, pero no le importó. Solía decirme que hay momentos en la vida en los que es necesario tomar decisiones drásticas y él nunca evadió esos momentos. Pero aquello era mucho peor. Su fracaso podía significar la pérdida de la guerra o, en el mejor de los casos, su prolongación, con la consecuente extensión de los sufrimientos de la población y de los desastres y horrores que toda guerra origina. Parece una exageración pero ahora, con el transcurso de los años que siempre sosiegan los pensamientos, estoy convencido de que las palabras que estoy pronunciando en estos momentos son totalmente fieles a la realidad, por lo menos a la realidad que nosotros vivimos.

Debo reconocer que hizo un amago de renuncia, pero sabía de antemano que no se le iba a admitir. En aquellos momentos era el único agente que había conseguido contactar y ganarse la confianza de los alemanes en Madrid. Porque en Madrid estaba la clave del futuro de la contienda bélica o, por lo menos, una de las claves más importantes.

Hoy en día todo el mundo conoce, o puede conocer, lo que fue el Proyecto Manhattan y lo que supuso para los esfuerzos bélicos, pero entonces era uno de los secretos de Estado mejor guardados. Muy poca gente tenía acceso no ya a lo que significaba, sino a su propia existencia siquiera, y para quien revelaba algo, por mínimo que fuera, no había detención y juicio. Se le ejecutaba al momento sin más dilación. Así estaban las cosas y, sin embargo, quienes teníamos el poder de decisión, y,en mi caso un poder más bien limitado como puedes comprender, echaron sobre sus hombros la carga de ese secreto, con libertad absoluta para administrarlo en el caso de que lo considerara necesario para el triunfo de su misión.