– ¿Está…? ¿La he matado?
– No. Le has dado en el pie.
– Lo siento -dijo en voz baja-. Lo siento mucho. No se mueve. ¿Está segura de que no… ha muerto?
– Está inconsciente. Espero que por el susto, y no por haberse golpeado la cabeza. Voy a vendarle el pie; tú consigue amoníaco. Mira debajo del fregadero. Si no lo encuentras ahí, busca una despensa. ¡Benji! -grité hacia las escaleras-. Baja unas mantas.
Le alcé la falda a Geraldine. Llevaba unas medias de nailon anticuadas sujetas a un liguero. Le quité la media y le limpié la pierna. Rompí uno de los paños y le envolví el pie con él. Ahora teníamos a una anciana inmovilizada, una adolescente desequilibrada y un egipcio fugitivo. Y una detective que no podía más del agotamiento. Tenía que mantenerme despierta, tenía que mantenerme alerta para que todos pudiéramos irnos a un lugar más seguro. Y había que hacerlo deprisa.
Benji apareció con dos mantas antes de que Catherine encontrara amoníaco. Le pedí que me ayudara a envolver a Geraldine y a llevarla al salón, donde tanteé con una mano en busca del interruptor. Cuando logré encender una lámpara, vi que aquella gran habitación estaba llena de muebles y objetos inútiles. Había un sofá contra la pared del fondo bajo una serie de ventanas que daban al lago. Tumbamos a Geraldine allí. Al estirarle las piernas, vi una de las máscaras de Kylie Ballantine sobre la chimenea.
Volví a la cocina corriendo, donde Catherine buscaba sin éxito en los cajones. Abrí una puerta esquinera y encontré un estante lleno de productos de limpieza. Lejía, cera para muebles y, ¡bingo!, amoníaco para uso doméstico. Volé al salón, vertí un poco del líquido en un paño y se lo puse a Geraldine cerca de la nariz. Estornudó y apartó la cabeza del olor. Abrió los ojos y parpadeó.
– ¿Lisa? Lisa, ¿qué pasa…? Ah, es usted, joven.
– Sí. -Cerré los ojos brevemente, rebosante de alivio al ver que me reconocía-. ¿Recuerda dónde estamos?
– En la casita. La nieta de Calvin. ¿Qué ha pasado?
– Disparé un veintidós, señora Graham. Le disparé a usted. No quer… Lo siento mucho. -Catherine apareció detrás de mi hombro izquierdo.
– Con palabras dulces no se fabrican caramelos -dijo Geraldine-. Nos has causado a todos…
– Sí, muchos problemas -la interrumpí-. Tenemos que salir de aquí, Catherine. Muy deprisa. Geraldine, perdón, señora Graham, voy a dejarla aquí un minuto mientras traigo el Range Rover de Catherine hasta la puerta. No me gusta la idea de que viaje con esa herida, pero creo que podríamos acostarla en el Rover. ¡Benji!
El muchacho apareció en la entrada del salón.
– Ve arriba y recoge todo lo que hayáis traído. Catherine, siéntate y no hagas nada durante dos minutos. No llores, no huyas, no le dispares a nadie.
Se resistió un segundo, pero enseguida sonrió débilmente y se dejó caer en un sillón, de cara al lago, acariciándose el brazo vendado.
– Benji y yo abrimos las llaves del gas y el agua. Él sabe dónde están.
– Eso ahora no importa. Dame las llaves del coche.
Las sacó del bolsillo de atrás de sus vaqueros. Las llevé a la cocina junto con los paños usados. El suelo estaba como si allí se hubiera librado una batalla. Limpié toda la sangre que pude para no resbalar cuando sacara a Geraldine y eché los paños en el fregadero: ya se harían cargo de ellos cuando abrieran el refugio en mayo.
Había dejado la cartera junto a la puerta trasera cuando entramos… ¿hacía veinte días o sólo veinte minutos? Guardé el zapato y la media de Geraldine en la cartera y llamé a Benji para que se diera prisa.
– Voy a buscar el coche. Tú baja tus cosas y las de Catherine. Y luego necesito que me ayudes a llevar a la señora Graham.
El zumbido de los oídos comenzaba a ceder. Cuando salí, oí el viento de nuevo azotando las ramas. Volví a abrir las puertas del cobertizo y puse en marcha el Range Rover. Ya pensaría en algún otro momento cómo volver para recoger el Satura de Marc.
