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Sonreí con dulzura.

– Y su madre demasiado vieja. ¿Qué había en esos papeles que Taverner guardaba bajo llave?

– Ya que sabe tanto, dígamelo usted.

– Bayard, para ser un tipo tan pagado de sí mismo, no parece muy listo. Su familia tendrá metido a Rick Salvi en el bolsillo, pero el capitán Mallory, de Chicago, está empezando a prestar atención a New Solway; puede pedir a algunos policías de DuPage que realicen una verdadera investigación criminal. Así que dejemos los rodeos, porque la próxima vez llamo al capitán.

Se golpeó la pierna con un puño.

– Soy el albacea de Olin; tenía derecho a estar allí.

– Entonces, ¿por qué entrar furtivamente por el patio? ¿Por qué no fue a la oficina de Julius Arnoff, presentó sus credenciales y le pidió que lo dejaran entrar? -Como no dijo nada, agregué-: ¿Es porque Arnoff es el verdadero albacea y su Fundación Spadona uno de los herederos? ¿Es porque no quería que nadie supiera que el jueves usted no estaba en Washington? ¿Voló usted el domingo y mató a Marcus Whitby, sin saber que los papeles importantes estaban en el escritorio de Taverner?

Bayard se puso pálido.

– Ésa es una acusación ultrajante. Yo no he matado ni a Marcus Whitby ni a nadie.

– ¿Tampoco a Olin Taverner?

– De ninguna manera. El… era una figura importante en mi vida.

– Más importante que su padre -sugerí.

Se le curvaron los labios en una sonrisa de desprecio.

– Desde luego que fue más importante que mi padre, que ni siquiera reparó en mi existencia.

Lo miré con curiosidad.

– ¿Olin Taverner se preocupó por usted cuando era niño? ¿Lo llevó a ver partidos de fútbol y le enseñó a montar su primer poni?

Apartó la mirada, con expresión de desagrado.

– No, pero puedo asegurarle que mi padre tampoco lo hizo; estaba demasiado ocupado en ser el maldito héroe del mundo entero. Olin vivía en Washington cuando yo era niño. Allí ejerció activamente su profesión y, de todos modos, después de los interrogatorios, Calvin y Renee se trasladaron a New Solway, e hicieron la vida imposible a Olin en su propia casa. ¿Sabe qué? Calvin y Renee le tenían tanto odio que convencieron a gente que él conocía de toda la vida de que se apartaran de él.

– Él intentó destruir la vida de su padre -dije-. No es sorprendente que sus padres no le desearan lo mejor.

– Bueno, ellos tenían sus propios trapos sucios que lavar. Al menos mi padre; y mi madre, por supuesto, siempre detrás de él para ayudarle a enterrarlo todo.

– Entonces, ¿cuándo le mostró Taverner los trapos sucios?

Me miró fijamente, como intentando adivinar qué historia me tragaría con más facilidad.

Hablé antes de que eligiera una versión.

– Esta tarde en casa de su madre, usted ha insinuado que la situación financiera de su padre era precaria. ¿Eso se lo dijo Taverner?

– No exactamente.

– Entonces, ¿qué le dijo exactamente?

– Encontré una carta en el escritorio de mi padre -espetó-. De la vieja señora Drummond; la madre de la señora Graham.

– ¿Ella conocía la situación financiera de su padre? -pregunté incrédula.

– Según parece, mi padre les robaba a los Drummond, o quizá a los Graham. Puedo recitarle la carta de memoria:

Querido Calvin,

No ignoro el saqueo que estás perpetrando en mi propiedad. La hipocresía te viene de familia; tu madre tenía la misma tendencia a presumir de rectitud mientras que por detrás su comportamiento era deplorable. Por supuesto que espero una restitución, y te aseguro que tomaré las medidas oportunas si sigues con esa actitud.

»La firmó con su nombre completo, Laura Taverner Drummond, y fue así como me enteré del parentesco que tenía con Olin. Nadie me había contado nada acerca de toda esta gente; yo seguía encontrándome con información inconexa, que me hacía sentir como un estúpido ciego».

El resentimiento de veinticinco años todavía le quemaba; tenía las mejillas encendidas y la voz le temblaba de ira.

– ¿Le llevó la carta a Taverner?

