– ¡Necesito tiempo para investigar! -exclamé frustrada.
– Mira, Warshawski, si la familia no está dispuesta a que le hagan una autopsia privada, entonces no tendrás más remedio que dejar que se lleven el cuerpo por la mañana. Y hablando de mañana, falta poco para que amanezca. Me vuelvo a la cama. Y a ti más te vale empezar a hacer gárgaras, o la próxima vez que te vea será en mi mesa de autopsias… eso suponiendo que mueras en el condado de Cook.
Vishnikov colgó, pero estaba empezando a explicarle el problema a Harriet cuando llamó.
– En mi morgue ando siempre a la gresca con empleados incompetentes que pierden la documentación referente a los cadáveres.
Volvió a colgar antes de que pudiera contestar. Levanté una mano a mis visitantes, instándolas a que guardaran silencio, mientras yo, con el ceño fruncido, daba vueltas al consejo de Vishnikov. Sólo tenía una posibilidad. Hurgué entre los papeles que había dejado caer de mi maletín hasta encontrar el número del teléfono móvil de Stephanie Protheroe.
– He visto las noticias de la televisión esta noche -dije cuando respondió a mi llamada-. El comisario parece muy convencido de que el señor Whitby se ahogó voluntariamente.
– No encontramos nada que sugiera lo contrario -dijo ella.
– Oficial, está conmigo la hermana de Whitby. Estaban muy unidos; y le resulta muy difícil creer que su hermano se haya suicidado.
– Siempre es difícil para las familias -replicó Protheroe.
– ¿Han encontrado su coche? -pregunté-. ¿O descubierto cómo llegó a Larchmont Hall? ¿A cuánto está? ¿A unos ocho kilómetros de la estación de tren más cercana? ¿Hay allí servicio de taxis?
Una larga pausa me decía que Protheroe se daba cuenta de que había lagunas en la investigación sobre la muerte de Whitby. No insistí más en eso.
– La señorita Whitby me ha contratado para que haga algunas averiguaciones. Normalmente aconsejo a las familias que pidan una autopsia privada si no están satisfechas con el médico forense. Pero lo único que quiere la madre es llevarse a su hijo de Chicago y darle sepultura; ella no dará su consentimiento para que le hagan un análisis de sustancias tóxicas ni nada por el estilo.
– Así que usted está en un apuro, ¿verdad? -Protheroe no era hostil, sino prudente.
– Claro que si la documentación sobre el cadáver se traspapelara durante tres o cuatro días, puede que descubriera otra razón, diferente a la de que se tropezó y se ahogó, por la cual el señor Whitby estuviera en New Solway. Puede que encontrara su coche. Puede que encontrara algo que hiciera que el doctor Hastings quisiera repetir la autopsia sin que a nadie le pareciera mal.
– ¿Y por qué iba yo a arriesgar mi carrera por este asunto? -preguntó Protheroe.
– Bueno, porque creo que usted eligió este trabajo por la misma razón que yo: porque le importa más la justicia que los donuts.
– Deje en paz los donuts. Me han salvado la vida más veces que el chaleco antibalas. -Cortó la conexión.
– ¿Va a ayudarnos la persona con la que acaba de hablar? -preguntó Harriet angustiada.
– Creo que sí, pero no lo sabremos hasta que su madre vaya a reclamar el cuerpo de su hermano mañana.
Amy Blount me miraba con respeto, pero me dio la impresión de que no esperaba que yo respondiera adecuadamente.
– Deberíamos dejar que se fuera a la cama. ¿Ha enfermado por tratar de salvar a Marc?
– No es más que un resfriado -dije ásperamente-. ¿Con quién puedo hablar mañana que sepa en qué trabajaba el señor Whitby, o qué pudo haberlo llevado a New Solway? ¿Tenía novia, o algún amigo íntimo por aquí?
Harriet se frotó el entrecejo.
– Si tenía alguna relación seria con alguien, era demasiado reciente como para que nos lo hubiera contado a mí o a mamá. El editor de la revista se llama Simón Hendricks; él debe de saber en qué trabajaba Marc, si es que estaba escribiendo algo para T-Square. Marc también hacía trabajos de freelance, ¿sabe? En cuanto a sus amigos, ahora mismo no se me ocurre ninguno. Conozco a sus amigos de la universidad, pero no a los de Chicago.
