– Una cosa es segura, amiguito -le dije-. Necesitas tener mucho más encanto del que tienes para hacerme soportar semejante hedor.
Cuando lo metí en la parte trasera del Mustang, hice el breve trayecto desde Coverdale Lane hasta Anodyne Park. Geraldine Graham estaba en casa. Todavía llevaba el pie vendado, usaba un andador, pero se las arreglaba sola. Me pidió que le alcanzara las tazas de Coalport para el té, pero fue a buscar las bolsitas y sirvió el agua sin mi ayuda.
Llevé las tazas a su escritorio, quemándome los dedos con la fina porcelana, como en la primera visita. El apartamento parecía más grande y luminoso. Al principio no logré dar con la diferencia, atribuyéndola a la mayor luminosidad de la primavera. Cuando Geraldine por fin de sentó, comprendí que había quitado el retrato de su madre. Lo reemplazaba un pequeño paisaje de montaña.
Ella vio que miraba la pared y me sonrió con satisfacción.
– Cuando golpeé a Renee con la máscara de Kylie, sentí un placer que nunca antes había experimentado, ni siquiera en los brazos de Calvin. Por cierto que tampoco en los de Armand, ni en los otros. -Hizo una pausa, y luego agregó-: Amaba a Calvin. Conocía sus debilidades, pero aun así lo amaba. No creo que pueda perdonar a Renee haberlo ocultado al mundo y justificar sus debilidades. Pero cuando dejé caer la máscara sobre su cabeza sentí una extraordinaria libertad. Tengo ahora noventa y un años; no poseo la fuerza para mover cielo y tierra, pero agradezco tener un espíritu liberado el tiempo que me queda de vida. Decidí que usted tenía razón: no era necesario tener aquí a mi madre recordándome antiguas humillaciones.
Me quedé con Geraldine durante una hora, repasando el caso, su vida, la vida de Darraugh. Al final, esa semana le había dicho que probablemente Calvin era su padre. Eso explicaba por qué había invitado a Catherine a vivir con él, supuse: era su sobrina. Lo que me preguntaba era cómo se sentiría al saber que Edwards Bayard era su hermano.
– Eso ha perturbado a Darraugh, naturalmente. -Geraldine mantenía su voz aflautada y trémula-. Quería a MacKenzie. Le dije a Darraugh que no importaba, que tenía derecho a amar a MacKenzie como padre: fue él quien lo cuidó cuando tuvo varicela; fue él y no la enfermera ni, por supuesto, yo, quien le lavaba la cara para que no se rascara los granos. MacKenzie le cantaba canciones de cuna y le enseñó a montar su primer pony. Hizo todas las cosas que hace un padre. Y algunas de las que una madre que no quería afrontar las responsabilidades del hogar debería haber hecho.
– Darraugh debería decírselo a su hijo, a MacKenzie -dije-. Sus vidas son tan agitadas que lo único que falta es que MacKenzie se enamore de Catherine Bayard.
Me miró con un momentáneo regreso de su altivez, luego se relajó y dijo que se lo sugeriría.
– ¿Qué ha ocurrido con Renee? ¿Todavía no la han arrestado?
Hice una mueca.
– Ni siquiera sé si lo harán. La prueba está allí, pero en cierta forma es circunstancial. Si sus huellas están en el fenobarbital de Theresa Jakes, pudo haber manipulado los frascos buscando la medicación de su marido. Y en cuanto al resto, el taxista que la llevó cerca de la casa de Marcus Whitby, el empleado del club de golf que la vio subirse al cochecito y desaparecer con él… ella dice que se equivocan. La policía no suele darse prisa cuando se trata de arrestar a gente de lugares como New Solway.
Ella captó el reproche de mi tono.
– No pienses de todos nosotros del mismo modo, Victoria. También podemos hacer algo bien. Sin nosotros, después de todo, no habría dinero para sinfonías ni teatros.
– No creo que haya una balanza del bien y del mal, y que el bien supere al mal -dije cansinamente-. Es sólo que, oh, ya sabe, estaba ese libro tan popular hace unos años, de cuando a la gente buena les salen las cosas mal, o algo así. Nadie escribe sobre las cosas buenas que le pasan a la gente mala, ni cómo los ricos y poderosos se desentienden de los desastres que provocan, y gente como yo, o como mi vecino, o como mis padres, tienen que pagarlo. Estoy cansada. He estado cuidando toda la semana a una chica rica. Me gusta Catherine, pero ella puso a Benji en peligro al huir con él. Ella se puede tomar su tiempo para rehacer su vida, mientras que la madre y las hermanas de Benji ni siquiera pueden pisar Estados Unidos para llorar frente a su tumba, y quién sabe de qué vivirán de aquí en adelante.
– Sí, eso está muy mal -dijo Geraldine-. Dejarlos en la necesidad. Hablaré con Catherine cuando esté con Darraugh y le diré que debe ocuparse de la familia de Benji.
Se levantó y me acompañó hasta la puerta en su andador.
– Espero que vuelva a visitarme, a pesar de sus desencuentros con la moral de New Solway.
Caminé lentamente por aquellos caminos sinuosos, intentando quitarme la melancolía de la conversación. Los ricos son distintos que tú y yo: tienen más dinero y tienen más poder.
Finalmente me metí en el coche. El hedor a carpa podrida llenaba el Mustang. Me permití un momento de melodrama imaginando que era el hedor de New Solway que me acompañaba hasta Chicago. Pero no era más que Mitch, después de todo, haciendo lo que los perros adoran hacer. Abrí todas las ventanas y conduje por la autopista en el carril rápido.
Al llegar a casa, arrastré a Mitch por las escaleras de servicio y lo dejé atado a la barandilla. Busqué un cubo y un cepillo de la cocina. Cuando sonó el teléfono estaba cubierto de espuma; casi dejé pasar la llamada, pero antes de que saltara el contestador, salté para atender desde el teléfono de la cocina.
Contestó un hombre con acento italiano. Buscaba a Victoria Warshawski. ¿Era yo? Era Giulio Carrera, de Medicina Humanitaria.
Mi corazón se detuvo. El cepillo golpeó el suelo.
– ¿Morrell?
– Sí. Tenemos a Morrell. Le dispararon en la frontera afgana. Todavía no sabemos bien lo que ocurrió, pero unas mujeres lo encontraron y se ocuparon de él. Lo localizamos siguiendo algunas pistas y lo trajimos en avión a Zúrich esta mañana a primera hora.
– ¿Está vivo?
– Está vivo. Las mujeres le salvaron la vida. Está débil, pero nos dio su número de teléfono y nos dijo que la llamáramos. Dijo que le dijéramos que no le dispararon en el paso del Khyber. ¿Lo entiende?
Me reí nerviosa. Era mi gran preocupación: que le dispararan y le abandonaran en el paso del Khyber. Estaba consciente, podía recordar eso, podía recordar mi número de teléfono. Se acordaba de mí.
– ¿Dónde está?
Carrera me dio el nombre del hospital. Dejé mensajes para Morrell, chapurreando en italiano y en inglés. Mucho tiempo después de que Carrera colgara, seguía sosteniendo el auricular contra mi pecho, con el rostro empapado. De vez en cuando, en medio del dolor y la impotencia, la vida nos da un respiro.
Sara Paretsky