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– ¿Cuál es el plan? -preguntó el capitán.

Percibí en su voz un tono que ya conocía bien: resignación y ausencia de ilusiones sobre el éxito o fracaso de la empresa; resolución fatigada, silenciosa, desprovista de interés salvo por los detalles técnicos, del soldado veterano dispuesto a afrontar con sencillez un mal rato que forma parte de su oficio. Muchas veces después, en los años que aún habíamos de pasar juntos en aventuras particulares y en las guerras del Rey nuestro señor, reconocí aquel mismo tono y aquella mirada inexpresiva, vacía, que de modo tan singular endurecía los ojos claros del capitán cuando en campaña, tras la larga inmovilidad de la espera, resonaban los tambores y los tercios se ponían en marcha hacia el enemigo con aquel paso admirable, majestuoso y lento, bajo las viejas banderas que nos llevaban a la gloria o al desastre. Y aquella misma mirada y aquel tono de infinito cansancio fueron también los míos muchos años después: el día que entre los restos de un cuadro español, con la daga entre los dientes, la pistola en una mano y la espada desnuda en la otra, vi acercarse la caballería francesa en la última carga, mientras en Flandes se ponía, rojo de sangre, el sol que durante dos siglos había causado miedo y respeto al mundo.

Pero esa mañana del año veintitrés, en Madrid, Rocroi no existía más que en el libro oculto del Destino, y mediaban aún dos décadas para tan funesta cita. Nuestro Rey era joven y gallardo, Madrid era la capital de dos mundos, y yo mismo era un mozalbete imberbe, impaciente y al acecho tras la rendija del cuarto, esperando la respuesta a la pregunta formulada por el capitán: el plan que Don Vicente de la Cruz y sus hijos habían ido a proponerle por mediación de Don Francisco de Quevedo. En ésas estaba cuando el anciano se disponía a responder. Y en ese preciso instante, un gato se coló por la ventana y fue a pasearse entre mis piernas. Intenté alejarlo en silencio, pero seguía allí. Entonces hice un movimiento demasiado brusco, y una escoba y un recogedor de hojalata que estaban cerca cayeron al suelo con estrépito. Y cuando levanté los ojos, espantado, la puerta se había abierto con violencia, y el hijo mayor de Don Vicente de la Cruz estaba ante mí con una daga en la mano.

– Os creía muy puntilloso en limpieza de sangre, Don Francisco -dijo el capitán Alatriste-… Nunca imaginé que pondríais el cuello en la soga por una familia de conversos.

Sonreía con afectuoso disimulo bajo el mostacho. Sentado a la mesa, con cara de pocos amigos, el señor de Quevedo despachaba la jarra de vino que hasta ese momento nadie había tocado. Estábamos los tres solos, después que Don Vicente de la Cruz y sus hijos se hubiesen marchado tras llegar a un acuerdo con el capitán.

– Todo tiene su aquel -murmuró el poeta.

– No me cabe duda. Pero si vuestro querido Luis de Góngora conoce el lance, ya podéis iros poniendo a remojo. El soneto puede ser de padre y muy señor mío.

– Voto a tal.

Era bien cierto. En un tiempo en que el odio a los judíos y a los herejes se consideraba complemento imprescindible de la fe -el mismísimo Lope y el buen Don Miguel de Cervantes se habían felicitado, sólo unos años antes, de la expulsión de los moriscos- Don Francisco de Quevedo, que tenía muy a gala su estirpe santanderina de cristiano viejo, no se caracterizaba precisamente por la tolerancia hacia gentes dudosas en materia de limpieza de sangre. Por el contrario, recurría a ello a la hora de lanzar dardos contra sus adversarios; y en especial hacia Don Luis de Góngora, a quien atribuía sangre judaica:

¿Por qué censuras tú la lengua griega, siendo sólo rabí de la judía, cosa que tu nariz aun no lo niega?

Lindezas que el gran satírico gustaba de alternar con acusaciones de sodomía gongorina, como en cierto soneto famoso que concluye:

Peor es tu cabeza que mis pies. Yo cojo, no lo niego, por los dos; tú puto, no lo niegues, por los tres.

Y allí estaba, en semejante contexto, Don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas, del hábito de Santiago y limpieza familiar probada, señor de la Torre de Juan Abad, azote de judaizantes, herejes, sodomitas y culteranos varios, maquinando nada menos que violentar el resguardo de un claustro, por socorrer, con riesgo de vida y honra, a una familia de conversos valencianos. Incluso yo, en mis cortos años, captaba las implicaciones terribles del asunto.

– Voto a tal -repitió el poeta.

Cualquier hijo de vecino, supongo, habría jurado en griego y hasta en hebreo -lenguas que dominaba Don Francisco- de hallarse en su gorguera. Y el capitán Alatriste, que no estaba en la gorguera de Quevedo pero harta ruina tenía con verse en la suya propia, era muy consciente de eso. El capitán continuaba apoyado en la viga de la pared, de donde no se había movido en toda la conversación con nuestros visitantes, y aún tenía los pulgares colgados del cinturón. Ni siquiera había cambiado de postura cuando Jerónimo de la Cruz regresó al cuarto, aún daga en mano y llevándome bien cogido por el pescuezo, limitándose a ordenar que me soltara en un tono que hizo al otro, con sólo un instante de duda, obedecer casi en el acto. En cuanto a mí, tras la violencia y el mal rato pasados, estaba en cuclillas en un rincón, aún rojo de vergüenza, intentando pasar inadvertido. Había costado cierto esfuerzo convencer a los forasteros de que yo, aunque desobediente, era mozo avisado y de fiar; Y fue menester que el propio Don Francisco me avalase con su palabra. A fin de cuentas yo lo había oído todo; y Don Vicente de la Cruz y sus hijos tendrían que descansar también en mi. Aunque de cualquier modo, como dijo muy despaciosamente el capitán mientras los miraba a todos con sus ojos fríos y peligrosos, tampoco ésa era cuestión en la que ellos pudieran opinar, o elegir. Así que hubo un largo y significativo silencio, y luego nadie volvió a cuestionar mi relación con el asunto.

– Son gente de bien -dijo Quevedo, al cabo-. y ni tanto así puede reprochárseles como buenos católicos -se detuvo en busca de más justificaciones para el caso, que parecía creer necesarias-…Además, cuando estábamos en Italia, Don Vicente me rindió señalados servicios. Hubiera sido bellaquería no tenderle una mano.

El capitán Alatriste hizo un gesto de comprensión, aunque bajo el bigote militar seguía insinuándosele la sonrisa.

– Bueno es lo que decís -admitió-. Pero insisto en lo de Góngora. A fin de cuentas es vuestra merced quien no cesa de recordarle su nariz semítica y su aversión al tocino… Como cuando decís eso de:

Cristiano viejo no eres, porque aún no te vemos cano; hidalgo, eso sin duda, pero con duda hidalgo.

Don Francisco se atusó bigote y perilla, mitad complacido porque el capitán recordase sus versos, y mitad molesto por el tono zumbón en que los recitaba:

– Qué buena e inoportuna memoria tenéis, cuerpo de Cristo.

Alatriste se echó a reír sin contenerse más, lo que no mejoró el humor del poeta.

– Pues ya imagino también los versos de vuestro adversario -remachó el capitán alzando dos dedos como si escribiera en el aire mientras recitaba, improvisando: