Renee me miró fijamente.
– Sucedió por la época en que me casé con Calvin, y la verdad es que en esos momentos tenía la cabeza en otra parte. Lo que puedo recordar es que la muerte del señor Graham fue considerada un escándalo en la comunidad, si bien la vieja señora Drummond se aseguró de que la noticia no llegara a los periódicos. Fue la clase de acontecimiento que me decidió a no querer vivir en New Solway: las mujeres se pasan la vida chismorreando, mientras los hombres hacen negocios entre ellos y tienen aventuras con las vecinas. Las mujeres casan a sus hijos con las hijas de los vecinos para que continúe el chismorreo entre las madres y las nueras. Por eso insistí en que compráramos una casa en la ciudad. Me involucré en la editorial. Pasábamos los fines de semana en Coverdale Lane, montando a caballo y disfrutando del campo, pero jamás me interesó la vida privada de mis vecinos.
Me tocaba a mí devolverle una mirada desconfiada: estaba segura de que sabía más de los Graham y de otros residentes de Coverdale Lane de lo que pretendía, pero, al igual que ella, yo tampoco tenía ningún motivo para sacarle más información. Volví a cambiar de tema.
– Los documentos de Kylie Ballantine se encuentran en la Colección Vivian Harsh de la Biblioteca Pública de Chicago. Fui allí para consultarlos y encontré diversas referencias en ellos a un comité sin nombre, y al benefactor de ese comité. ¿Era su marido?
Me miró con altanería.
– El apoyo de Calvin al arte y a los artistas es legendario. Pero debo decir que me sorprende que tenga tiempo para visitar bibliotecas. ¿Piensa seguir los pasos del periodista muerto y escribir un libro sobre Ballantine?
– No, señora. Sólo trato de averiguar por qué Whitby fue a New Solway.
– Sí, bien, no veo que eso me concierna. Mi único interés en sus actividades se limita al bienestar de mi nieta. -Se levantó para apretar un botón de su escritorio. Al poco rato Elsbetta apareció para acompañarme a la salida-. Cuando se decida a hablarme de Sadawi, llame a mi oficina y pida una cita. Me aseguraré de que mi secretaria le haga un hueco lo antes posible.
Tenía razón: era una mujer que no se andaba con rodeos.
Camine las diez manzanas desde Banks Street hasta mi oficina. Ese día ya había escuchado muchas cosas y esperaba recordar los detalles que me ayudaran a deducir la verdad. Me hubiera gustado tener a alguien con quien hablar de todo el asunto. Mi antigua asistente, Mary Louise, con su peculiar manera de entender la investigación, habría sido una buena interlocutora.
O Morrell, cuyas reflexivas respuestas a mis apasionadas ideas… Morrell, no podía pronunciar su nombre sin sentir que algo dentro de mí se desintegraba. Tuve un momento de desesperación tan abrumador que me dejé caer sobre un banco, con la cabeza entre las rodillas. Alargué una mano como si pudiera tocarlo.
Algo frío aterrizó entre mis dedos: alguien que pasaba me había echado un cuarto de dólar. Miré a mi alrededor, pero me encontraba en un transitado cruce de North Avenue. Cualquiera de las personas que salía de Wallgreens o se dirigía a Starbucks podría haberse apiadado de una mujer tan decrépita que a duras penas podía sostenerse la cabeza.
Suspiré y me levanté. Regresa a tu tarea, Penélope.
Seguí por North Avenue pensando insistentemente en los Bayard. Ni Renee ni Edwards me habrían dicho tanto por separado como habían hecho juntos. La furia de Edwards contra su madre por el tema de Catherine y la furia de su madre por las tendencias derechistas de él me permitieron saber que había algo oscuro en las finanzas de Ediciones Bayard; ya fuera en el presente o en el pasado. Edwards también había insinuado que su padre había echado una cana al aire cuando llamó a Kylie Ballantine uno de sus «proyectos especiales».
¿Y Geraldine Graham? Había llegado al puente que cruzaba el río Chicago, donde me detuve, observando una grúa que levantaba una pieza de metal de una planta al borde del río. ¿Habría sido ella también uno de los proyectos especiales de Calvin Bayard? ¿Una amante, suplantada por la nueva y joven esposa de Vassar? Si éste era el caso, resultaba extraño que MacKenzie Graham se hubiese suicidado después de que Calvin regresara a New Solway con Renee, en lugar de hacerlo cuando Geraldine y Calvin todavía eran amantes.
