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Me acusas, Don Francisco, de marrano, y tú en lances hebraicos metes mano…

– ¿Qué os parecen?

A Don Francisco se le había amostazado un poco más el semblante. El trance no era liviano, y con otro que no fuese Diego Alatriste habría tentado la herreruza rato ha.

– Malos y con muy poca gracia -se limitó a responder, mohíno-. Podrían ser, en efecto, de ese bujarrón cordobés o de aquel otro amigo vuestro, el conde de Guadalmedina, que como gentilhombre no os discuto nada, pero como poeta es la vergüenza del Parnaso… En cuanto a Góngora, semejante ojilato periculto, hozador de vorágines, triclinios, promptuarios, tramites, vacilantes jícareas, sombra del sol y tósigo del viento, es lo que menos me inquieta ahora… Temo en efecto, como decís, haberos metido en un mal lance -cogió la jarra de vino y le dio otro tiento, echándome una ojeada-. Y al mozo.

El mozo, o sea, yo, seguía en su rincón. El gato había pasado ante mi tres veces y yo intentaba atizarle un puntapié sin demasiado éxito. Vi que también Alatriste me miraba, y que había dejado de sonreír. Al cabo encogió los hombros.

– El mozo se ha metido solo -declaró tranquilamente-. En cuanto a mí, no os inquietéis -señaló la bolsa con escudos de oro que había en el centro de la mesa-. Han pagado, y eso alivia pesadumbres.

– Puede ser.

El poeta no parecía convencido, y Alatriste volvió a componer una mueca irónica.

– Diablo, Don Francisco. Es algo tarde para lamentaciones, después que vuestra merced me ha metido hasta el cuello en la chacona.

Cabizbajo, el poeta bebió otro trago, y luego otro. Empezaba a anegársele un poco la mirada.

– Es que poner patas arriba un convento -apuntó- no es cosa baladí.

– Ni tampoco es tomar La Goleta, pardiez -el capitán había ido hasta la mesa, y tomando la pistola le quitaba el cebo y la carga-. Cuentan que un tío abuelo de mi madre, hombre notorio en tiempos del emperador Carlos, lo hizo una vez, en Sevilla.

Don Francisco alzaba la cabeza, interesado.

– ¿El que inspiró la comedia de Tirso?

– Eso dicen.

– Ignoraba el parentesco.

– Pues ya veis. España es un pañuelo.

Al señor de Quevedo le pendían del cordón los anteojos. Los sostuvo un momento entre los dedos sin ponérselos, pensativo. Luego volvió a dejarlos colgar sobre la cruz que llevaba bordada al pecho, y alargó la mano hacia el vino para beber un último y largo trago, mirando lúgubre al capitán por encima de la jarra.

– Pues mal tercer acto tuvo vuestro tío, voto a Cristo.

III. EL ACERO DE MADRID

Al día siguiente vime en misa con Diego Alatriste y el señor de Quevedo. Materia ésta, por cierto, maravillosa; pues si bien Don Francisco, tanto por su sangre montañesa como por imperativo del hábito de Santiago, tenía muy a punto de honra cumplir los preceptos de la Iglesia, el capitán no era dado en absoluto a dóminus ni a vobiscum. Más consignaré que, pese a jurar como juraba, moderadamente, con reniegos y por vidas propios de su viejo oficio, nunca en los años que pasé junto a él oíle una palabra en contra de la religión; ni siquiera cuando en la taberna del Turco las discusiones de sus amigos con el Dómine Pérez tocaban puntos de controversia con el clero de por medio, y no quedaba refrán con vida. Alatriste no practicaba puntualmente los ritos de la Iglesia, pero respetaba tonsuras, sotanas y tocas monjiles del mismo modo que respetaba la autoridad y la persona del Rey nuestro señor: por disciplina de soldado, o quizá por aquella estoica indiferencia que parecía gobernar sus humores y carácter. Contaré en pormenor que, aunque iba poco a misa, a mí me obligó siempre a cumplir con Dios mientras fui mozo; bien acompañando a Caridad la Lebrijana los domingos y fiestas de guardar -como todas las mujeres que han sido putas, la Lebrijana era en extremo piadosa-, bien con los buenos oficios del Dómine Pérez; que dos días a la semana, a instancias de Alatriste, me enseñaba gramática, un poco de latín y los conocimientos necesarios de catecismo e Historia Sagrada para que, decía el capitán, nadie pudiera confundirme con un turco ni con un maldito hereje.

