Los otros libros estaban en árabe, junto con un diccionario de árabe-inglés. Volví a mirar al muchacho.
– Tú eres Benjamin Sadawi, ¿verdad? Catherine te está escondiendo del FBI.
Asustado, dio un respingo y se abalanzó escaleras abajo, luego volvió para coger uno de los libros en árabe que había en el escritorio. Lo agarré del brazo, pero él se zafó y bajó atolondradamente las escaleras. Lo seguí de cerca pero sin tratar de cogerlo; no quería que acabáramos haciéndonos daño.
Aterrizamos en el gran vestíbulo principal. A nuestras espaldas se abrían dos puertas. Benjamin se lanzó hacia una de ellas, pero se topó con un armario. Al darse la vuelta, lo agarré por la cintura. El corazón le latía con fuerza. Lo arrastré de vuelta a las escaleras y lo obligué a sentarse. Seguía aferrado al libro que se había llevado del escritorio.
– Escúchame, tonto. No voy a entregarte al FBI ni a la policía. Pero voy a llevarte lejos de esta casa. Aquí ya no estás seguro, y tampoco es saludable: hace frío y no tienes ni calefacción ni compañía.
Forcejeó entre mis brazos.
– No debes agarrarme, mujer.
– Es verdad, soy una mujer. Con cero interés en tu cuerpo: tengo edad para ser tu madre.
Pensamiento que no por cierto dejaba de ser deprimente, pero le quité los brazos de encima de los hombros. Se alejó de mí hasta el otro extremo del peldaño, pero esta vez no trató de huir.
Con la luz que entraba a través de los cristales de la gran puerta de roble ya no necesitaba la linterna para ver al muchacho, aunque no podía distinguir sus facciones. Tampoco distinguía los diferentes bloques de mármol teselado del suelo, aquel que los obreros italianos habían tardado ocho meses en colocar, pero sabía que el mármol estaba ahí: su frío se filtraba a través de las suelas de mis zapatillas.
– Vamos -dije, poniéndome de pie-. Tenemos un trecho hasta mi coche, y luego encontraremos algún lugar donde puedas dormir y estar caliente sin preocuparte de si alguien entra en la casa.
– ¿Tienes llave de la puerta? -preguntó-. La alarma suena en la policía si abres sin llave.
Encendí la linterna y me arrodillé para examinar el cerrojo. Otra verdad deprimente: los sensores de la alarma estaban colocados a ambos lados de la puerta. No podía limitarme a abrirla; necesitaba la llave, desde luego, y no tenía conmigo las ganzúas. Podíamos subir al tercer piso y hacer el camino inverso por el que había entrado, pero no quería repetir la experiencia a menos que fuera absolutamente necesario; el cuerpo de una mujer lo bastante mayor como para tener un hijo adolescente no se sentía muy contento después de haberse sumergido en un estanque, haber trepado paredes y perseguido gente por las escaleras.
La casa tenía al menos otras dos entradas más; la de la terraza trasera que utilizaba Catherine y otra en la cocina. Probablemente también había una salida en el sótano por la que sería más fácil escapar.
– Voy a comprobar las otras puertas. Espérame aquí, ¿de acuerdo? -Como no respondió, le puse las manos en los hombros, a pesar de ser mujer-. ¿De acuerdo?
Se puso rígido pero masculló un «de acuerdo» que sonó como el de cualquier adolescente harto de las órdenes de los adultos.
Volví a encender la linterna para recorrer el pasillo. Sin mobiliario ni alfombras que suavizaran su aspecto, el lugar no sólo se veía vacío sino amenazador. Temblando de algo más que de frío, abrí puertas de habitaciones vacías, en busca de ventanas y cerrojos, hasta que llegué a la parte trasera de la casa, a un salón que se abría a la terraza. Era la zona que conducía a los jardines y el estanque, con las contraventanas que había utilizado Catherine Bayard la primera vez.
Apagué la linterna y escruté la noche, preguntándome si después de todo no aparecería la chica. Era la una y media de la madrugada; Catherine podría intentar escaparse si pensaba que todos en la casa dormían. Sería útil que llegara con la llave.
