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Creo haberles hablado ya de Angélica de Alquézar. Con los años, cuando fui soldado como Diego Alatriste y fui otras cosas que iremos contando en su momento, la vida puso mujeres en mi camino. No soy partidario de groseros alardes de taberna ni tampoco de nostalgias líricas; así que, pues el relato lo exige, zanjaré el asunto consignando que a cierto número amé, y que a algunas recuerdo con ternura, indiferencia o -las más veces- con una sonrisa divertida y cómplice: máximo laurel a que puede aspirar varón que sale ileso, con la bolsa poco menguada, la salud razonable y la estima intacta, de tan dulces abrazos. Dicho esto, afirmaré a vuestras mercedes que, de cuantas mujeres cruzaron sus pasos con los míos, la sobrina del secretario real Luis de Alquézar fue sin duda la más bella, la más inteligente, la más seductora y la más malvada. Objetarán quizás que mi corta edad podía hacerme influenciable en exceso -recuerden que cuando esta historia yo era un jovencito vascongado con apenas un año en la Corte, y aún no cumplidos los catorce-; pero no hay tal. Incluso más tarde, cuando fui hombre cabal y Angélica una mujer de rompe y rasga, mis sentimientos se mantuvieron intactos. Era como amar al diablo aun sabiendo que lo es. Y creo haber referido antes que por aquel entonces ya andaba enamorado de la jovencita hasta las cachas. La mía no era todavía una de esas pasiones que llegan con los años y el tiempo, cuando la carne y la sangre se mezclan con los sueños y todo toma un aspecto denso, peligroso. En la época que narro, lo mío era una suerte de arrebato singular; como asomarse a un abismo que atrae y atemoriza a la vez. Sólo más adelante -la aventura del convento y de la mujer muerta fue sólo una estación más de ese viacrucis- supe lo que encerraban los tirabuzones rubios y los ojos azules de aquella niña de once o doce años, por cuya causa halléme tantas veces a pique de perder honra y vida. Aun así la estuve amando hasta el final. E incluso ahora que Angélica de Alquézar y los demás hace mucho dejaron de existir, trocándose en fantasmas familiares de mi memoria, voto a Dios y a todos los demonios del infierno -donde seguramente ella arde ahora- que la sigo amando todavía. A veces, cuando los recuerdos afloran tanto que añoro incluso a los viejos enemigos, me encamino al lugar donde está el retrato que pintó Diego Velázquez, y permanezco horas mirándola en silencio, consciente de que nunca la llegué a conocer del todo. Pero mi viejo corazón conserva, con las cicatrices que ella le infligió, la certeza de que esa niña, la mujer que me hizo en vida cuanto mal pudo, me amó también hasta la muerte, a su manera.

Pero en aquel tiempo todo eso estaba aún por descubrir. Y la mañana en que seguí su carruaje hasta la fuente del Acero, al otro lado del Manzanares y la puente segoviana, Angélica de Alquézar continuaba siendo para mí un enigma fascinante. Ya saben vuestras mercedes que ella solía pasar por la calle de Toledo en los trayectos entre su domicilio y el Alcázar, donde asistía a la reina y las princesas como menina. La casa donde vivía era la de su tío Luis de Alquézar, una vieja mansión en la esquina de la calle de la Encomienda con la de los Embajadores, que había sido del anciano marqués de Ortígolas hasta que éste, arruinado por una conocida comedianta del corral de la Cruz que le descuartizó más cuartos que malhechores un verdugo, hubo de venderla para saldar cuentas con sus acreedores. Allí vivía mi enamorada con su tío y los criados de éste, que permanecía soltero y cuya única debilidad conocida, aparte el voraz ejercicio del poder que le facilitaba su posición en la Corte, era aquella sobrina huérfana, hija de una hermana fallecida con su marido durante el temporal que azotó en el año veintiuno a la flota de Indias.