Así de contradictorio era él. No mucho tiempo después, en Flandes, tuve ocasión de verlo inclinada la cabeza y rodilla en tierra, cuando los tercios se disponían a entrar en combate y los capellanes recorrían las filas bendiciéndonos a todos; y nunca lo hacía por aparentar piedad, sino por respeto a los camaradas que iban a morir creyendo en la eficacia de todo aquello. Porque al Dios de Alatriste ni se lo aplacaba con laudes ni se lo ofendía con juramentos. Era un ser poderoso e impasible, que no movía los títeres de ese retablillo suyo que es el mundo, sino que se limitaba a observarlos. Como mucho era el que, con juicio incomprensible para los actores de la humana comedia -por no decir mojiganga de matachines-, manejaba la tramoya, haciendo abrirse malignos escotillones o girar improvisados bofetones, poniéndote unas veces en tremendos bretes y sacándote otras de las situaciones más adversas. Bien podría ser ese distante primer motor, o remota causa de causas, que una vez oímos mencionar al Dómine Pérez cuando, cierta tarde en que se le fue un poco la mano con el vino dulce, intentó explicar a sus tertulianos las cinco pruebas de Santo Tomás. Pero en lo que se refiere al capitán, su interpretación del asunto estaba, posiblemente, más cerca de eso que los romanos, si no me engaña el latín que aprendí del propio Dómine, llamaba fatum. Recuerdo la expresión impávida y taciturna de Alatriste cuando la artillería enemiga abría claros en nuestros cuadros, y alrededor los compañeros se persignaban encomendándose a Cristo y a la Santísima Virgen, y de pronto les oías recordar oraciones que habían aprendido de pequeños; y él murmuraba amen al tiempo que ellos, para que no se sintieran tan solos cuando caían al suelo y morían. Pero sus ojos claros y fríos estaban atentos a las ondulantes filas de la caballería enemiga, al tiro de mosquetería que llegaba del terraplén de un dique, a las bombas humeantes que zigzagueaban en el suelo antes de estallar en un relámpago que dejaba bien servido al diablo. Y ese amen no lo comprometía a nada, como podía leerse en su mirada absorta, en su perfil aguileño de soldado viejo, atento sólo al monótono redoble del tambor en el centro del Tercio, redoble tan lento e impasible como el paso tranquilo de la infantería española y al latido sereno de su corazón. Porque a su Dios el capitán Alatriste podía servirlo como a su Rey: no tenía por qué amarlo, ni admirarlo siquiera. Más por ser quien era, le otorgaba su respeto y lo acataba. Una vez lo vi pelear por una bandera y por el cadáver de nuestro maestre de campo Don Pedro de la Daga, cierto día que nos dimos un hartazgo de estocadas y metralla junto al río Merck, cerca de Breda. Y sé, aunque por aquel cuerpo muerto y cosido a mosquetazos estuvo a punto de dejar su piel, y de rebote la mía, que tanto Don Pedro de la Daga como la bandera se le daban un ardite. Eso era lo desconcertante del capitán: podía mostrar respeto hacia un Dios que le era indiferente, batirse por una causa en la que no creía, emborracharse con un enemigo, o morir por un maestre de campo o un Rey a los que despreciaba.

Fuimos a misa, digo, aunque el móvil distara de ser piadoso. La iglesia, como sin duda habrán maliciado vuestras mercedes, era la del convento de las Adoratrices Benitas, cercano a Palacio y casi frontero al de la Encarnación, junto a la plazuela del mismo nombre. La misa de ocho de las Benitas estaba de moda, pues acudía allí a sus devociones doña Teresa de Guzmán, legítima del conde de Olivares; y además el capellán, Don Juan Coroado, tenía fama de clérigo de gentil talle ante el altar y buen verbo en el púlpito. De modo que el lugar se veía frecuentado no sólo por beatas, sino también por damas de calidad que acudían al reclamo de la condesa de Olivares o del capellán, y por otras que, sin tener calidad, la pretendían. Hasta tusonas y comediantas de tronío -tan piadosas en materia de preceptos como la que más-, se dejaban caer por allí con la devoción de rigor, caríazogadas de afeites bajo los pliegues del manto de humo o la mantilla, todas encajes, puntas y picadillos de Lorena y Provenza, que los de Flandes quedaban para damas de más fuste. Y como, de calidad o sin ella, donde menudean damas acuden más varones que liendres al jubón de un arriero, la famosa misa de ocho ponía la pequeña iglesia de bote en bote, con las madamas unas orando y otras lanzando dardos de Cupido por encima del abanico, los galanes al acecho tras las columnas o junto a la pila para darles agua bendita, y los mendigos en las gradas de la puerta, exhibiendo llagas, pústulas y supuestas mutilaciones de Flandes, y hasta de Lepanto, riñendo para conseguir los mejores sitios a la salida de misa y dispuestos a increpar, con muchos fueros, a los señores que se daban aires pero no aflojaban de la mosca un triste cobre.