De no encontrar una forma de salir, tendría que romper uno de los cristales de la contraventana, pero doblé a la derecha, buscando la cocina, pasando por el despacho del padre de Geraldine, con su biblioteca del suelo al techo vacía, salvo por un CD de NSYNC, que presumiblemente habían dejado allí los nou-nous. Llegué á la puerta batiente que esperaba encontrar y de nuevo me hallé en la zona del servicio: un pasillo más estrecho, madera más barata en los suelos, techos más bajos.
En la cocina había algunos electrodomésticos, todavía brillantes y poco usados: un fogón de seis quemadores, un calentador, tres hornos -además de uno independiente para hacer pan-, un congelador y dos frigoríficos. La vanidad habitual entre propietarios opulentos, estos juguetes monstruosos… aunque puede que la señora nou-nou fuera una cocinera consumada. Tal vez había preparado miles de tartas para mantener a la familia cuando el negocio de las puntocom de su marido se fue al garete.
Miré en la despensa, que no tenía ventanas. El ordenador para la casa también estaba allí. Aparentemente, Catherine había desconectado los sensores de movimiento, pero se necesitaba un código para desactivar las alarmas de la puerta y de las ventanas.
Más allá de la despensa encontré un pequeño cuarto de baño. Tenía una ventana muy alta en una pared. No sólo hubiera sido difícil trepar hasta allí, sino que además la cruzaba un cable blanco de la alarma.
La puerta trasera tenía un enorme cerrojo, que descorrí, pero además estaba cerrada con llave. Busqué deprisa en los armarios, de acero inoxidable. Habían dejado un colador y una caja de palillos decorativos. Tendría que utilizar el pequeño cuchillo que llevaba en el bolso, pero necesitaría alguna herramienta más. Eso significaba considerar los palillos de plástico con caprichosas cabezas de animales.
Con la linterna apuntando hacia la puerta, comencé a trabajar en la cerradura, utilizando los palillos para sujetar los seguros a medida que los localizaba. Cuando conseguí sujetar dos al mismo tiempo, los palillos se rompieron. En ese momento, unas suaves pisadas detrás de mí me helaron la sangre. Dejé caer el cuchillo y di un salto; cuando me di la vuelta, vi a Benjamin de pie y con cara de susto.
– Pensé que me habías abandonado -dijo sencillamente.
– Sólo intento abrir esta cerradura. Mira: arrodíllate junto a mí, y sostén el palillo tal como está.
Seguía con su libro, pero lo dejó en la encimera y se puso de rodillas a mi lado. Le enseñé cómo empujaba los cilindros hacia atrás, y cómo había que sujetarlos.
– Son tres en total. Tú tienes que sujetar dos mientras yo libero el tercero. No, no aprietes tanto. -Lo dije demasiado tarde; el palillo se rompió entre sus nerviosos dedos-. No te preocupes. Toca mis dedos, mira cómo lo sostengo.
Sus manos rozaron nerviosamente las mías, como si el mero contacto fuera a quemarlo, pero esta vez sostuvo correctamente el palillo. Estaba con el tercer pestillo cuando ambos oímos un coche.
– No te muevas -dije bruscamente-. Casi lo hemos logrado.
Movió la mano sin querer y los palillos acabaron en el suelo.
– ¿Es la policía?
– No lo sé. Abramos esta maldita puerta. Vamos.
Desde ese lado de la casa no se veía el camino. No se oía ningún ruido en la puerta delantera. El coche se había oído porque había pasado por la entrada principal en dirección hacia donde nos encontrábamos.
Tal vez Geraldine Graham había visto luz y había llamado al comisario, en cuyo caso los oficiales echarían un vistazo rápido y se irían. Pero si nuestras maniobras en la cerradura habían hecho saltar la alarma o si Renee Bayard había acudido a la ley, estábamos metidos en un buen lío.
Benjamin Sadawi temblaba demasiado como para ayudarme. Eché un vistazo por la cocina. Se ahogaría en el frigorífico. Pero era un chico menudo y delgado y el horno del pan era grande. Lo empujé en esa dirección.