La misión de Zubía consistía, como ya habrás averiguado, en liquidarle, pero sólo en último lugar. No se podía descartar que el doctor De Schoenmaker hubiera preparado a algún otro científico para sucederle, aunque no tuviera su capacidad. Por eso, el objetivo prioritario era destruir las instalaciones en las que se estaba intentando fabricar el arma y luego, para impedir su reconstrucción, matarle. Sabíamos la tensión que esto último iba a producir en Zubía. En la guerra había tenido que matar enemigos, pero ésta sería la primera vez que, a sangre fría, quitaría la vida a alguien, a otro ser humano en suma. Visto en la distancia parece paradójico, pero entonces pedíamos a Dios que no le temblara el pulso a la hora de cumplir con su misión. ¡Rogar al Señor para que uno de los nuestros fuera capaz de asesinar!, no sé lo que diría un teólogo sobre esa petición de auxilio divino y, sinceramente, en estos momentos no me importa mucho. Dentro de poco, cuando mi ciclo vital haya acabado, tendré todas las respuestas a esas preguntas.
No servía de nada forzar las cosas, así que no le quedó más remedio que armarse de paciencia. Las visitas a Madrid de De Schoenmaker no eran muy frecuentes, pero, día arriba día abajo, tenían periodicidad mensual. Poco a poco, gracias sobre todo a que le avalaba el coronel Vonderschmidt, fue entrando en su círculo de confianza, tanto que fue uno de los invitados a su fiesta de cumpleaños. Cumplía setenta años y quería celebrarlo por todo lo alto. Desde Berlín, donde residían por motivos de seguridad, vinieron su hija -él era viudo- y su nieta. Zubía me reveló que los alemanes, al principio, habían sido remisos a traerlas, por motivos de seguridad, pero el doctor insistió y presionó tanto, que no pudieron negarse.
– No hay mayor tristeza que estar separado mucho tiempo de la familia -solía decir el doctor De Schoenmaker con su corazoncito nazi.
La fiesta fue todo un éxito. Comieron, bebieron y cantaron y, al finalizar, casi todos estaban borrachos. Vonderschmidt y Zubía, junto a cuatro fornidos miembros de las SS, escoltaron al científico belga y a su familia al hotel. Los cuatro alemanes se quedaron haciendo guardia junto a la puerta, lo cual era inhabitual. Quizá fuera una simple coincidencia, en honor a su familia, o quizá significara que los trabajos estaban próximos a finalizar y se extremaban las precauciones.
Zubía se despidió de De Schoenmaker y familia en la puerta de su habitación y se dirigió, aparentemente, a su domicilio, pero en lugar de ir al lujoso palacete que ocupaba en la calle de Alcalá se encaminó a la Puerta del Sol. En una pensión fuera de toda sospecha pero controlada por nosotros, se hospedaban tres estudiantes bilbaínos, paisanos suyos por tanto, con los que había hecho amistad. Eran los tres de ideología carlista, pero de total confianza. No quiero aburrirte con los entresijos de la política vasca y española de aquella época, pero para que te hagas una idea: esa gente había luchado en la guerra civil en el bando fascista, sólo que, cuando el general Franco unificó a todas las fuerzas conservadoras en un partido único, algunos carlistas no aceptaron el pensamiento nacionalsocialista, que consideraban ateo, pagano y alejado de sus costumbres, por lo que empezaron a tomar posturas disidentes o de oposición al dictador. Como monárquicos y tradicionalistas, se inclinaban más por Gran Bretaña que por la República alemana, totalitaria y revolucionaria. Aquellos tres jóvenes, que no estaban fichados por la policía secreta del régimen, fueron captados por miembros de nuestra embajada y pronto se vio que podían sernos extremadamente útiles.
Pese a que no le conocían de nada, los tres jóvenes carlistas se pusieron inmediatamente a las órdenes de Tomás Zubía, siguiendo instrucciones de los agentes de nuestra embajada. Cuando les explico lo que tenían que hacer, no pusieron objeción alguna a su plan. Los tres eran católicos convencidos y llevaban prendido del pecho un escapulario con el Sagrado Corazón de Jesús y la inscripción «Deténte, bala». Estaban convencidos de que nada les podía ocurrir, algo así como los fundamentalistas islámicos de hoy en día.