Todas esas vidas de New Solway eran como los retorcidos pedazos de metal que colgaban del imán de la grúa. Uno podía recolocarlos en distintas combinaciones. Yo veía una versión en la que Geraldine Graham arrojaba una máscara al estanque para no recordar al amante que la había hecho comprarla. O porque había descubierto que compartía a su amante con la proveedora de las máscaras. Podía ver también, con menos claridad, a su autoritaria madre arrojando la máscara: ¿que no se permite el arte primitivo? ¿Tampoco las pasiones primitivas? O a Darraugh arrojándola porque odiaba todo lo que tuviera que ver con Calvin Bayard, si es que Calvin y Geraldine habían sido amantes.
Calvin también había obligado a Olin Taverner a comprar una máscara. Y Edwards Bayard había crecido deseando vengar a Olin de su vecino y proporcionarle cualquier castigo que el viejo abogado soñara con infligir. Pero ¿por qué Taverner querría venganza cuando seguramente era Calvin Bayard la parte perjudicada? ¿Y qué tenía eso que ver con Marcus Whitby, aparte de su interés en Kylie Ballantine?
La grúa dejó caer su carga. El sonido no me llegó debido al ruido del tráfico que pasaba por el puente, pero el final del espectáculo me dio un impulso para volver a ponerme en movimiento. En la esquina de Damen un borracho pedía limosna. Le di el cuarto de dólar que había recibido yo en Wells Street. No se mostró muy agradecido: hoy en día un cuarto es una limosna mezquina.
La camioneta de Tessa se encontraba en el aparcamiento. Cuando pasé por la puerta de su estudio me detuve un momento a mirar. Trabajaba los fines de semana para acabar un encargo de un parque de Cincinnati, unos pedazos muy pulidos de cromo que daban ganas de tocar y deslizarse sobre ellos. A pesar del día frío, tenía la estufa apagada y trabajaba en camiseta y bermudas bajo su delantal protector, con el pelo recogido con una gorra.
Sabía que no había que interrumpirla cuando trabajaba a toda máquina, pero cuando me vio en el umbral apagó la llama del soplete y se me acercó, plegando sobre su cabeza el visor del casco.
– ¿Sigues llena de gérmenes? ¿A qué distancia debo mantenerme?
– Ponte el soplete en la nariz; mata cualquier virus.
Se rió y se acercó hasta la puerta.
– ¿A cuánta gente le has dado las llaves de tu oficina últimamente, Warshawski?
– Sólo a una, una joven doctora en Economía que hace algunos trabajitos para mí.
– Ayer vinieron unos hombres y otra vez esta mañana, y por lo visto no tuvieron ningún problema con la puerta. ¿Qué está ocurriendo?
Demasiado como para tratar de actuar sin el miedo que lleva a los detectives a esos niveles de crispación.
– Creen que escondo a un terrorista árabe.
– Si es así, mantenlo oculto hasta que esos tipos se cansen; son un equipo muy voluntarioso. Si no tuviera que terminar Juego de niños esta semana también me tomaría unos días; me ponen nerviosa. ¿Qué son, agentes federales? Ya sabes que la familia de mi madre era de Cameron, Mississippi. Mis abuelos tuvieron que huir en mitad de la noche cuando el comisario local llevó a un grupo a quemarles la casa porque era el lugar donde quería edificar un blanco con dinero. No me gusta ver cómo los representantes de la ley irrumpen sin permiso en las vidas de los ciudadanos.
– A mí tampoco, pero no sé qué hacer al respecto. No dejan de sacudirme esa maldita Ley Patriótica en las narices.
– ¡Qué cabrones! -Me condujo a un cubículo de vidrio al fondo del estudio. Se sentó frente a una mesa de dibujo y comenzó a hacer un boceto rápido con carbón. En un minuto había dibujado cuatro caras, dos en cada una de las dos hojas de papel. Eran los mismos hombres vestidos con ropa de trabajo en la primera imagen, y con traje en la segunda. Uno de ellos era el hombre que insistía en registrar mi apartamento la noche anterior.