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– Qué buena idea -aplaudí-. ¿Cómo podemos dar a entender que realmente tenemos un sistema sanitario que hace distinciones si no tenemos una vestimenta que lo demuestre? Una seda suave de Armani para los que tienen seguro privado; nailon gris y desgastado para los pobres desgraciados.

Max se rió, pero Lotty no estaba dispuesta a bromear sobre ese asunto. Ella utiliza sus sustanciales honorarios quirúrgicos para financiar varios programas de salud para aquellos que cuentan con escasa o nula cobertura, pero es muy consciente de que eso no es más que una gota en el océano de la asistencia sanitaria.

Me apresuré a cambiar de tema, y les hablé de mis encuentros con la joven Catherine Bayard. Lotty y Max emigraron a América desde Gran Bretaña a finales de los años cincuenta. Cuando ellos llegaron, hacía tiempo que las audiencias del Comité de Actividades Antiamericanas habían terminado, de modo que Max no conocía los nombres ni las historias de los personajes clave, pero a los dos les interesaba lo suficiente como para querer ver la televisión conmigo después de cenar. Pusimos el telediario de las nueve del Canal 13.

Para mi sorpresa, el programa no comenzó con la muerte de Olin Taverner, sino con la reunión de padres en Vina Fields de la que Catherine había hablado. Jamás se me habría ocurrido que eso pudiera ser noticia, pero supongo que unos cuantos millonarios gritándose unos a otros acaba siendo un buen espectáculo.

La crónica se abría con Beth Blacksin delante de Vina Fields.

– Esta discreta fachada de piedra esconde la entrada a una poderosa institución de Chicago. Es aquí donde los Grahams, Bayards, Felittis y demás habitantes de Chicago de apellidos influyentes traen a sus hijos. Está a poco más de kilómetro y medio de la zona de viviendas protegidas de Cabrini Green, pero a años luz del alboroto de una escuela de las zonas pobres del centro. Aquí no hay ni pandillas ni armas. Pero últimamente la tranquilidad de este edificio se ha visto alterada no porque sus muros hayan albergado a una pandilla, sino a un terrorista internacional. Tanto padres como administradores han debatido sobre si los organismos de seguridad del Estado deberían tener acceso a los expedientes de los estudiantes e incluso al registro de libros que sacan de la biblioteca. En medio de todo este escándalo se encuentra un friegaplatos egipcio, Benjamín Sadawi, desaparecido hace tres semanas.

En el programa se mostraba una foto del joven con camisa blanca y corbata que el señor Contreras y yo habíamos visto la noche anterior.

– El Departamento de Justicia sostiene que el chico ha volado al escondite de su célula terrorista. Pretenden examinar todos los expedientes por si pudieran arrojar alguna luz sobre su desaparición. El Primer Foro por las Libertades está tratando de evitar que el Departamento de Justicia acceda a los historiales de los alumnos. Hablamos con la abogada Judith Ohana antes de la reunión. Judith, ¿que es lo que está en juego aquí?

Una mujer alta y esbelta cogió el micrófono con actitud experimentada.

– En pocas palabras, Beth, estamos ante una caza de brujas. Si uno de los alumnos de este colegio ha estado en El Cairo, y viniera el ejército a confiscar libros, papeles y ordenadores debido a que corre el rumor de que un friegaplatos ha desaparecido, el país entero se sentiría indignado. Y lo que pasa aquí es que unos cuantos padres están tratando de avivar las llamas de la histeria colectiva. ¿De verdad quieren que los pensamientos íntimos de sus hijos se conviertan en la lectura nocturna de los agentes del FBI o del Servicio de Inmigración?

Después Beth nos llevó al interior del colegio para que pudiéramos ver a los padres discutiendo sobre lo que les gustaría que hiciesen los administradores. Los que estaban allí se gritaban unos a otros con la vehemencia de un partido de hockey. Un hombre se acercó airado al micrófono para decir que su hija era una alumna de Vina Fields.

– La seguridad de mi hija es lo primero. No pienso permitir que el colegio esconda terroristas sólo porque la Primera Enmienda o lo que demonios sea quiera poner en peligro la vida de mi niña.

