Oí un jadeo de fondo y supuse que la sirvienta estaba escuchando. La misma Geraldine Graham lanzó una mirada de las que echan chispas con sus nublados ojos.
– ¿De verdad cree, jovencita, que siempre tuve lo que quise, cuando y como lo quise? Si es así, entonces sorprendentemente entiende usted muy poco lo que es la vida familiar.
Me quedé perpleja: me había enzarzado en una discusión que iba a terminar con esta mujer prohibiendo a Darraugh que volviera a darme trabajo. Entonces me acordé de las caras largas que se veían en las fotos del periódico el día de su boda.
– Sus padres la obligaron a casarse con MacKenzie Graham -dije con calma-. Y usted no se sintió capaz de desobedecerlos.
Sus labios temblaban con algo más que la indecisión de la edad.
– Mi madre no era de esa clase de personas a las que uno puede enfrentarse fácilmente.
Miré los gélidos ojos azules del retrato que tenía a sus espaldas. Podrían haber marchitado los helechos del Amazonas.
– ¿Su marido y usted no quisieron empezar una nueva vida juntos, lejos de su madre? ¿Acaso Larchmont era tan importante para usted?
Geraldine Graham se quedó callada. Cuando volvió a hablar, lo hizo más para sí misma que para mí.
– Mi marido y yo teníamos tan poco en común que resultó más sencillo quedarnos con mi madre que intentar vivir solos en algún otro lugar.
– ¿Y tiene ahí su retrato para que le recuerde todos los días cómo la humilló? -pregunté.
– Es usted una insolente, jovencita -repitió la señora Graham, pero esta vez con un punto de sarcasmo en la voz-. Puede servirme más café antes de marcharse. Primero enjuague la taza con agua caliente -agregó cuando cogí la cafetera.
La miré de soslayo: lo que ella quería cuando ella quería. Antes de tentar a la suerte pronunciando en voz alta ese pensamiento, Lisa apareció en un rincón del cuarto y me quitó la taza de las manos. Sirvió agua caliente de una teterita, movió la taza y la vació en un bol antes de volver a llenarla.
Ignorando la orden implícita de que me retirase, me llené la taza yo también -sin pasar por la fase del agua caliente- y me incliné sobre la mesa.
– Sigo tratando de descubrir por qué vino Marcus Whitby a New Solway. Pensé que habría ido a ver a Calvin Bayard, porque no sabía lo enfermo que estaba el señor Bayard.
La mano que sostenía la taza se detuvo a medio camino de sus labios.
– ¿Está muy enfermo? Renee no permite visitas.
– Parece que tiene Alzheimer. Sabe quien es, pero no a quién le habla.
– Alzheimer… -repitió lentamente Geraldine-. Por una vez son ciertos los rumores que circulan por ahí.
– ¿Por qué es tan importante que se mantenga en secreto el estado del señor Bayard? -pregunté.
– Con Renee Bayard nunca se sabe por qué hace lo que hace, pero seguro que lo hace porque disfruta del poder que tiene sobre nuestras vidas; sobre la de Calvin, al mantenerlo encerrado; sobre sus amigos, impidiendo que lo visitemos, y probablemente sobre todos los empleados de la editorial. -Apretó los labios con rencor-. Calvin y yo éramos amigos de la infancia, pero ella ha conseguido mantenerme alejada de él durante todos estos años. Así que si su escritor negro esperaba ver a Calvin, Renee se aseguraría de que no fuera así. ¿Por qué cree que ese hombre quería hablar con Calvin?
Recité mi fragmento sobre el interés de Whitby por Kylie Ballantine y su contrato con Bayard. Para mi sorpresa, Geraldine conocía a Ballantine.