– Sólo tenía dieciséis años, fui a hablar con mi madre y le pedí que me contara qué significaba esa carta. Ella se rió; se rió como si fuera una broma, sin inmutarse. Dijo que mi padre había sido «poco escrupuloso» a la hora de coger dinero prestado de sus vecinos, pero que cuando ella se casó con él, puso punto final a todo eso. Pero ya sabe que las palabras en una comunidad pequeña acaban filtrándose, y que la gente no deja de murmurar. Si hay algo que le debo a mi madre es haberme criado en Chicago, en lugar de en esa pecera de muertos vivientes que es Coverdale Lane. Ya bastante teníamos con pasar allí los fines de semana.

– Entiendo. -En cualquier comunidad pequeña, como el barrio en el que transcurrió mi infancia, la gente cotilleaba sin piedad sobre el embarazo de la hija de Fulanita o sobre lo desgraciada que se sentía la señora Menganita, cuyo marido se había arruinado en las carreras. Por un momento sentí simpatía por Darraugh y por el hombre enfurecido que tenía frente a mí; ambos, a su manera, eran unos pobres niños ricos.

– Me pregunto por qué su padre conservó la carta. Cualquiera de la servidumbre de su casa podría haberla usado para extorsionarlo.

– Mi padre es, era, un coleccionista incurable, lo guarda todo. Su estudio de New Solway está plagado de papeles. No puedo imaginarme a los Lantner ávidos por revisar toda esa basura.

– ¿Y por qué usted sí lo hizo? ¿Una debilidad congénita la de husmear en los escritorios ajenos? -Me expresaba con deliberada grosería, con la esperanza de hacer que siguiera hablando.

A Bayard se le oscurecieron sus azules ojos.

– Toda esa maldita palabrería. Dimos una gran fiesta para celebrar el cuarenta aniversario de la editorial; vinieron sus viejos amigos de la izquierda gloriosa, incluso Armand Pelletier, que se quedó con nosotros tres días, hasta que se peleó con mi padre y se marchó hecho una furia. Fue una de esas fiestas que duran un día entero; la gente venía a montar a caballo y desayunaba y se quedaba hasta la cena; a mi madre le encantaba toda esa exhibición, más que de sus posesiones, de su capacidad organizativa. Todos los vecinos de Coverdale Lane se presentaron, salvo Olin, desde luego. La vieja señora Drummond se regocijaba bajo sus diamantes. Tenía noventa y ocho años y obligaba a todo el mundo a que dejara lo que estuviese haciendo para atender a sus caprichos. Hasta mi madre acataba las órdenes de la señora Drummond. También vino Geraldine Graham, si bien ella y mi madre no se llevaban bien. Y desde luego ella tampoco se llevaba de maravilla con la señora Drummond, su madre. Y oí hablar a aquellas mujeres con sus deliciosas voces sofocadas: «¿Crees que acaso sospecha? Después de todo, él se parece a su madre, así que., ¿por qué iba a hacerlo?». -Bayard alzó la cabeza como si me desafiara a burlarme de él-. Claro que me parezco a mi madre, así que si Calvin no es mi padre, no puedo adivinarlo mirándome en el espejo. Cuando era pequeño, creía que llegaría a ser tan alto como él, pero luego me quedé en el metro sesenta y cinco que medía a los dieciséis años. Me parecía al padre de mi madre, mi abuelo, como si fuera su hermano gemelo de joven, ¡no hay ni rastro de los Bayard en mí! De modo que mientras disfrutaban de la fiesta, fui al escritorio de mi padre; sabía que era el único lugar de la casa adonde la gente no iría a echar un polvo. Un sitio sagrado, no como mi habitación, donde encontré a Armand con la mujer de Peter Felitti. Esperaba que al menos me mencionara en sus diarios, que hubiera algún pensamiento que demostrara que mi padre se acordaba de mí alguna vez. -Bayard jadeaba como si hubiera estado corriendo-. Cuando nació Trina, hice un esfuerzo consciente por escribir sobre ello. Fue un gran acontecimiento en mi vida, como creo que lo es para cualquiera, el nacimiento de su primer hijo, ver a esa criaturita perfecta a la que tú le has dado vida. Pero Calvin no. Y nunca he sabido si fue porque no era mi padre, o porque estaba tan ocupado porque se creía muy importante que yo no contaba lo más mínimo. Todos lo adoraban, hasta usted lo adoraba. Bien, yo quería un padre, no a un dios en un pedestal.