– ¡Salga de aquí de inmediato! -rugió Bayard-. No voy a permitir que me trate de esa forma delante de mi hija.
– ¡Papá, por favor! -exclamó Catherine desde la cama-. No grites, no puedo soportarlo. Y déjame hablar con ella. Quiero hablar con ella.
– No, sin que yo esté presente no lo harás. No lo comprendes, Trina, pero ahora estás metida en un buen lío.
– Trina tiene muchos dolores, y el comisario Salvi tiene muchos problemas. No te pongas histérico, Eds -dijo Renee Bayard, irrumpiendo en la habitación.
Me apartó del lado de su nieta con una mirada fulminante y le tomó el pulso a la enferma. Aunque Renee iba vestida de manera informal, con pantalones de pana y un jersey, seguía llevando el brazalete de piezas de marfil, que entrechocaban mientras palpaba la muñeca de Catherine. No pude dejar de preguntarme cuánto tiempo habría estado agazapada detrás de la puerta, esperando el momento perfecto para hacer su aparición en escena.
– No es histeria preocuparse de que mi hija se vea involucrada con un terrorista fugitivo; sobre todo cuando uno está a diez mil kilómetros de distancia. ¿En qué rayos estabas pensando para dejar que uno paseara por Larchmont como lo ha hecho, en plena noche? Accedí a dejarla bajo tu cuidado cuando acepté el cargo en Washington, pero si esto va a seguir así, en cuanto esté en condiciones de viajar se mudará donde puedan vigilarla adecuadamente.
– No iré. -Catherine intentó hablar con su habitual fogosidad, pero las palabras le salieron lentamente-. Me quedo con el abuelo y la abuela. No escucharé esa mierda de derechas después de…
– ¿Lo ves? -le dijo Edwards Bayard a su madre-. Vive contigo y pierde todo respeto por mi trabajo.
– Eds, está muy débil, no puede pensar claramente. Dejémosla descansar y resolveremos la situación cuando esté recuperada. Y usted -se volvió hacia mí- no sé qué hace aquí, pero ya es hora de que se vaya.
– Quiero que se quede -susurró Catherine-. Hablar a solas. Por favor, abuela. -A Catherine le corrían las lágrimas por las pálidas mejillas.
Renee me lanzó una mirada que parecía preguntarme qué veía su nieta en mí, pero se movió con su acostumbrada determinación.
– Tienes diez minutos. Eds, tú y yo iremos a por una taza de café. Y averigua por qué el guardia dejó entrar a esta mujer en la habitación.
Una vez que ambos se marcharon me aseguré de que la puerta estuviese cerrada, luego arrastré una silla a la altura de la cabeza de Catherine, inclinándome hacia ella para poder hablar en voz baja y evitar que nos oyeran.
– Benjamin se encuentra a salvo, pero no voy a decirte dónde está. Has sido muy valiente al protegerlo, pero la policía llegará aquí en masa. Eres la nieta de Calvin y Renee Bayard; la policía no te tratará mal, pero sí te interrogarán. Y mucho. Cuanto menos sepas, mejor será para ti y para Benjamin.
– Yo lo salvé. Tengo… tengo derecho…
– No se trata de derechos; se trata de mantener a Benjamin a salvo hasta que descubramos si tiene o no alguna relación con terroristas.
La línea de su boca mostraba su terquedad de muía.
– Benji no es un terrorista. Lo conozco. Está asustado. Está solo. Me necesita.
Moví la cabeza.
– No puedes llevarlo a Larchmont otra vez. Y aunque tuvieras otro lugar donde ocultarlo, estás herida. No puedes ocuparte de él. Y además el FBI lo está buscando. Como puede que me estén vigilando, ni siquiera intento ir a verlo. En cuanto te levantes de esta cama, ellos te interrogarán. Él está a salvo donde está.
– Eso dice usted. He cuidado de él durante tres semanas y nunca he dicho una palabra a nadie. -Se sentó en la cama con una mirada furibunda en su pálido rostro-. Usted no puede llevárselo y negarse a decirme dónde se encuentra.
Sacudí la cabeza, cansada de las órdenes de los ricos, también de las de los jóvenes apasionados.
