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– No, no lo hará. Él cree en su verdad tanto como tú en la tuya, pero no despreciará tus creencias. Él no desprecia las mías, que son distintas de las suyas y de las tuyas.

– Y Catterine… ella no podrá verme aquí, ¿y cómo sé que no le disperaron… dispararon?

– Catherine podrá verte aquí, siempre y cuando sea seguro… Éste es el mejor lugar para ti por ahora, Benjamin.

No me creyó, pero ya era lo bastante mayor como para darse cuenta de que no tenía otra posibilidad. Y supongo que se imaginaría que si le había salvado hasta ese momento, podría confiar en que seguiría haciéndolo un poco más. O quizá estaba tan cansado que ya no podía seguir luchando contra lo que sucedía a su alrededor. Cualquiera que fuese la razón, el caso es que, cuando el padre Lou respondió a mis apremiantes timbrazos en la rectoría, Benjamin permaneció a mi lado.

La camiseta del padre Lou dejaba ver los formidables músculos del cuello y los antebrazos, desarrollados durante años de boxeo. Parecía un amenazador Popeye, con la expresión que puso al vernos a Benjamin y a mí con aspecto desastrado. Confiaba en que no espantara a Benjamin.

– ¿Es alguien que te envía Morrell? -gruñó el cura.

Mi estómago reaccionó de forma extraña al oír el nombre de Morrell; la actividad nocturna había impedido que pensara en él, pero en aquel momento me vino a la cabeza de golpe que estaba desaparecido, o, al menos, desaparecido para mí.

– No sé nada de Morrell. Ahora eso no importa: este jovencito ha estado escondido en una casa abandonada en la zona residencial del oeste. Lo encontré poco antes de que la policía rodeara el lugar. Necesita calor, necesita comer y necesita estar en un lugar donde los policías del condado y los de John Ashcroft no den con él.

– ¿Hay alguna razón para que lo persigan? -El padre Lou abrió la pesada puerta para que pudiéramos entrar.

– Sí, no les gusta ni su raza ni su credo ni su país de origen.

– No me digas. ¿Cómo te llamas, chico? -Miró con sus ojos azul claro al muchacho, que no echó a correr, como yo temía. Había olvidado que ese sacerdote llevaba muchos años tratando con chavales asustados.

– Benjamin -susurró el muchacho-. Benjamin Sadawi.

– Hay misa en siete minutos -dijo el padre Lou-. Tengo que ir a la iglesia. Ben, ve con Victoria a la cocina, ella te preparará un té y unos huevos, y te dirá también dónde hay una cama. A menos que, como hace mucho que no vienes por aquí, hayas olvidado dónde está todo, querida.

– Yo no voy a la iglesia cristiana -dijo Benjamin.

– Nadie te pide que lo hagas. Hay otras normas que debes respetar si quieres quedarte aquí: nada de drogas, ni de armas, ni de cigarrillos. Reza tus plegarias siempre que quieras. Y ruega por Morrell -añadió para mí-. Por el chico también. A Jesús no le importa que rece en árabe.

Se alejó con sonoros pasos por un corredor oscuro que conectaba la rectoría con la iglesia de San Remigio. Llevé a Benjamin por otro pasillo sin luz hasta la cocina. El padre Lou ahorra dinero en la parroquia, escasa de fondos, apagando las luces de los pasillos. Tuve que volver a encender la linterna para llegar a la cocina. Las pilas empezaban a fallar; la luz era débil, como mis piernas en aquel momento.

En la cocina encontré cerillas para encender un quemador del viejo fogón. En cierto modo me sorprendió que el padre Lou hubiera gastado dinero en una cocina de gas en lugar de mantener la de carbón, o la que fuera que hubiese en la rectoría cuando se construyó la iglesia hacia 1880.

En el frigorífico estaban los huevos, artículo de primera necesidad en la dieta del cura. Tenía margarina y también un buen trozo de queso. Eché un poco de todo en una sartén de acero. El padre Lou comía mucho beicon, pero me acordé de no ofrecérselo a un joven musulmán.