El motor del Rover se encendió con un rugido que me hizo saltar, pero luego marchaba con tanta suavidad que no lo oía. Era una sensación rara estar a esa altura del suelo y resultaba difícil calcular las distancias a los lados. Avancé lenta y cuidadosamente para no rayar el coche de Marc ni estrellarme contra la puerta del cobertizo.
Cuando salté del Rover para cerrar las puertas, volví a sentir el zumbido en los oídos. Sacudí la cabeza con impaciencia, intentando librarme de aquello. El zumbido se hizo más fuerte. No eran mis oídos; era un vehículo para nieve que pasó por el refugio y delante de la puerta de la casita. Una robusta figura con pelo oscuro y envuelta en un anorak negro saltó de él.
– ¡Renee! -grité contra el viento.
Al oír mi voz se giró rápidamente.
– ¡La detective! Debería haber imaginado que la encontraría con mi nieta. Sabía que usted me mentía respecto al chico árabe. Lo utilizó para atraer a mi nieta y sacarla de casa, ¿no es así?
– Una buena historia, Renee, pero no la imprima todavía -grité.
Estaba a unos tres metros de ella cuando disparó. Me tiré al suelo, haciendo esfuerzos por sacar la pistola de la chaqueta. Antes de que yo pudiera disparar, abrió la puerta de la casa y entró.
Al volver a la cocina vi a Catherine al pie de la escalera, Renee un par de escalones más arriba.
Catherine agarraba a su abuela con el brazo sano.
– No, abuela, nadie me forzó a venir; fue idea mía, no de V.I. ni de Benji. Yo lo secuestré a él, él no me ha obligado a hacer nada.
– Catherine, esto se llama el síndrome de Estocolmo; conozco muy bien su efecto en las personas. No me sorprende, después de la semana que has pasado, y de la herida, y de la anestesia que tienes todavía en el organismo. Sal y espérame en el Rover; estaré contigo de inmediato.
Catherine se volvió hacia mí llorando a lágrima viva.
– Dígaselo, dígaselo usted a mi abuela. ¡Que Benji vino conmigo, que él no me obligó, que usted no me obligó! Abuela, abuela, no pasa nada -gritó.
– Catherine, vete al Rover. Estás estorbando. -Renee bajó para apuntarme con el arma-. ¡Usted! ¡Tire la pistola! ¡Ahora mismo! Empújela con el pie bajo la mesa.
No podía arriesgarme a dispararle sin herir a Catherine. Tiré la pistola y la empujé bajo la mesa de la cocina.
Los ojos de Catherine eran un par de agujeros negros en su cara blanca.
– Abuela. No lo comprendes. V.I. vino aquí para ayudarme. Es una amiga.
– La que no comprendes eres tú, Catherine. Te has involucrado en algo que te viene demasiado grande.
Catherine se escabulló por debajo del brazo de Renee y subió la escalera. Su abuela me disparó; fue un disparo temerario que hizo que me cayera al suelo. Corrió detrás de su nieta. Cuando logré arrastrarme bajo la mesa para recuperar la pistola y me puse de pie, Renee y Catherine estaban en lo alto de la escalera.
Oí gritar a Benji.
– No, no hice nada, nada a Catterine, no la toqué, ¡no dispare!
Y a Catherine.
– No puedes, no puedes dispararle. Es mi amigo. ¡Abuela, no! -Y luego volvió a sonar la pistola.
Subí corriendo la escalera, pero antes de llegar arriba, apareció Renee y me disparó. Cayeron sobre mí fragmentos de yeso que me cegaron, y me pegué a la pared. Entre el polvo que me había caído en los ojos, distinguí las piernas de Renee y el movimiento de su mano. Intenté disparar. Sus piernas retrocedieron, pero hizo fuego otra vez. En cuclillas y apretada contra la pared, subí por la escalera y disparé dos veces para hacerla retroceder.
Las piernas de Renee súbitamente se encogieron. Su revólver cayó ruidosamente por la escalera. Ascendí los últimos tres peldaños con paso inseguro. En el rellano superior, Geraldine Graham estaba junto a Renee, con la máscara de Gabón aferrada entre sus manos artríticas. Temblaba, y le manaba sangre del pie a través del paño, pero se esforzaba por sonreír.