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Que al verla caída en el suelo como consecuencia de los golpes la arrastró hacia el dormitorio matrimonial donde, a la fuerza, intentó que la declarante cumpliera con el débito conyugal.

Que al negarse la declarante a satisfacer los deseos de su marido, volvió a ser golpeada con saña por éste.

Que desesperada e histérica, sin darse cuenta ni comprender muy bien lo que hacía, cogió un garrote que su marido guardaba en la habitación por miedo a los ladrones y empezó a golpearle con él.

Que cuando paró de golpearle se dio cuenta de que le había matado, aunque nunca fue ésa su intención.

Que si no llamó antes a este puesto de la Guardia Civil no fue para ocultar nada, sino porque perdió la razón como consecuencia del hecho y hasta el momento en que ha procedido a efectuar la llamada no se había recuperado.

Que todo lo que ha dicho es la verdad, no teniendo nada que añadir.

Cerrada que es la declaración estampa en la misma su huella digital, por no saber firmar, en conformidad con lo transcrito, en compañía de los señores instructor y secretario, en Orduña, provincia de Vizcaya, a 3 de octubre de 1993.

Aprovechando que el sargento Arjona no había vuelto de efectuar su ronda -posiblemente había muchos bares en los que parar-, Rojas habló a solas con la detenida, que confirmó lo ya declarado, sin añadir ni quitar una coma. Examinó también el arma con la que se había perpetrado el crimen. Era un garrote fuerte y sólido. Parecía mentira que la acusada hubiera podido blandirlo hasta causar la muerte de su marido, pero no era tan extraño que alguien poseído por la ira y la exasperación sacara más fuerzas de las que aparentemente cualquiera le hubiera adjudicado. Continuaba bañado en sangre y no había ninguna duda acerca de su utilización en el asesinato. Posteriormente se acercó al Juzgado, donde también le permitieron leer las diligencias. Todavía no se había practicado la autopsia al cadáver, pero el informe previo del médico corroboraba las causas de la muerte apuntadas en el atestado. El propio juez le indicó que ese mismo día iba a enviar las diligencias al juez de Instrucción competente, pero que parecía un asunto bastante claro. Antes de despedirle le pidió un favor.

– El fallecido tenía un hijo, Antoñito, y todavía no hemos tenido tiempo de comunicarle lo sucedido. Bueno, en realidad sí hemos tenido tiempo -sonrió avergonzado-, pero todavía no se lo hemos dicho, es un asunto tan delicado y le conocemos desde hace tanto tiempo… Ya sé que es mucho pedir, pero como usted es un inspector de Homicidios y no tiene ninguna relación de amistad con el chico, quizá no le importe decírselo.

Sí le importaba, ya que esas situaciones no eran plato de buen gust,o para nadie, pero se hizo cargo de los razonamientos de su interlocutor y accedió. El juez le dijo que el muchacho salía todas las mañanas temprano de casa para trabajar en un pueblo cercano, en un taller de carpintería propiedad de un amigo de la familia, Efrén Ruigómez. El pobre Antoñito, le aclaró el juez, era deficiente psíquico, pero su atraso mental no le impedía tener cierta habilidad manual de la que estaba orgulloso y que le permitía ser útil de alguna manera, además de ganarse unas escasas pesetas. Trabajaba de sol a sol y, aunque posiblemente le engañaban en el sueldo, su madre pensaba que era mejor eso a que anduviera haraganeando por el pueblo sin hacer nada y siendo objeto de la burla de sus paisanos. Por lo menos, al ser capaz de trabajar, sus vecinos, aunque no le consideraran del todo normal, sí le tenían cierto afecto.

Antoñito, según el juez, era de costumbres fijas, así que Rojas se acercó al bar Kepa, donde seguramente estaría jugando al billar y bebiendo Fanta de naranja. Si el juez de paz hubiera descrito físicamente a Antoñito, Rojas no habría necesitado preguntar por él como hizo, ya que el tal Antoñito, como se le llamaba en el pueblo, era un hombretón de metro noventa de estatura y ciento veinte kilos de peso. Con paso lento y cansino, Rojas se aproximó al objetivo, dispuesto a cumplir la difícil misión encomendada.