– Empezaré con la revista por la mañana -dije-. Y puede que pregunte a su madre por los amigos de Whitby.
Ella volvió a sonreír fugazmente.
– Mejor no; a mamá le disgustaría saber que la he contratado.
Sofoqué un gruñido: el segundo cliente en una semana con problemas entre madre e hijo; eso significaba que tenía que andarme con cuidado.
– ¿Qué hay de la casa de su hermano? ¿Sería posible entrar en ella? Tal vez encontremos notas o algo así. Yo le registré los bolsillos, con la esperanza de encontrar alguna identificación, pero no tenía llaves. Hasta que no he hablado con la oficial hace un momento, no se me había ocurrido pensar en eso, pero el caso es que no llevaba llaves, ni de la casa ni del coche, a menos que se le cayeran en el estanque.
Harriet se volvió hacia Amy perpleja.
– Pero… el coche… no había pensado en eso.
– ¿Qué coche tenía? -Cogí una libreta entre el montón de papeles que había en la mesa-. ¿Un Satura SL1? Tenemos que comprobar si lo dejó en casa.
Amy se ofreció a buscar a un abogado o a cualquier otra persona a la que Marcus Whitby pudiera haber dejado una llave de su casa. No les dije que yo misma podría abrir la cerradura si era necesario: un truco del oficio que me reservo para cuando no tengo más remedio que utilizarlo. Al mencionar el registro de los bolsillos, me acordé del lápiz y de la caja de cerillas que había encontrado en ellos. Había dejado ambas cosas en un cuenco de la entrada cuando saqué el osito de peluche de Catherine de uno de mis bolsillos. Fui a por ellos y se los enseñé a Harriet y Amy.
El agua había convertido la cartulina de la caja de cerillas en una masa amorfa imposible de abrir. La solapa delantera parecía haber sido de color verde. Con la humedad se había puesto negruzca, y si tenía algún logotipo, lo único que se veía era algo así como el dibujo infantil de una estrella. No figuraba dirección ni número de teléfono. Podría intentar que me la abrieran en un laboratorio forense para ver si Whitby había escrito algo. El lápiz era un vulgar y corriente número 2 sin marca.
Harriet miraba la caja do cerillas por un lado y por otro. Ni ella ni Amy tenían idea de su procedencia, pero Harriet quería conservarla como uno de los últimos objetos que debió de tocar su hermano. Volví a mirar con atención tanto la caja como el lápiz. No iban a revelarme nada, así que se los entregué a Harriet Whitby.
Cuando se marcharon, estaba hecha polvo. Me preparé una infusión bien caliente, receta de mi madre -té de hierbas, limón y jengibre-, y después me arrastré hasta la cama, donde al instante caí en un pozo de sueño. El teléfono me sacó de él a la una de la madrugada.
– ¿La señora V.I. Warshawski? -preguntó la operadora nocturna del servicio de contestador-. Tenemos una llamada de la señora de MacKenzie Graham. Dijo que era una emergencia e insistió en que la despertáramos.
– ¿La señora de MacKenzie Graham? -repetí azorada. Conocía al hijo de Darraugh, MacKenzie, pero tenía la idea de que no estaba casado. Entonces recordé entre la nebulosa del sueño que MacKenzie era también el apellido del padre de Darraugh. Encendí una luz y busqué a tientas un bolígrafo en la mesilla.
Cuando terminé de escribir el número de Geraldine Graham, estuve tentada de hacerla esperar hasta la mañana siguiente. Pero… había encontrado a un hombre muerto en el estanque de su infancia el domingo por la noche. Quizá alguien había cogido la costumbre de arrastrar cadáveres hasta allí y ella estaba viendo cómo lo hacía otra vez. Marqué el número.
– La quiero aquí ahora mismo, jovencita. -Cualquiera diría que yo era su doncella.
– ¿Por qué?
– Porque su trabajo consiste en descubrir quién entra furtivamente en Larchmont. Anoche no vio a nadie, pero en estos momentos hay alguien ahí.