– Te lo diré si me prometes no tratar de verlo hasta que te diga que es seguro. Y si accedes a contestar a mis preguntas.
Se lo pensó durante unos momentos, sin querer darme nada a cambio, pero terminó accediendo. Cuando le dije que estaba en San Remigio, puso objeciones por el hecho de haber llevado a un musulmán a un centro católico, pero tras decirle como era el padre Lou, aceptó de mala gana que podría funcionar. Consciente del plazo fijado por Renee, interrumpí las preguntas de Catherine para hacerle las mías.
– ¿Cómo llegaste a cuidar de Benji?
El fantasma de una sonrisa le cruzó la cara.
– Un día en la cafetería. Me había dejado los libros. No había nadie, sólo él. Lo vi intentando leer… de uno de los libros de tercer curso… y lo ayudé. Después de eso un par de veces se acercó a mí durante el almuerzo… pululaba, ya sabe… preguntaba qué significaba tal palabra… Nunca se entrometía… Me gustaba… no conocía su historia… su tío murió aquí… su madre está en El Cairo… tres hermanitas… un hermano… Les manda dinero… Eso lo supe… después. -Se detuvo, jadeando. La ayudé a beber un poco de zumo y miré la hora-. Sí, la abuela. Imposible luchar contra ella… El día que vinieron a buscarlo… Benji se escondió en la caseta donde se guarda el equipamiento deportivo… Me vio… cuando devolvía… los palos de hockey… imploró ayuda. Lo escondí… me llevé a casa la llave de la verja… Hice como usted adivinó… por la escalera de incendios… Cogí el coche de la abuela… fui a buscar a Benji a Vina Fields… lo llevé hasta New Solway… No podía quedarse escondido en la caseta. Sabía que en Larchmont no vivía nadie… el único lugar que se me ocurrió… Encontramos todo ese… viejo mobiliario en el ático. Desconectamos… los sensores de alarmas. Le llevaba comida… siempre que podía acercarme.
– Pero ¿cómo entraste en Larchmont?
– El abuelo fue una vez… el año pasado… lo vi salir, a las dos de la madrugada… Theresa no se despertó… Lo seguí por el bosque y lo vi… entrar en la casa. El abuelo tenía una llave de la puerta, la alarma… esa parte era verdad… no sé de dónde… la sacó… Traje al abuelo de vuelta a casa… Conmigo sí que viene… aunque no iría… con la abuela… Papá estaba en casa, así que no dije nada… pero me quedé con… la llave.
– Pensé que Theresa tenía una alarma junto a la cama por si tu abuelo se levantaba de noche.
– Es cierto… Pero a veces ella… tiene ataques y cosas… la alarma no la despierta… La abuela no debe saberlo. No sucede a menudo… El abuelo la quiere… ella es buena con él… no le digas nada a la abuela, por favor.
Estaba cada vez más pálida y sin aliento. Le aseguré que no delataría a Theresa, y le dije que se relajara y descansara, que hablaríamos más adelante. Edwards y Renee entraron cuando Catherine se hundía en la almohada.
Edwards miró a su hija, que yacía con los ojos entrecerrados, la cara blanca, y me atravesó con la mirada.
– ¿Qué le ha estado haciendo? -Se inclinó sobre su hija y añadió con sorprendente ternura-: Trina, Trina, no pasa nada, mi niña. Papá está contigo.
Una enfermera había entrado en la habitación tras los Bayard. Pasó por delante de Edwards y Renee y puso los dedos en la muñeca de Catherine.
– Está bien, sólo cansada. Le daré algo que la ayudará a descansar y, de momento, no más conversaciones con ella.
Edwards se volvió hacia mí.
– ¿Qué le ha hecho?
– He hablado con ella, señor Bayard. Al igual que tengo intención de hablar con usted. -Acto seguido miré a su madre-. Y usted y yo tenemos mucho que contarnos.
Renee no daba crédito.
– ¿Mi hijo y usted se conocen?
– No muy bien. -Sonreí débilmente-. Pero espero que eso cambie. Hemos jugado juntos al rugby. ¿O fue una corrida de toros? Hay algunos deportes que siempre confundo.