– Hola, tú eres Antoñito, ¿verdad? -preguntó sabiendo que lo era, pero de algún modo tenía que romper el hielo.

– ¿Quién es usted? ¿Le envía el señor Efrén? Dígale que lo siento mucho, que me perdone, que no lo volveré a hacer más.

– ¿Qué es lo que no vas a volver a hacer?

– Faltar al trabajo. Mire, señor, dígale que mañana trabajaré todo el día, pero que no me castigue, por favor -dijo mientras por sus ojos de niño asustado empezaban a correrle dos rebeldes lagrimones.

– Tranquilo, soy amigo tuyo y nadie te va a castigar, pero dime: ¿por qué no has ido hoy a trabajar?

– Pues porque estaba celebrándolo, por qué va a ser -comentó extrañado de que su nuevo amigo fuera tan poco espabilado y añadiendo con un brillo infantil en la mirada-: ¿Sabes?, me he tomado siete fantas. Yo solo.

– ¿Y qué estás celebrando?

– Pues qué va a ser, pareces tonto. Que ya no va a haber más golpes. Papá ya no va a pegar más ni a mamá ni a Antoñito.

Rojas le volvió a mirar, pensando que por momentos se desmoronaba el caso sólidamente construido por el sargento Arjona. Antoñito, un hombre con mentalidad de niño que medía un metro noventa y pesaba ciento veinte kilos, tenía unas manos como palas de excavadora. Para esas manos, manejar un recio garrote era tan fácil como para las del inspector agarrar un palillo.

– Quieres mucho a tu mamá, ¿no es así, Antoñito?

– Sí, mucho, mucho.

– Por eso, cuando viste que tu papá la golpeaba cogiste el garrote y la defendiste. -Se sintió como un canalla al decirle esto, pero ya no podía echarse atrás.

– Sí, eso es lo que hice, aunque mamá se asustó y se echó a llorar -respondió entristecido-. Pero yo lo hice por su bien, ¿sabes? Ella, algunas veces, cuando me echa una bronca, me dice que es por mi bien y yo la creo, porque es una mamá muy buena. Por eso creo que se le pasará el enfado. ¿Tú crees que se le pasará?

– Seguro que sí. Mira, vamos a hacer una cosa. Mamá ha tenido que salir de casa, así que si quieres puedes acompañarme a la del sargento Arjona. ¿Conoces al sargento Arjona?

– Claro que sí -dijo palmoteando feliz-. Es un guardia civil muy raro porque nunca me ha pegado, aunque me suele gastar bromas, pero también me suele dar galletas de chocolate.

– ¡Vamos, vamos pronto! -añadió tirándole de la manga de la chaqueta.

El sargento Arjona cumplió con su obligación soltando a la madre y encarcelando al hijo, pero la mirada con la que despidió al policía era de las que taladraban el alma. ¿Quién era Rojas para interferir en el sacrificio de una madre que había intentado proteger a su hijo inválido? «¡Mierda! -pensó Rojas-, soy policía y mi trabajo es detener a los asesinos, no juzgarlos.» Sí, era policía, pero a veces su trabajo le parecía muy amargo.

Intentando olvidar lo ocurrido puso la radio de su vehículo. Estaban dando las noticias del mediodía y la engolada voz del locutor iba desgranándolas una por una, con la misma entonación para un triunfo deportivo del Athlétic que para un terremoto en Colombia. Sin darle un énfasis especial comentó que la carretera se había vuelto a cobrar, ese fin de semana, la vida de dos ciudadanos vascos.

«Una mujer residente en Bilbao y su hijo de corta edad, que volvían de pasar el fin de semana en Andorra, a donde habían ido a esquiar, fallecieron ayer de madrugada al despeñarse su vehículo por un barranco. Los fallecidos son Nekane Larrondo y su hijo Asier Ferrer. Nekane Larrondo era viuda del periodista recientemente fallecido Andoni Ferrer. Familiares con los que ha podido hablar nuestra redacción manifestaron que la señora Ferrer aún no había superado la trágica muerte de su marido y que quizá eso le quitara concentración a la hora de conducir, ya que la carretera estaba en buen estado y el accidente se produjo al invadir el carril contrario y golpear frontalmente con un camión.»