El plan era arriesgado, pero tenía que llevarse a cabo si no queríamos perder la que quizá fuera la única oportunidad para neutralizar al científico belga. Tomás Zubía y sus tres acompañantes acudieron al hotel donde aquél se alojaba vestidos con uniforme de la policía española y, una vez allí, ordenó a los agentes de las SS apostados en la puerta del flamenco que fueran con ellos para participar en una importante misión. Como estaba previsto, los alemanes se negaron ya que tenían un estricto mandato de no separarse del lugar en que hacían guardia. Zubía juró en varios idiomas, incluido el escaso alemán que conocía, y procuró mostrarse enérgico, mientras los supuestos policías españoles asistían impasibles a su actuación. Los alemanes, aunque no admitían sus órdenes, le trataban con deferencia, ya que habían sido testigos de cómo le agasajaba Vonderschmidt y cómo se le había permitido acompañar hasta allí al belga y su familia. Por eso mismo permitieron que sus acompañantes se acercaran más de la cuenta, y cuando más confiados estaban, de las manos de los falsos policías surgieron cuatro cuchillos que, silenciosamente, se clavaron en la garganta de los confiados guardias nazis. Excuso contarte los detalles más escabrosos, pero esa acción, que era totalmente necesaria y, por otra parte, la más arriesgada de todo el plan, se saldó con gran éxito.
El siguiente punto era, en principio, más fácil. Tenían que introducirse en la habitación y secuestrar a De Schoenmaker y familia. Aunque seguramente el profesor le hubiera abierto voluntariamente la puerta a Zubía, decidieron entrar a la fuerza, imbuidos por la excitación del momento. La entrada, derribando la puerta y con las armas en la mano, debió de ser espectacular y, sobre todo, paralizante. Sus ocupantes, que estaban durmiendo se despertaron instantáneamente aunque sin capacidad de reacción.
– ¿Qué es lo que pretende, herr De lthurbide? -le preguntó el belga con gran serenidad de ánimo. No dijo eso tan socorrido de ¿qué es esto?, ya que saltaba a la vista, sino que quería saber exactamente cuáles eran sus pretensiones. Era un hombre valiente ese nazi.
Antes de contestar, Tomás Zubía ordenó a sus acompañantes que encerraran en una de las habitaciones de la suite a la hija y la nieta del belga, así como a la criada que los acompañaba. Cuando estuvieron los dos solos contestó a su pregunta.
– Sé a qué se dedica usted, profesor, y pretendo destruir su obra. Pero para eso necesitaré su ayuda.
– No sé de qué me está usted hablando. Creo que se ha vuelto loco.
– Para su desgracia, profesor, no me he vuelto loco, sino que estoy terriblemente lúcido. y muy bien informado además. Que es usted simpatizante de Hitler no me lo puede discutir.
– Lo mismo que usted -le interrumpió indignado.
– Sí, bueno, lo admitiré por el momento, ya que no tengo ninguna intención de explicarle mis ideas políticas. Mire, profesor, para que vea que sé de qué estoy hablando, no sólo es usted un fiel admirador del Führer, sino que está trabajando en un proyecto ultrasecreto para conseguir desarrollar una bomba basada en la fusión o fisión, lamento mi ignorancia técnica, del uranio. Esa fábrica se encuentra ubicada aquí, en España, presumiblemente no muy lejos de Madrid, incluso me atrevería a decir que en la provincia de Guadalajara, aunque de eso no estoy muy seguro, ya ve que soy sincero. Y para seguir siendo sincero, voy a contestar a su pregunta de nuevo. Pretendo destruir la fábrica en la que se está construyendo la bomba.
– Quizá esté usted bien informado, es posible, pero lo que sí está con toda seguridad es rematadamente loco. En el hipotético caso de que esa fábrica existiera, ¿cree usted que sería tan sencillo destruirla?