Mientras se derretía la margarina, encendí una radio que había encima del frigorífico. No era hora de noticias: sólo anuncios y deportes. Los Bulls habían vuelto a perder, y también los Blackhawks. No es más fácil ser forofo en Chicago en invierno que en verano.

Benjamin se quitó la sudadera y la puso cuidadosamente doblada en el agrietado linóleo del suelo. Se arrodilló encima para recitar sus plegarias matinales, pero cuando empezó a oírse la radio miró hacia arriba con expresión ansiosa.

– No hay noticias -dije-. La volveré a encender cuando hayas terminado.

Hice un hueco en la mesa de fórmica de la cocina. Presupuestos, páginas deportivas de los suplementos de la semana, redacciones escolares y catálogos de publicidad, todo mezclado. Amontoné los papeles, sin intentar ordenarlos. Si el padre Lou necesitaba algo, ya miraría en la pila. Ya le había visto hacerlo otras veces cuando buscaba viejas notas para sus sermones. Aparte de mí, él era la persona más desordenada que conocía.

Puse en la mesa huevos, tortas de maíz y té -más leche caliente azucarada que té- para Benjamin y para mí. Ambos necesitábamos elevar el nivel de azúcar en la sangre. Saqué un par de aspirinas del frasco que llevaba en el bolso y me las tomé con el té. Con un poco de suerte me aliviarían el hombro dolorido.

Benjamin terminó sus plegarias, mirándome un poco a la defensiva. Las oraciones diarias le habrían servido de consuelo durante los largos días que había pasado solo, proporcionándole algo en lo que apoyarse. El Corán de su padre funcionaba como los ejercicios vocales de mi madre: la rutina de los seres queridos te hace sentir que están contigo.

– ¿Ahora las noticias? -dijo-. Por favor, entérate de qué le ha pasado de Catterine.

– A Catherine -lo corregí sin pensar.

– A Catherine -repitió.

Volví a encender la radio. Finalmente, a la media, empezaron las noticias locales.

Respondiendo a la denuncia de algunos vecinos, la policía del condado de DuPage ha llevado a cabo una redada en una finca deshabitada de New Solway a primera hora del día. De acuerdo con el comisario Rick Salvi, un árabe al que se busca para ser interrogado en relación con el 11 de septiembre ha estado escondiéndose en la casa. El hombre logró escapar por una ventana del tercer piso mientras los oficiales registraban el interior. Mientras rastreaban minuciosamente el área, una muchacha de la zona fue herida por un disparo. El comisario se niega a confirmar el rumor de que fue uno de sus agentes quien realizó el disparo. La muchacha herida es Catherine Bayard, que daba un paseo nocturno por los jardines traseros de la casa de su abuelo, el editor de Chicago Calvin Bayard. El comisario Salvi dice que es posible que el hombre fugado hiriera a la señorita Bayard, y que entregará un informe completo una vez que haya examinado las armas de sus oficiales. La señorita Bayard se encuentra ingresada en un hospital de la zona en estado grave pero estable.

El fugitivo se encontraba en la misma casa en la que la detective privada de Chicago V.I. Warshawski encontró el cadáver de un hombre el domingo por la noche. De hecho, Warshawski se encontraba en la casa cuando los oficiales llegaron al lugar de los hechos, pero se marchó cuando aún se estaba realizando el registro. Si tiene o no alguna conexión con el fugitivo es algo que se desconoce por el momento, pero el comisario Salvi está ansioso por hablar con ella.

– Y yo con usted, comisario. -Apagué la radio y me volví hacia Benjamin-. ¿Qué has entendido de lo que han dicho?

Sacudió la cabeza.

– Demasiado deprisa. Catterine, hablaron de ella, sobre ella, hablaron del 11 de septiembre, de los árabes, pero ¿qué dicen?

– Catherine recibió un disparo, pero se va a recuperar; se va a poner bien. No dijeron dónde le dieron, aunque dijeron «grave pero estable», lo cual significa una herida grave pero que no va a matarla.

– ¿Eso es verdad? -Sus ojos se agrandaron dolorosamente en su delgado rostro-. Tú… -Movió los labios como si repasara mentalmente una lista de palabras-. ¿Tú juras que es verdad?