La había visto pasar, como de costumbre, desde mi apostadero en la puerta de la taberna del Turco. A veces seguía un trecho su carruaje tirado por dos mulas, hasta la plaza Mayor o hasta las mismas losas de Palacio, donde solía volver sobre mis pasos. Todo eso por obtener la fugaz recompensa de una de sus miradas turbadoramente azules, que en ocasiones se dignaba concederme un momento antes de fijarse en algún detalle de los alrededores, o volverse a la dueña que solía acompañarla; una beatona con tocas, avinagrada, y tan roñosa y flaca como la bolsa de un estudiante; de esas de quienes podía en justicia decirse:

Es mujer de escapulario con más botes de virtudes, aguas yerbas y saludes que hay en casa un boticario.

Yo, como tal vez recuerden, había cambiado ya con Angélica algunas palabras cuando la aventura de los dos ingleses; y siempre sospeché que ella, a sabiendas o no, había contribuido a tendernos la emboscada del corral del Príncipe donde en un tris estuvo de dejar la piel el capitán Alatriste. Pero nadie es por completo dueño de sus odios ni de sus amores; así que, aun con eso, aquella niña rubia seguía hechizándome. Y la intuición de que todo era un juego endiabladamente peligroso no hacía sino acicatear mi imaginación.

La seguí pues, esa mañana, por la puerta de Guadalajara y la plazuela de la Villa. Hacía un día radiante y su carruaje, en vez de continuar hacia el Alcázar, bajó a la cuesta de la Vega, internándose en la puente segoviana para cruzar aquel río cuyo escaso caudal fue siempre causa de inspiración burlesca y chacota para los poetas, y del que hasta el periculto y exquisito Don Luis de Góngora -citado sea con perdón del señor de Quevedo- llegó a escribir aquella lindeza de:

Bebióte un asno ayer, y hoy te ha meado.

Supe después que Angélica andaba esos días quebrada de color, y su médico recomendaba paseos por los sotos y alamedas próximos a la huerta del Duque y la casa de Campo, así como la famosa agua de la fuente del Acero, tan prescrita, entre otras cosas, para las damas que sufrían de opilaciones. Fuente, por cierto, glosada por Lope en una de sus comedias:

Mañana salga, en efecto, después que tome hasta media escudilla reposada del agua bien acerada que desopila y remedia.

Angélica era todavía muy niña para ese tipo de males, pero lo cierto es que el frescor del lugar, el sol y el aire sano de las arboledas, le eran convenientes. Así que allí se encaminaba, con coche, cochero y dueña, mientras yo seguía sus pasos a distancia. Al otro lado de la puente y el Manzanares, damas y caballeros paseaban bajo las arboledas. En el Madrid de la época, lo mismo que en las iglesias a que antes me referí, allí donde había damas -y la fuente del Acero, como he dicho, atraía a no pocas, con dueñas o sin ellas- hervía la olla de galanes, citas, billetes, tercerías, lances amorosos y de los otros; que a veces lo uno aparejaba, por celos, trabarse de verbos y diretes, echar mano a la blanca y terminar el paseo a cuchilladas. Y es que en aquella España hipócrita y siempre esclava de las apariencias y el qué dirán, donde padres y maridos cifraban el honor en el recato de la mujer y de las hijas hasta el punto de no dejarlas salir a la calle, actividades en principio inocentes, como tomar el acero o ir a misa, se trocaban en ocasión privilegiada de aventuras, intrigas y amoríos:

Yo voy fingiendo, mi querido esposo, que estoy descolorida y opilada, para engañar a un padre tan celoso y una tía tan mal intencionada.

De modo que excuso a vuestras mercedes el ánimo caballeresco, el espíritu de lance con que, a mis cortos años, yo me encaminaba hacia tan novelero lugar en pos del coche de mi amada; lamentando sólo no tener edad para llevar al cinto una bizarra espada y pasar de parte a parte a posibles rivales. Lejos estaba de imaginar que, con el tiempo, aquellas previsiones mías habrían de cumplirse punto por punto. Más cuando llegó de verdad la hora de matar por Angélica de Alquézar, y lo hice, ni ella ni yo éramos ya unos niños. Y aquello había dejado de ser un juego.