Otros padres entraron en liza, y a continuación Renee Bayard se puso al micrófono. Todavía llevaba el vestido rojo, que destacaba vivamente entre los trajes grises y las corbatas de los que la rodeaban.

– Todos queremos que nuestros hijos estén a salvo en el colegio, en casa, en las calles, en el aire. Cuando nuestros hijos están en peligro, no nos importa la ley, ni la justicia, ni las abstracciones, sólo nos importa su seguridad. Yo pienso del mismo modo. Y por esa razón no quiero que los agentes de policía curioseen en el expediente escolar de mi nieta. No quiero que cualquier opinión personal que mi nieta haya puesto en una redacción sea fiscalizada por el FBI por si representa un riesgo para la seguridad. Los adolescentes piensan de manera extremista. Es su naturaleza. Si hubiera que juzgar cada cosa que escriben o leen, entonces pronto tendríamos un país de robots. Pero no tendríamos gente creativa, librepensadora, con ganas de experimentar, de arriesgarse, y que hace que los negocios de América lideren el mundo.

El cámara cortó durante otra diatriba del hombre que se había quejado de la Primera Enmienda.

– Acaban de oír a Renee Bayard, directora general de Ediciones Bayard -dijo Beth-. Su marido, Calvin Bayard, uno de los grandes defensores de la Primera Enmienda, libró memorables batallas con el abogado de Chicago Olin Taverner, que ha muerto hoy a los noventa y un años. Quédense con nosotros tras las noticias para ver Chicago habla, donde analizaremos la vida y la carrera de Olin Taverner. Renee Bayard nos hablará de los enfrentamientos de su marido con Taverner en el Congreso. Ha estado con ustedes Beth Blacksin, en directo desde Vina Fields Academy, Gold Coast, Chicago.

Cuando empezó la sarta de anuncios, Lotty enmudeció el aparato.

– ¿Es posible que el FBI haya puesto a ese chico bajo custodia sin decir nada a su madre ni a nadie del colegio? -preguntó Max preocupado.

Hice una mueca.

– Morrell escribió hace poco un artículo para Margent sobre un inmigrante paquistaní que desapareció de su domicilio del Uptown en octubre pasado. Su familia lo buscó desesperadamente, pero sólo cuando el hombre murió en la prisión de Coolis, los federales dijeron a sus hijos que habían retenido a su padre durante once semanas. Yo hice algunas gestiones para Morrell sobre ese asunto. Parece ser que un vecino aseguró haber visto una camioneta sospechosa el 15 de septiembre que transportaba una caja grande, que resultó ser un inodoro nuevo, pero para entonces el FBI ya se había movido, y el Servicio de Inmigración no consideró que esa información fuera relevante.

– ¿Y ese muchacho? ¿Pueden hacer algo así con un muchacho? -preguntó Lotty.

– Tiene dieciséis o diecisiete años. Suficiente edad para planear algo si realmente es un terrorista.

– Entonces crees que el FBI o quienquiera que sea tiene derecho a registrar el colegio para buscarlo.

– Yo no he dicho eso. Pero sí que en la situación actual de terrorismo, hay chicos más jóvenes que él que fabrican y tiran bombas. En cuanto a si los federales tienen derecho o no, ignoro qué derechos les concede la Ley Patriótica. Si es un inmigrante indocumentado, el chico no tiene ningún derecho con la nueva ley; pero si eso se aplica también al lugar donde ha trabajado, bueno, supongo que ésa es la razón por la que los del Primer Foro han puesto el grito en el cielo. Piden que se aclaren los límites de esa ley.

Max y Lotty se miraron. Se habían conocido en Londres cuando eran niños refugiados de la Europa nazi, donde vieron cómo arrestaban y asesinaban a sus familias y amigos sin cargos ni juicio. Ninguno de los dos habló, hasta que Lotty dijo tranquilamente que me prepararía algo caliente para ayudarme a combatir el resfriado. En el momento en que me disponía a seguirla, Max movió la cabeza para disuadirme. Cuando volvió, con una taza de algo balsámico y cítrico, el interminable informe del tiempo y la infinita serie de anuncios ya habían acabado.