Выбрать главу

Nos situamos los tres cerca de la puerta, en un lugar desde el que podían avizorarse tanto la nave de la iglesia, en ese momento atestada de gente -y tan estrecha que a poco más, en vez de crucificado, al Cristo del altar mayor hubieran tenido que representarlo ahorcado-, como el coro y la reja que comunicaba el lugar con el convento. Vi que el capitán, sombrero en mano y capa al brazo, estudiaba muy por lo menudo el lugar; del mismo modo que, llegando a la iglesia, sus ojos atentos habían registrado todos los detalles de la fachada del convento y las tapias del jardín. Andaba la misa por el evangelio, y cuando el oficiante se volvió a los feligreses tuve ocasión de verle el rostro al famoso capellán Coroado, que decía sus latines con buena parola y fineza, y mucho aplomo. Parecía hombre favorecido, gallardo bajo la casulla, y sus cabellos tonsurados en el colodrillo, al uso clerical, eran negros y fuertes. Los ojos se veían, oscuros, penetrantes; sin que fuera extraño imaginar su efecto entre las hijas de Eva, en especial tratándose de monjas cuya regla cercenaba todo contacto con el siglo, o sea, con el mundo y con el sexo opuesto. Incapaz de considerar su persona sin cuanto sabía de él y del convento donde hacía de su sotana un sayo, excuso referir el malestar y la indignación que me produjeron sus movimientos pausados y la fatua unción con que celebraba el sacrificio de Cristo. Maravillóme que nadie entre el público le gritara sacrílego e hipócrita, y no vislumbrar a mi alrededor más que expresiones devotas e incluso admiración en los ojos de muchas mujeres. Pero así son las cosas de la vida, y aquélla fue sólo una de las primeras veces, entre no pocas, que hube lección provechosa de cuánto suelen las apariencias imponerse a la verdad, y cómo gente en extremo ruin disimula sus vicios bajo máscaras de piedad, honor o decencia. Y que denunciar a los malvados sin pruebas, atacarlos sin armas, confiar a ciegas en la razón o en la justicia, es a menudo el mejor camino para encontrar la propia perdición, mientras los bergantes que se abroquelan de influencias o dineros siguen a salvo. Pues otra lección que aprendí temprano es que resulta muy gran yerro ajustar nuestras fuerzas con las de los poderosos, con quienes lléganos más cierto el perder que el ganar. Mejor es aguardar sin prisas y sin aspavientos, hasta que el tiempo o el azar nos pongan al adversario a tiro de daga: lance que en España -aquí todos subimos y bajamos tarde o temprano por la misma escalera-, resulta regular y hasta muy cierto y obligado. Y si no, paciencia; que a fin de cuentas Dios tiene la última palabra, y él baraja sus naipes y los de todos.

– Segunda capilla a la izquierda -susurró Don Francisco-. Tras la reja.

El capitán Alatriste, que miraba el altar, se mantuvo así un momento y luego volvióse un poco para observar en la dirección sugerida por el poeta. Yo también seguí su mirada hasta la capilla que comunicaba la iglesia con el convento, donde las tocas negras y blancas de monjas y novicias se vislumbraban tras la espesa celosía de hierro, a la que el aparente rigor del claustro añadía aguzados clavos para impedir que hombre alguno, desde el exterior, se acercase más de lo conveniente. Eso era nuestra España: mucho rigor y ceremonia, mucho clavo preventivo, mucha reja y mucha fachada -en plenos desastres en Europa, las cortes de Castilla discutían sobre el dogma de la Inmaculada Concepción-, mientras los clérigos apicarados, las monjas sin vocación, los funcionarios, los jueces, los nobles y todo hijo de vecino cardaban la lana bajo cuerda, y la nación dueña de dos mundos no era sino patio de Monipodio, ocasión para el medro y la envidia, paraíso de alcahuetes y fariseos, zurcido de honras, dinero que compraba conciencias, mucha hambre y mucha bellaquería para remediarla.

– ¿Cómo lo veis, capitán?

El poeta había hablado en voz muy baja, entre dientes, aprovechando el momento en que los asistentes empezaban a rezar el Credo. Tenía en una mano el sombrero y la otra en el pomo de la espada, y miraba ante si con recogimiento, el aire equívocamente abstraído, cual si estuviese atento a la liturgia.

– Difícil -respondió Alatriste.

El suspiro profundo del poeta se confundió con el Deum de Deo, lumen de lumíne, Deum verum de Deo vero que rezaban a coro los feligreses. Un poco más lejos, al resguardo de una columna e intentando pasar tan inadvertido entre la mucha gente como ladrón en corro de escribanos, vi al hijo mayor de Don Vicente de la Cruz, el mismo que me había descubierto a causa del gato traidor cuando yo escuchaba de tapadillo. Estaba medio embozado y miraba la reja de las monjas. Me pregunté si Elvira de la Cruz estaría allí, y si podría ver a su hermano. La novelería natural en un mozo de mis pocos años se disparó tras la imagen de aquella joven a la que no conocía, pero a la que imaginé bella, prisionera, atormentada, esperando la liberación. Debían de hacérsele interminables las horas en su celda, a la espera de una señal, un mensaje, un billete anunciándole que estuviese prevenida para escapar. Empujado por mi imaginación, que se desbordaba por momentos y hacíame sentir cual héroe de libro de caballerías -al fin y al cabo el azar me había convertido en parte de la empresa-, forcé la vista intentando distinguirla tras los hierros que la encarcelaban del mundo; y a poco me pareció ver una mano blanca, apenas unos dedos apoyados un instante entre barrotes. Así estuve largo rato suspenso y con la boca abierta, atento a si veía aparecer de nuevo la mano; hasta que sentí en mi cogote un disimulado pescozón del capitán Alatriste. Entonces, precavido a mi pesar, volví a mirar al frente con toda la circunspección del mundo. Y cuando el oficiante se volvió a nosotros para decir Dominus vobiscum, miré sin pestañear su rostro hipócrita y respondí Et cum spiritu tuo con una devoción y una piedad tan aparentes que hubieran hecho feliz, de poder verme y oírme, a mi buena y pobre madre.

Salimos con el ite misa est, y en la calle había un sol espléndido que avivaba los colores de los geranios y las alcaraveas que las monjas de la Encarnación tenían en sus ventanas, al otro lado de la calle. Don Francisco se retrasó un poco, pues conocía a todo el mundo en la Corte -era tan popular de amigos como de enemigos-, y se entretuvo de parla con unas damas y sus acompañantes, echándonos miradas por entre ellos al capitán y a mí, que íbamos a lo largo de la tapia del huerto de las Benitas. Observé que el capitán prestaba especial atención a una puertecilla cerrada desde dentro, y también a la pared de ladrillo y a los diez pies de altura que alcanzaba ésta, así como a cierto guardacantón que, en la esquina, hacía posible que alguien con la agilidad adecuada pudiera encaramarse a lo alto. Y vi que sus ojos perspicaces estudiaban la puertecita como habituados a buscar brechas en murallas enemigas. Pareció interesarle en extremo, pues hizo aquel ademán tan suyo de pasarse dos dedos por el mostacho; gesto que traslucía en él, por lo general, o reflexión o talante de meter mano a la blanca cuando alguien empezaba a amostazarle la paciencia. En esas estábamos cuando nos adelantó el hijo mayor de Don Vicente de la Cruz, bien calado el fieltro, sin hacernos el menor gesto de reconocimiento; pero observé, por su modo de caminar y de volverse con cautela, que también él tomaba medidas a la tapia de las Benitas.