– Calvin estaba interesado en su obra. Cuando se entusiasmaba con algo quería que todos los demás compartieran sus gustos, así que fuimos a la ciudad a verla bailar. Le compró objetos de arte y nosotros tuvimos que hacer otro tanto y comprar una máscara africana. Cada vez que ella daba una función, íbamos todos a la ciudad a verla bailar. Creo que fue en 1957, o en el 58 quizá. Me acuerdo de que por aquellas fechas empezó a salir con Renee. Yo sentía lástima por ella, tal vez con cierta actitud paternalista: una novia de veinte años para un hombre tan dominante. ¡Qué equivocada estaba! -La expresión de su rostro era de amargura-. Ballantine tenía cincuenta años la noche que la vi, pero seguía moviéndose como una mujer joven. La danza no me interesaba demasiado. Era africana, y nunca me importó demasiado ni el arte ni la música de África; a mí todo me suena a tambores. Pero el cielo le concedió una gracia especial y eso era lo que yo admiraba en ella.
– Es una pena que el señor Whitby no haya tenido la oportunidad de hablar con usted. -Volví a mi asiento-. Sus recuerdos le hubieran resultado muy útiles. ¿Ballantine estuvo en la lista negra durante los interrogatorios de McCarthy? ¿Fue eso lo que atrajo la atención de Bayard?
Geraldine Graham movió lentamente la cabeza.
– No lo sé, jovencita. Fue por entonces cuando mi marido murió, Darraugh y mi madre estaban… Recuerdo la noche del ballet porque fue memorable, pero el resto de lo que sucedió aquel año no es más que una nebulosa.
Hubiera pagado por saber qué habían hecho exactamente Darraugh y «mi madre». Mi intuición era que estarían discutiendo de manera áspera y poco delicada sobre la muerte de MacKenzie Graham. Tras unos momentos de silencio para mostrar respeto por aquellos tristes recuerdos, saqué de mi cartera la foto de Whitby y de su hermana.
– Usted observa mucho lo que sucede a su alrededor. ¿Le vio el domingo?
Geraldine Graham cogió la fotografía y a continuación su lupa para examinarla. Tenía las manos deformadas por los años y la artritis, y le temblaban. Se colocó la fotografía en el regazo y sostuvo la lupa con ambas manos.
– No le he visto nunca, pero Lisa tal vez sí. Viene todas las tardes a ayudarme con la comida y con los preparativos para irme a la cama.
Cogió una campanilla de la mesa que tenía a un lado, pero Lisa se había quedado cerca y llegó antes de que Geraldine pudiera tocarla.
– Éste es el hombre que se ahogó en nuestro estanque, Lisa. -Le tendió la foto a la mujer-. La detective me pregunta si le vimos por aquí el domingo.
Lisa se llevó la foto a la ventana y la miró con atención.
– No, el domingo no, señora. Pero sí hace una semana, quizá. No estoy segura, se ven pocos hombres de color por aquí, pero se parece al que vi cuando la dejé a usted después del almuerzo.
– ¿Cuándo fue eso? -pregunté.
Apretó los labios, intentando recordar.
– Tiene que haber sido el día que le lavé el pelo a la señora, porque me di cuenta de que me llevaba el champú. Estaba parada junto a mi coche, preguntándome si debía volver o si lo dejaba para el día siguiente, cuando se detuvo al otro lado de donde yo me encontraba. Me sentía como una tonta, allí, mirando el champú, así que me metí en el coche.
– ¿Que día era, entonces?
– Siempre le lavo el pelo a la señora los lunes, jueves y sábados. -Parecía sorprendida de que yo no lo supiera.
– ¿Y qué día de ésos fue? -pregunté.
Volvió a hacer una pausa.
– Tuvo que haber sido el jueves.
– ¡Hace una semana! Pero ¿para qué iba a venir hasta aquí si no era para verla a usted, señora Graham?
Geraldine Graham volvió a sorprenderme.
– Si estaba tan interesado en esa bailarina, y si ella estuvo en la lista negra, quizá iba a ver a Olin. A Olin Taverner, quiero decir. Después de todo él vivía aquí.
Taverner, naturalmente. Después de todo, él había sido uno de los verdugos del Comité de Actividades Antiamericanas. Y resulta que también estaba muerto, así que no podía preguntarle nada sobre Marcus Whitby. Ni sobre Kylie Ballantine.
– ¿Conocía bien al señor Taverner? -pregunté.